—Te pagaré, Pedro. Y puedo pagarte muy bien. Con el dinero podrías comprarte otro barco.
Pedro estaba anonadado.
—No sabes absolutamente nada de mí y me estás pidiendo que me case contigo. Retiro lo dicho sobre que eres una mujer inteligente. Estás completamente loca.
Paula lo miró y se dio cuenta de que, por algún motivo, su propuesta lo había decepcionado. A pesar de todo, insistió.
—Sé todo lo que necesito saber sobre tí. Eres un hombre valeroso y aventurero tienes clase y sabes comportarte. Acabas de demostrármelo, cuando te he dicho que no ahí arriba, en la montaña —de pronto se apartó de él, desesperada—. Está claro que lo estoy haciendo todo mal.
—¿Por qué tres meses, Paula? Y, ¿de dónde vas a sacar el dinero para pagarme?
El viento comenzó a agitarle el pelo. Se apartó un mechón de la cara.
—Mi padre es rico y hace dos años recibí la herencia que me correspondía de mi madre. Puedo pagarte sesenta mil dólares si te casas conmigo.
La miró sin parpadear.
—¿Por qué trabajas como guardacostas si eres rica?
Paula no respondió a su pregunta. Continuó con el tema que le interesaba.
—Este matrimonio estaría sujeto a una serie de condiciones.
—¿Cuáles?
El tono impertinente de su pregunta hizo que se sintiera como si tuviera diez años. A pesar de todo, continuó adelante.
—Nada de sexo. Y no volveremos a tener contacto alguno una vez que haya pasado el tiempo estipulado.
—Un acuerdo encantador —dijo Pedro.
—Es un negocio, ni más ni menos.
—Sí, veo que no hay ningún tipo de sentimiento implícito. Pues lo siento. Mi agradecimiento no puede ir tan lejos. La respuesta es no.
—Pero...
—Me importa un rábano lo rica que seas, no estoy en venta.
Lo decía absolutamente en serio y eso dolía. Paula se sintió como una necia y se arrepintió de haberle hecho semejante oferta. Avergonzada, se dió la vuelta y echó a correr colina abajo. Las lágrimas le empañaban los ojos. ¿Cómo podía haber hecho una cosa así?
Pedro la seguía casi al mismo ritmo mientras le advertía del peligro.
—¡Por favor, para, te vas a partir el cuello!
La advertencia le sonó impositiva y paternalista. Podría haber sido su padre el que estaba allí para imponer sus reglas una vez más. Odiaba a Pedro y odiaba a su padre. Se limpió las lágrimas con la mano y, en ese instante, tropezó con una raíz que estaba al aire. Puso las manos delante, pero no puedo evitar golpearse la cara contra la piedra. Gritó de dolor y de rabia.
Pedro se apresuró a alcanzarla y la ayudó a incorporarse.
—¿Te has hecho daño? Déjame que vea lo que te has hecho en la cara.
Había algo diferente en su voz, algo diferente y conmovedor. Paula no pudo más y se echó a llorar.
—Se está muriendo —dijo con un llanto desesperado.
—¿Quién se está muriendo?
—Mi padre —respondió ella—. El médico le ha dado tres meses. Nunca hemos podido... Todo lo que quiero es demostrarle por una vez que soy una buena hija. ¡Oh, Pedro, no sé qué otra cosa puedo hacer!
—No entiendo absolutamente nada, pero te voy a llevar a casa, te voy a curar y, una vez allí, me explicarás qué tiene que ver el matrimonio con que tu padre se esté muriendo. Toma, suénate la nariz.
Le ofreció un pañuelo limpio y ella obedeció.
—No puedes llevarme hasta el coche, está muy lejos.
—Sí, sí puedo —respondió él y la agarró en sus brazos—. Y ahora, mantente calladita. Ya has dicho demasiadas cosas en los últimos diez minutos.
—Y a tí te gusta dar órdenes —dijo ella, y apoyó la cabeza sobre su pecho.
Sin saber por qué, se sentía a salvo así. Pero lo peor era que siempre había odiado sentirse a salvo. Entonces, ¿Por qué se sentía tan bien con él? Le dolía la mejilla, y la cadera y la rodilla y la mano. Pero, sobre todo, era su orgullo lo que estaba herido, porque Pedro le había dicho que no.
Pedro se había quedado sin aliento cuando llegó junto al coche de Paula. Estaba claro que ya no estaba tan en forma como antaño. Miró a la mujer que llevaba en brazos. Tenía los ojos cerrados y había lágrimas sobre sus mejillas. Tenía las rodillas heridas y sucias. Pero había algo tan sincero y confiado en el modo en que se apoyaba sobre su pecho, que lo conmovía como nada lograba conmoverlo ya. Las mujeres que sabían lo de su inmensa fortuna no eran de fiar. Daniela había intentado cazarlo diciendo que estaba embarazada y que el niño era suyo. Candela lo había acusado con una demanda judicial por romper su promesa. Luego estaban Gabriela, Cecilia o Lorena que se habían gastado su dinero como si fuera propio.
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