El domingo por la noche, Paula estaba fregando los platos en la cocina. Sus hermanos acababan de marcharse. En compañía de Benja, les había mostrado las fotos que se hicieron en Canarias. Aunque no todas. Se guardó algunas que le había hecho a Pedro... por impulso. Pero cuando fue a la tienda, se quedó sorprendida de cuántos «impulsos» había tenido. No pensaba enseñarle a nadie esas fotos: algunas cosas debían permanecer en privado. Como el camisón que compró en Nueva York. Pedro y ella no habían hecho el amor, de modo que seguía metido en la bolsa, guardado en un cajón de la cómoda. ¿Se lo pondría alguna vez?
Pedro había llamado dos días antes. Charló brevemente con ella y luego habló con Benja. Paula quería que se tornase su responsabilidad como padre seriamente. Entonces, ¿por qué esa llamada la había dejado tan inquieta, tan insegura? Cranberry Cove le parecía desde su vuelta de Canarias más pequeño que nunca. Y el celibato, un horror. ¿Qué iba a hacer? ¿Seguir viviendo como si esas vacaciones nunca hubieran tenido lugar! ¿O tomar al toro por los cuernos?
El lunes por la mañana, pedro estaba haciendo la maleta para irse a California cuando sonó el teléfono.
—Pedro Alfonso.
—Hola, Pedro. Soy Paula.
—Hola, Pau. ¿Cómo estás? ¿Y cómo está Benja?
—Los dos estamos bien.
—¿Te pasa algo?
—¿Estás libre el próximo fin de semana?
—Sí —contestó él, sin mirar la agenda siquiera.
—El jueves tengo que hacer mi viaje anual a Montreal para comprar paneles de vidrio. Si quieres ir conmigo...
—Sí —la interrumpió Pedro.
Paula carraspeó.
—Quiero acostarme contigo, Pedro. Por eso te llamo.
—Muy bien.
—Yo... ¿Qué has dicho?
—Que muy bien. Estaré encantado de ir contigo a Montreal y sí, me gustaría acostarme contigo.
¿Que le gustaría? Que estaba desesperado por acostarse con ella, más bien.
—Ah. ¿De verdad?
—Puede que me portase como si fuera uno de tus hermanos en Canarias, pero mis pensamientos estaban lejos de ser fraternales. Ese bikini que llevabas era un castigo del infierno.
—¡Pero si no me mirabas!
—Eso es lo que tú crees —replicó Pedro, como un crío—. Intentaba proteger a nuestro hijo de las sórdidas realidades de la vida. ¿Quién se quedará con él el fin de semana, por cierto?
—Diego —contestó Paula—. Benja no debe saber que nos hemos visto en Montreal... esto queda entre tú y yo.
—Por supuesto. Conozco un hotel precioso en Montreal, yo haré la reserva. ¿Cuándo llegarás?
—Mira, Pedro, yo no puedo permitirme...
—Yo sí.
—Será mejor que tengas cuidado. Podría acostumbrarme a vivir rodeada de lujos.
Paula aún no sabía lo que era vivir rodeado de lujos, pensó él.
—Deja que yo me preocupe de eso. ¿Cuándo llegarás a Montreal?
—El jueves por la noche. Me pasaré el viernes de almacén en almacén, pero tengo el sábado libre.
—Muy bien. Nos encontraremos en el hotel el viernes por la noche. ¿Estás en casa ahora? Te llamo en diez minutos.
Paula quería acostarse con él. Durante treinta y seis horas la tendría para él solo. Sin vecinos curiosos, sin hermanos, sin hijo. Sólo él y Paula, en la cama. Tuvo que sonreír mientras abría la agenda para buscar el teléfono del hotel. Cuatro minutos después, hablaba de nuevo con ella.
—Ya está —dijo a modo de saludo, antes de darle el nombre y la dirección del hotel—. Te esperan el jueves por la noche y la comida y la cena están incluidas. Hay dos restaurantes buenísimos.
—No hago esto porque quiera irme de vacaciones otra vez —murmuró ella, angustiada—. No estoy usándote, Pedro.
—Ya lo sé. No tienes que darme explicaciones. Bueno, tengo que irme. Nos veremos el viernes a la hora de cenar... ah, y gracias, Pau.
Ella emitió un sonido indescifrable antes de colgar. Lo había hecho. Acababa de agarrar al toro por los cuernos.
Más o menos. En otros viajes a Montreal había pasado por delante de L’Auberge de Jean-Pierre deseando tener dinero para alojarse allí. Y ahora, como Pedro era millonario, iba a tener esa suerte.
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