Paula, sin embargo, le parecía diferente. No parecía perseguirlo ni por su dinero ni por nada. Y tenía que reconocer que eso último lo desconcertaba y lo irritaba. Estaba acostumbrado a que las mujeres fueran detrás de él. Se preguntó si el motivo por el que no había tomado el avión a primera hora del día había sido la forma en que ella se había despedido de él la noche anterior. Contaba con que nunca más la vería. Y, sin embargo, luego se habían encontrado en lo alto de Gun Hill. ¿Había sido una coincidencia de verdad? Probablemente, sí. Si había un lugar en el que podían encontrarse por casualidad era allí. Porque, de algún modo, Paula y él se parecían. Si realmente tenía dinero, entonces era probable que no lo quisiera por interés. Claro que la familia de Candela también lo tenía y eso no fue un inconveniente para que ella buscara su interés.
—Te voy a bajar —le dijo Pedro en un tono mucho más frío del que él mismo habría querido—. ¿Dónde tienes las llaves del coche?
—En el bolsillo —respondió ella. Las sacó y se las dió.
Al agarrarlas, notó que estaban calientes por el contacto con su cuerpo. Abrió la puerta del pasajero y se volvió hacia Celia dispuesto a meterla en el vehículo. Ella alzó la mano.
—Puedo sola —le dijo, lo que, en realidad, quería decir: «No me toques».
Pedro se sentó ante el volante.
—Tendrás que decirme dónde es.
—Ve hacia el centro de la ciudad. Es la primera calle a la derecha después de la estación de bomberos, el número cuarenta y dos.
Dicho eso, apoyó la cabeza sobre la ventanilla y cerró los ojos. Pedro no entendía lo que le pasaba. ¿Por qué le ponía furioso que no quisiera hablar, cuando había sido él mismo el que le había ordenado que mantuviera la boca cerrada? Condujo hasta donde ella le indicó y detuvo el coche ante el número cuarenta y dos.
—Ya hemos llegado —dijo.
Paula abrió los ojos. Parecía que acabara de despertarse de una pesadilla y se hubiera encontrado con que la pesadilla seguía a su lado.
Salieron del coche. Pedro la siguió hasta la casa. Paula trataba de no cojear, pero era patente que no podía andar bien. La miró de arriba abajo. Era muy atractiva, demasiado atractiva. Una de las condiciones que había puesto había sido nada de sexo. Como si eso fuera posible teniéndola al lado. ¿Besaría de aquel modo a todo el mundo, con tanta entrega y generosidad? Habría deseado haber podido matar al hombre que había intentado violarla. ¿Por qué despertaba en él tal instinto de protección? Se masajeó la parte de atrás de su cuello. Estaba tenso. La siguió hasta el apartamento. Al entrar, le llamó la atención el desorden que había por todas partes.
—¿Eres siempre tan desordenada?
—Ya te he dicho que estoy haciendo el equipaje, que mañana vienen los de la mudanza —dijo ella con impaciencia—. Y ahora, gracias por haberme traído a casa. Estoy perfectamente, ya no tienes nada que hacer aquí.
—Hace menos de una hora me has pedido que me casara contigo y ahora quieres librarte de mí.
—Me has dicho que no, ¿Recuerdas?
—No. Te he dicho que hablaríamos sobre ello una vez en tu casa, después de limpiarte las heridas.
—Si la respuesta es no, no hay nada de lo que hablar.
Ella estaba a punto de explotar otra vez. Pedro miró de un lado a otro. Sobre la chimenea vió un cuadro de colores brillantes, muy reconocible.
—Eso es un Chagall, ¿Verdad?
—Era de mi madre —dijo ella con frialdad.
La cerámica que había sobre la librería era precolombina. Sí, estaba claro que tenía dinero.
—¿Dónde tienes el botiquín de primeros auxilios?
—No tengo ni idea —dijo ella—. Pero te aseguro que soy perfectamente capaz de limpiarme yo sola la herida. No necesito tu ayuda en absoluto.
Pedro la miró confundido. ¿Qué le pasaba con aquella mujer, por qué no podía marcharse y dejarla sin más? No la necesitaba. En realidad, no necesitaba a nadie. Tenía una vida estupenda, un negocio brillante, amigos por todo el mundo, además de una hermana a la que poder recurrir cuando echaba de menos a la familia. Tampoco solía ocurrirle con frecuencia. A los nueve años había tenido que responsabilizarse de su hermana de cuatro. Su madre hacía tiempo que los había abandonado y su padre solo se preocupaba de beber. Aquella era otra razón por la que no quería casarse ni tener niños.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Paula irritada.
Pedro volvió al presente. Allí estaba ella, mirándolo como si lo único que quisiera fuera meterlo en una caja y mandarlo a Siberia.
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