Hacía una hora que Paula Chaves estaba en su puesto de guardacostas. Solo le quedaba una noche más y después regresaría a casa. Las oficinas de los guardacostas de Collings Cove estaban situadas en el sur de Newfoundland. Era mediados de septiembre y el cielo se coloreaba con una dramática mezcla de magenta y naranja. Dentro de cuatro días volvería a Washington con su padre. Pero ya no sabía cuál era realmente su hogar. Movió la cabeza en círculos para relajar la tensión del cuello y de los hombros. Había llegado el momento de un cambio. Llevaba allí cuatro años y necesitaba un nuevo reto en su vida. Trató de no pensar en su padre. Pero no podía ignorar la terrible realidad que se cernía sobre ellos. Su padre estaba realmente enfermo. A pesar de saberlo, no soportaba pensar en ello. Agarró uno de los sobres del correo y se dispuso a abrirlo. Pero, en ese instante, sonó el timbre. Miró a la pantalla del monitor y vio que alguien había aparcado un jeep delante del edificio. Pulsó otro botón para verla entrada principal. En la puerta, había un hombre alto y atractivo, vestido con unos vaqueros y una chaqueta de cuero.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó ella.
—Soy Pedro Alfonso, del Starspray. ¿Me deja entrar?
Paula reconoció su voz inmediatamente, pues había sido ella la que había atendido su llamada de socorro hacía unos días.
—Lo siento —respondió—. Pero no está permitido que se deje pasar a nadie.
—No hay regla sin excepción —dijo él.
—Esta no va a ser la excepción, señor Alfonso.
—Usted es la mujer que atendió a mi llamada de socorro, ¿Verdad?
—Sí. —He venido desde muy lejos, señorita Chaves, y tengo poco tiempo. Solo serán unos minutos.
¿Cómo sabía su nombre?
—Lo siento, pero estoy sola y la casa más cercana está a dos millas de aquí. Las reglas de seguridad me benefician directamente. Intente verlo desde mi punto de vista.
Su rostro se tensó.
—¿A qué hora acaba su turno?
—A las siete —dijo ella después de dudar unos segundos.
—De acuerdo, aquí estaré —respondió él.
El silencio que siguió la dejó sin habla. No hubo ni un adiós. Por el monitor, vió que Pedro Alfonso se estaba subiendo a su vehículo. Pocos minutos después, ya se había marchado.
El día de la desgracia, Pedro había llamado al puesto en un momento límite. A pesar de lo crítico de la situación, había mantenido el control todo el tiempo. En el breve contacto que habían tenido, le había parecido un hombre al que le costaba mucho pedir ayuda, aún más, a una mujer. Pero, todavía le resultaba más duro acatar ningún tipo de orden. Por algún motivo, no sentía ningún interés en conocerlo en persona. Su reacción ante la negativa de abrirle la puerta la había confundido. Estaba claro qué tipo de hombre era Alfonso: alguien acostumbrado a imponer sus propias reglas, uno de esos hombres que invaden el espacio personal. Estaba acostumbrada a ese tipo de individuos. Era una mujer muy atractiva, a la que se aproximaban con frecuencia hombres así. Sin embargo, a pesar de todo, había algo en Pedro que la intranquilizaba. No le agradaba la idea de tenerlo allí a las siete de la mañana. ¿Por qué? Después de todo, no era más que un hombre. En la radio, se escuchó una petición del estado del mar en la zona de Port aux Basques. Dió la información al capitán del pesquero que la solicitaba y charlaron durante unos minutos. Se despidió y cerró. Agarró el correo y lo abrió. La primera carta era una felicitación de su jefe por el modo en que había llevado la emergencia del Starspray. También le confirmaba que asistiría a su fiesta de despedida. Cuando se disponía a abrir la siguiente carta, sonó el teléfono.
—Guardacostas canadiense —respondió Paula.
—¿Paula Chaves? —preguntó una voz.
—Sí, dígame.
—Me llamo Diego Hornby, y tripulaba el Starspray el día que se hundió. Me han dicho que fue usted la que atendió la llamada de auxilio y quería darle las gracias.
Su tono de voz era agradable, muy diferente al de Pedro Alfonso.
—Gracias —dijo ella.
—Me gustaría aclarar que Pedro no tuvo ninguna culpa en lo sucedido.
—No creo que eso...
—Por favor, déjeme terminar. Solo quiero lavar mi conciencia. Verá, habíamos estado en un puerto en Islandia y dos días después Pepe pilló una terrible gripe. Yo no soy precisamente el mejor de los marineros. Me dormí mientras tripulaba y el barco se fue contra las rocas. Creo que nunca me perdonará lo sucedido. Adoraba ese barco. Cuando chocamos, me caí por la borda y él se lanzó a rescatarme. Me salvó la vida.
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