No le importaba esperar. Nunca había tenido que hacerlo, pues todas las mujeres se habían rendido a sus pies. ¿Qué tenía de especial Paula para que no le importara la espera?
Paula se sumergió en el agua y buceó hacia él. Bajo el agua, su cuerpo se intuía deliciosamente proporcionado. El pelo se extendía como una estela roja sobre su espalda. ¡Cómo ansiaba ver aquel pelo extendido sobre la almohada! Quería besarla, besar sus senos y sus labios, empaparse de su aroma, poseer toda su belleza. Salió del agua llena de energía.
—¿Con solo diez largos ya tienes que descansar? ¿Eres un hombre o un ratón?
Se aproximó a ella en dos zancadas y la tomó en sus brazos.
—Tal vez ,después de esto te respondas a tí misma —la besó.
Sabía a cloro y sintió el frío de su bañador contra el cuerpo. Su beso fue intenso, profundo, introdujo la lengua en su húmeda cavidad y buscó la suya. Paula se dejó llevar con una confianza que, según ella le había dicho, no había sentido hasta entonces con ningún hombre. ¿Sería verdad? ¿Podría creerla? Deseaba desesperadamente confiar y quería poseerla, que fuera suya y solo suya. Gimió su nombre y deslizó la boca por su garganta, hasta deleitarse con sus senos. Apretó su cuerpo, y su masculinidad se encontró con su blanda feminidad a través del fino tejido de sus bañadores. Pedro casi perdió el control, lo que no estaba previsto en sus planes de seducción. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y se apartó lentamente de ella.
—Bien, Paula, ¿Qué opinas ahora?
Paula estaba jadeando, y él supo que su respiración agitada no tenía nada que ver con los largos que había hecho sino con su beso.
—Retiro lo del ratón. Yo diría, más bien, que eres un maremoto.
—No hay nada sobre esto especificado en el contrato.
—Quizás debería hablar con mi abogado.
Le puso las manos sobre los hombros.
—¿A qué hora salimos mañana?
—A las nueve y media —repitió ella.
—Podemos ir en el Nissan. Es de alquiler y lo dejaré en el aeropuerto —ella asintió—. Lo mejor será que nos vayamos a la cama. Mañana tendremos un día ajetreado.
Paula se estremeció.
—Pedro yo no...
—Me refiero a cada uno a su cama —dijo él en un tono de voz cortante—. Recuerda algo de aquí en adelante, ¿De acuerdo? Yo no soy Pablo. Nunca haré nada que no quieras que haga.
—Tengo frío —le dijo ella—. Me voy a dar una ducha. Buenas noches, Pedro.
—Buenas noches, Paula—respondió él.
Se quedó mirándola mientras se alejaba con aquel seductor balanceo de caderas. Lo que más deseaba en el mundo era acabar con aquel miedo latente en ella, demostrarle lo que realmente podía llegar a sentir si liberaba su pasión. Quería desnudarla completamente, en cuerpo y alma. Y pronto se dejaría. Sí, cuando llegara el momento, se lo permitiría.
Ya por la tarde, en el pequeño aeropuerto privado a las afueras de Washington, Paula descargaba su equipaje del Cessna. Le dió unas palmaditas en el fuselaje y sonrió a Pedro. Había sido un vuelo perfecto, con un tiempo idóneo para un viaje largo.
—Adoro este avión —dijo ella—. Supongo que es algo parecido a lo que te sucedía a tí con el Starspray.
—Eres muy buen piloto —le dijo él sinceramente—. He disfrutado del viaje.
Ella se ruborizó. Sabía que Pedro no era un hombre dado a adular gratuitamente.
—Gracias. Tenemos que pasar la aduana cuanto antes. El chófer de mi padre nos estará esperando fuera.
—El juego comienza —dijo Pedro.
Ella frunció el ceño.
—Sabes cómo hacer que vuelva a la realidad.
Pedro se rió.
—Sonríe, Paula. Desde este momento, somos amantes. Estamos locos el uno por el otro, ¿Recuerdas?
—¡Tranquilo! Aquí no nos ve nadie.
Pedro enarcó una ceja.
—Se supone que estamos enamorados y eso es algo que no se puede encender y apagar como una batidora. Nos van a descubrir si hacemos eso. Estás enamorada de mí, y me traes a casa para presentarme a tu padre. Estás radiante y felíz.
—Radiante y felíz —repitió ella, como si tratara de asimilar las imposibles palabras.
—Lo has entendido.
Tenía que fingir y esa era, posiblemente, la misión más difícil en su vida. Nunca había podido fingir, por eso la habían expulsado de varias escuelas. Pero esa vez era diferente. Tenía que demostrarle a su padre que amaba al hombre con el que se iba a casar.
—Tres meses —dijo ella pensativa—. Suena como una sentencia.
—Lo estás haciendo por tu padre, no lo olvides —dijo Pedro.
Quien sí estaba bajo una sentencia de muerte. ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Qué tenía aquel hombre que hacía que se olvidara de todo lo demás?
—No lo olvido —dijo ella con impaciencia—. Vamos. Cuanto antes lleguemos, mejor. El chófer de mi padre se llama Manuel y lleva con él desde antes de que naciéramos. Tiene tres nietos a los que adora.
—Bien, la función va a comenzar, amor mío.
—No me llames así —protestó ella.
Pedro la agarró del brazo.
—¿Por qué no?
—Pablo me llamaba «nena», Rodrigo me llamaba «cariño». Llámame cualquier cosa, menos «amor mío».
—¿Quién te llamaba así? —preguntó con rabia.
Nadie, pero era una expresión que para ella solo se correspondía con amor verdadero.
—No es asunto tuyo.
—Así que hay otro hombre, alguien de quien no me has hablado. ¿Quién es?
Paula lo miró furiosa.
—Pedro, ¿Cuántas mujeres habrá habido en tu vida? Supongo que cientos, pero no me vas a contar todo sobre cada una de ellas, ¿Verdad?
—Tú me lo contarás todo, tarde o temprano —dijo él en un tono amenazante.
—No hay nada que contar —dijo ella—. Vámonos. Manuel se estará preguntando qué estamos haciendo.
—La respuesta es sencilla: hacemos el amor loca y apasionadamente detrás del hangar. ¿No te parece, Paula?
Paula no estaba dispuesta a mostrar el desconcierto que sus palabras le causaban. Rodrigo tenía razón, Pedro era un depredador peligroso de controlar.
—Ten cuidado. Todavía no has recibido tu primera paga.
—Te llevaría a juicio, por incumplimiento de contrato.
—No serías capaz.— Se rió con ira.
—Sí, claro que sería capaz.
Paula se quedó paralizada, mirándolo en mitad de la pista.
—Lo dices en serio, ¿Verdad?
—Sí —respondió él con una sonrisa sarcástica en los labios.
—¿Qué he hecho, Dios santo? —susurró ella—. ¿Qué he hecho?
—Has firmado un contrato matrimonial conmigo, así que vamos a ello.
Hacía un calor insoportable y ella sintió por un momento que se iba a desmayar. Pedro Alfonso era el último hombre en la tierra al que debía haber elegido. Pero ya era muy tarde para cambiar de opinión. Sí, era demasiado tarde.
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