A través de la puerta del estudio, que Pedro había dejado abierta, les llegó un sonido musical.
—El timbre. Vuelvo enseguida —suspiró Paula.
Pedro la siguió. Había un hombre en la puerta. Llevaba un pantalón gris bien planchado y una chaqueta azul marino con un pañuelo en el bolsillo. Era un hombre atractivo, bien peinado, con buenos dientes. Pedro no se sorprendió cuando ella exclamó:
—¡Pablo! ¿Qué haces aquí? Entra, por favor.
Él le dió un beso en la mejilla.
—Estaba en St. John, en una galería de arte, y decidí venir a verte. Tengo buenas noticias para tí.
Cuando Paula cerró la puerta, Pedro se escondió entre las sombras del pasillo. St John estaba a doscientos kilómetros de Cranberry Cove, no precisamente a la vuelta de la esquina.
—¿Tienes noticias sobre el concurso?
—Tu vidriera ha sido aceptada.
—¿En serio? Qué alegría —exclamó Paula, dando saltitos—. No sé cómo darte las gracias, de verdad. Pero ahora tendré que esperar dos meses hasta que decidan los jueces... Eso es una eternidad.
—Yo creo que tienes muchas oportunidades. La vidriera es una maravilla —sonrió Pablo.
Aquel hombre estaba loco por ella, pensó Pedro, saliendo de su escondite.
—¿Por qué no me presentas a tu amigo, Pau? Si esperaba desconcertarla, se equivocó.
—Pablo, te presento a Pedro Alfonso. Te lo diré ahora porque lo sabe todo el mundo: Pedro es el padre de Benjamín. Ha venido de Nueva York.
Pedro estrechó la mano del hombre.
—Encantado de conocerlo. Me alegro de que se haya preocupado tanto por el trabajo de Paula... es muy buena, ¿Verdad? Y tenerla entre sus clientes no le vendrá nada mal, claro.
—Paula y yo nos conocemos hace años. Somos buenos amigos, señor Alfonso.
—Sí, ya. Me alegro. Paula necesita un poco de contacto con el mundo exterior.
Ella lo fulminó con la mirada, antes de volverse hacia Pablo.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—Hasta mañana. Por la tarde tengo que ir a Toronto.
—Muy bien, te prepararé la habitación de invitados. Pero tengo que ir al partido de hockey más tarde, es una semifinal y le prometí a Benja que iría. A tí no te gusta el hockey, ¿Verdad?
—Me encantaría ir contigo —dijo él, galantemente.
—Estupendo. Voy a hacer un té de hierbas, ¿Te parece? Mientras tanto, puedes ir por tus cosas.
Obedientemente, Pablo salió a buscar su maleta.
—¿Cómo te atreves a insultarlo, Pedro? —le espetó Paula en voz baja.
—Él no es hombre para tí y no lo será nunca.
—¿Por qué no dejas que yo decida eso? Pablo es un hombre estupendo y me ha apoyado siempre. Eso es más de lo que tú has hecho.
—Pero no te excita, no te altera las hormonas.
—En la vida hay otras cosas, además del sexo.
—Baja la voz. No querrás asustar al bueno de Pablo—dijo Pedro, robándole un beso—. Adiós. Nos vemos en el partido. Y luego desapareció, despidiéndose con la mano.
Paula se sintió catapultada al pasado, al último año de instituto. Pedro había marcado un gol en los diez últimos segundos contra el equipo rival y la gente se volvió loca. Y cuando se acercó a las gradas para darle un beso en la mejilla, las otras chicas la miraron con respeto. Había vivido con el recuerdo de aquel beso mientras él estaba en la universidad...
—¿Pau?
—Ah, perdona, Pablo.
No había ningún riesgo en invitar a Pablo a pasar la noche en su casa. Porque sus hormonas estaban perfectamente tranquilas.
Pedro llegó temprano a la pista de hockey. pero no vió a Benja. ¿Al chico le caería bien Pablo? Sí vio a Paula. Llevaba un jersey de lana y unas botitas brillantes. Parecía una cría. Podría haberle hecho el amor allí mismo.
—¿Dónde está Pablo?
—Tenía que llamar a su madre. Vendrá enseguida.
—¿Vas a acostarte con él?
—Sí, claro, vamos a hacer una orgía —replicó ella, irónica.
—No hay química entre ustedes...
—¡Estás celoso! —exclamó Paula.
—Desde luego que sí.
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