—Mamá, deberías haberme visto. El entrenador me ha enseñado a llegar a la red sin que me toquen. Y ha dicho que si vuelvo por Nueva York puedo ir a entrenar cuando quiera porque soy un jugador estupendo—sonrió su hijo, encantado—. ¿Hay Coca-Cola en la nevera?
—Sí, claro —contestó Pedro.
—Gracias, Pedro —dijo Benja entonces—. Ha sido... la bomba.
—De nada —sonrió él, con un nudo en la garganta. Algún día, quizá lo llamaría «papá». Pero, por el momento, era imposible.
Benja salió corriendo a la cocina y luego corriendo al cuarto de baño para darse una ducha.
—¿Los adolescentes van andando a algún sitio? —sonrió Paula.
—Tú lo has criado, deberías saberlo.
—Era una pregunta retórica —dijo ella, tomando el paquete—. Tengo una cosa para tí, Pedro. No sé cómo darte las gracias por este viaje, pero he pensado que esto te gustaría.
Él tomó el paquete, sorprendido. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer le hizo un regalo? Desde que ganó su primer millón, era él quien hacía regalos.
—Yo también quería comprarte un regalo, pero no sabía... no quería que te sintieras en deuda conmigo.
—Nos has dado mucho más de lo que esperaba —sonrió Paula—. Más de lo que yo puedo pagarte.
Pedro era un hombre acostumbrado a pensar rápido, a tomar decisiones, pero se quedó sin palabras.
—Lo he pasado muy bien esta semana —consiguió decir por fin—. Hacía siglos que no me sentía tan felíz, de verdad. Eso no se puede comprar con dinero y... en fin, soy yo el que está en deuda contigo.
—¿No eres felíz? —preguntó Paula.
—He perdido muchas cosas.
—¿Qué has perdido?
«Mi corazón», pensó él.
—Esta es una conversación que deberíamos mantener mientras cenamos a la luz de las velas —contestó. sonriendo—. ¿Quieres que abra mi regalo?
—Sí.
Era un marco de peltre con una fotografía de Benja y Pedro frente al bungalow, en Costa Adeje. Él se quedó mirándola, como hipnotizado.
—¿No te gusta?
—No podrías haberme regalado nada mejor.
Con un nudo en la garganta, tomó su cara entre las manos y la besó como si fuera la única mujer en el mundo. Pero entonces oyeron la puerta del baño y se apartaron a toda prisa.
—¿Nos ha visto?
Paula negó con la cabeza.
--Tu madre me ha regalado esta foto, Benja —dijo Pedro cuando el chico entró en el salón—. La guardaré siempre.
Benja miró la fotografía y luego al hombre que se la mostraba.
—Volvemos a casa mañana —dijo, con un tono indescifrable.
—Espero que vuelvas a Nueva York alguna vez. En Navidad quizá.
—En Navidad tengo una competición de hockey.
—Si queremos vernos, tendremos que buscar el momento.
—Te he comprado un regalo en Tenerife —dijo Benja entonces—. Y otro para mi madre.
Salió corriendo por el pasillo y, cuando volvió al salón, llevaba dos paquetitos en la mano. El regalo de Paula era un tapete de ganchillo.
—Sólo podía comprar uno. Pero quedará muy bonito en la mesa del comedor.
—Es precioso, hijo —murmuró Paula, conmovida—. El ganchillo es un oficio tan antiguo como el de las vidrieras. Es un regalo muy europeo.
Cuando Pedro abrió el suyo, comprobó que era una figura de madera, un hombre subido a una tabla de surf. Pero no podía emocionarse dos veces en cinco minutos, pensó.
—Es precioso —consiguió decir.
Y entonces hizo algo que había querido hacer durante toda la semana: abrazar a su hijo. Pero se apartó enseguida. Luego colocó la figurita al lado de un Donatello de bronce y supo cuál de las dos obras de arte tenía más valor para él.
—Esta tarde iremos al Museo de Historia Natural. Y después de cenar, iremos a ver un partido de hockey.
El dúplex iba a quedarse muy vacío cuando se fueran, pensó.
Al día siguiente supo que no se equivocaba. Los había dejado en su avión privado, con destino a Deer Lake, y en aquel momento estaba sentado en un sillón de cuero, mirando una fotografía y una figurita de madera, sabiendo que algo había cambiado para siempre en su vida.
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