Pedro sacó unas hojas del bolsillo.
—Mi abogado me ha enviado por fax este contrato.
—Pedro, se supone que debería ser yo la que redactara ese contrato.
—A mí me parece que estás estupenda. Solo quería demostrarte que iba en serio —dijo él.
—Pero soy yo la que te va a contratar, no a la inversa —agarró el contrato y lo leyó detenidamente. Todas sus condiciones habían sido redactadas con un lenguaje legal.
—Podemos firmarlo, así yo también sabré que tú vas en serio. Una vez en Washington, tu abogado puede comprobar que todo está en orden.
—Hablando de eso, debo suponer que me has investigado, ¿No es así?
—Sí.
Micaela le llevó un enorme vaso de Coca Cola y Paula lo miró como si no tuviera ni la más remota idea de qué era aquello.
—Gracias —dijo.
—De nada —respondió Micaela—. El jefe los invita a las bebidas y al postre.
—Dale las gracias, Mica —en cuanto la camarera se alejó, continuó interrogándolo—. ¿Y qué has averiguado?
—Miguel Chaves III. Heredó una fortuna que ha sido capaz de multiplicar varias veces. Tiene fama de ser un hombre honrado, con poco sentido del humor. Su hijo se parece mucho a él, pero su hija... Esa es la parte más interesante.
Pedro dió un gran trago de cerveza.
—Salvaje, expulsada de varios colegios, los mejores colegios, por supuesto. Es una experta esquiadora, licenciada en lenguas extranjeras por Harvard, ha viajado por todo el mundo haciendo trabajos varios, entre ellos de camarera. Acabó en Canadá, se sacó el título de guardacostas. Al heredar la fortuna de su madre, se hizo piloto y se compró un avión que pilota ella misma. Sí, se puede decir que he estado haciendo averiguaciones sobre tí.
Para cuando la camarera le llevó el sándwich ya no tenía hambre. Pedro continuó.
—Con tanto que hacer ha tenido muy poco tiempo para hombres. El único que aparece en su historia es un tal Pablo. ¿Fue ese el que te agredió?
Paula dudó unos segundos y se negó a responder.
—Sí, fue él —afirmó Pedro.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—No hace falta, es patente y obvio que era un mal tipo. Acaba de divorciarse de su primera mujer, una rica heredera a la que habrá sacado un montón de millones. Ahora está a la caza de su segunda víctima.
—¿Sí?
—¡No lo sabías! Ya ves.
Paula se sentía como un ratón perseguido por un inteligente gato.
—El otro hombre que ha habido en tu vida ha sido el doctor, quien, sin duda, daría cualquier cosa por casarse contigo.
—Lo sé.
—¿Por qué no te has casado con él?
—Porque me quiere. Si me casara con él y dentro de tres meses le dijera que se acabó, le haría mucho daño.
—Es lo que me vas a hacer a mí.
—Pero tú eres diferente —dijo ella—. Puede que no te conozca demasiado, pero estoy segura de que sabes cuidar de tí mismo.
Pedro no pudo responder y Paula sintió que acababa de ganar una pequeña batalla.
—Tu abogado no ha especificado cómo serán los pagos. Te daré la primera mitad en Washington, después de la boda, y la segunda mitad cuando todo haya terminado, en cheques conformados.
—¿Y si no le gusto a tu padre desde el primer momento?
—Tendrás que esforzarte en gustarle —dijo ella con una gran sonrisa.
Pedro respondió con ironía.
—Por supuesto, se me había olvidado que me has elegido porque tengo clase, ¿No es cierto? Esa fue una de las virtudes que me atribuiste en tu lista de ayer —miró los cubiertos baratos que había sobre la mesa—. Sé usar el cuchillo y el tenedor.
—¡No es a eso a lo que me refería! No soy una snob.
—Entonces, ¿A qué te referías, Paula?
—Al modo en que actúas, te comportas como alguien seguro de sí mismo, acostumbrado a tener control sobre las situaciones.
Sonrió complacido y la miró directamente a los ojos, una mirada penetrante que la desconcertó. Paula bajó los ojos y dió un bocado a su sándwich.
—Esto está delicioso —dijo—. ¿Qué tal la hamburguesa?
—¿Cómo se supone que nos hemos conocido?—preguntó Pedro.
Paula recapacitó unos instantes.
—Diremos la verdad. Se me da muy mal mentir, a pesar de lo que puedas pensar. Diremos que viniste a darme las gracias por lo del Starspray.
—Y nos enamoramos —continuó Pedro.
—Eso es —continuó ella—. Fue amor a primera vista. Desde el primer momento, supimos que estábamos hechos el uno para el otro. Ya sabes, almas gemelas y esas cosas. Tremendamente romántico.
—Supongo que también cuerpos gemelos, ya sabes, nos hemos entendido en la cama desde el principio.
—Ahí es donde empieza la farsa —dijo ella con una mueca—. Cuando estaba en Harvard, solía leer novelas rosa cuando no tenía que estudiar. Tú podrías ser el protagonista perfecto de una de esas novelas. Después de ir a la peluquería yo también podría ser la protagonista de turno.
—Solo que en las novelas viven felices para siempre, mientras que nosotros no superaremos los tres meses. Para tí todo esto no es más que un juego, ¿Verdad?
A ella no le gustó su comentario.
—Puede que sea un juego, pero con un propósito muy claro y muy serio. Espero que no se te olvide. Después de todo, tú has querido entrar en esto.
—No tengo nada que perder —dijo él con sorna.
Paula agarró un bolígrafo del bolso y firmó el contrato. Luego se lo pasó.
—Es tu turno —le dijo.
Pedro dejó su firma sobre el papel, una firma casi ilegible.
—Bueno, ya hemos dado el primer paso —dijo ella.
—Me pregunto cuál será el paso número trece.
A Paula ya le había costado bastante llegar hasta donde estaban y su pensamiento solo abarcaba a lo que debía de venir inmediatamente después. Decidió cambiar de tema y contarle algo de su vida, así que optó por algunos capítulos emocionantes de su vida como guardacostas. Después del postre, se despidió de Micaela, quien derramó unas cuantas lágrimas. De camino a casa, le anunció a Pedro que aquella noche tenía una cena con sus ex compañeros de trabajo.
—Estaré preparada para salir mañana a las diez, si el tiempo nos lo permite. Espero que te fíes de mí, porque te voy a llevar en mi avioneta hasta Washington. Pasaré a buscarte por el motel a las nueve y media.
—De acuerdo —dijo Pedro. Pero antes de que bajara del coche, la agarró entre sus brazos.
—¿Qué estás haciendo?
—Necesitamos practicar —dijo él y la besó con una incendiaria mezcla de rabia y pasión.
Paula no sabía mentir en modo alguno, así que se dejó llevar y lo besó con la misma o mayor pasión. Todo su cuerpo era una súplica callada y explícita a un tiempo. En aquel momento, pasaron Juan y José, que tocaron el claxon. Ella recobró el sentido y se apartó de él con rabia.
—No creo que necesitemos practicar nada de esto.
Pero a Pedro se le había acelerado el pulso y su turbación era patente. Paula no era insensible a él tampoco. Aun después de haberse apartado de él, todavía le quedaba en los labios el sabor a Pedro, su olor a jabón y a algo único y personal. ¿Qué le estaba sucediendo? Se bajó del coche y cerró la puerta con ira. Había algo que no le había dicho. Aquella noche, después de la cena, se iría a dormir al motel. Pero no había pedido la habitación más alejada, tal y como debía haber hecho. Su trato decía que no habría nada de sexo, nada de relaciones conyugales. Había firmado un contrato. No debía olvidarlo.
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