jueves, 19 de enero de 2017

Novio Por Conveniencia: Capítulo 8

Durante al menos dos segundos, Paula se dejó llevar. Estaba demasiado desconcertada como para hacer nada. Luego, la presión de aquellos labios, el calor de aquella piel masculina y la seguridad con que se había abierto camino dentro de su boca, hicieron que una salvaje y placentera sensación la poseyera. Le devolvió el beso con idéntica pasión y enlazó los brazos alrededor de su cuello. Aquel hombre encendía en ella un deseo incontrolable. Era como un sueño hecho realidad. Sentía su masculinidad pujante sobre el vientre. Pedro exploró con la lengua la cavidad suculenta de su boca y recorrió su espalda con las manos. De pronto, metió las manos por debajo de la camiseta. Y ahí fue donde ella empezó a sentir terror. Pablo había hecho lo mismo. Pero no la había escuchado cuando le había pedido que se detuviera. Se apartó con un grito.

—¡No!

Él se sobresaltó.

—¿Qué pasa?

—No deberíamos estar haciendo esto.

—¿Por qué no?

—Ni siquiera nos conocemos. Yo me marcho el domingo y no vamos a volver a vernos en la vida. Si lo que quieres es una aventura pasajera, yo no soy la persona adecuada.

—¿Qué es lo que te ha pasado, exactamente? ¿Qué había de malo en un beso? Porque eso todo lo que ha sido —dijo él.

—Pues, perdona, pero a mí me parecía una invitación a mucho más.

—Bien, eres muy guapa y muy sexy, y yo hace mucho que no tengo una relación con nadie —dijo él.

—Así que te habría valido cualquier mujer —aseguró ella.

—No, eres tú la que me interesa.

—Sí, ya.

—Pues sí —le acarició suavemente el pelo—. ¿Por qué estás tan asustada?

Aquella era la pregunta del millón, la que tocaba todas las fibras sensibles.

—Tuve una muy mala experiencia con un hombre y no quiero que se repita — esbozó una sonrisa—. No te lo tomes como algo personal.

La miró fijamente.

—¿Te violó?

—No. Por suerte, un amigo apareció en el momento adecuado. Pero estuvo a punto.

—¡Hijo de perra!

Paula bajó los ojos.

—Por una vez, estamos de acuerdo.

—¿Cuánto hace de eso?

—Cuatro o cinco años.

—¿Te has acostado con alguien desde entonces?

Paula se apartó un mechón de pelo de la cara.

—No.

—No me digas que eres virgen, porque no te creería.

—Me lo puedo imaginar —dijo ella con un gesto de desagrado—. Escucha, todo esto ha sido muy entretenido, pero tengo un montón de cosas que hacer, así que me marcho.

La miró como si tratara de descifrar un complicado misterio.

—Podríamos ir juntos.

—Tu coche debe de estar estacionado al otro lado de la montaña. El mío está ahí abajo.

—Si puedo escalar el K2, no creo que me importe un pequeño paseo.

—¿K2? —preguntó ella.

Sabía que el K2 era, probablemente, la montaña más difícil de escalar, incluso más que el Everest. Por eso, había ascendido hasta allí con tanta facilidad.

Pedro dió un suspiro exasperado.

—Tiene gracia. Allí de donde vengo, tengo fama de ser un hombre excesivamente reservado.

Paula lo miró fijamente.

 —¿Por qué no te has marchado a primera hora de la mañana?

—No estaba preparado para partir.

—Ya. Es que de pronto has sentido el incontrolable impulso de escalar Gun Hill.

Él enarcó una ceja con escepticismo.

—Eres una mujer inteligente, y eso me gusta —dijo, sin añadir otras cuantas cualidades que prefería no citar en aquel momento.

—Vámonos de aquí —dijo ella—. No debería haber subido. Mis armarios están hechos un desastre y los de la mudanza no perdonan.

Cuando ya habían iniciado el descenso, Pedro la agarró del brazo y señaló al cielo.

—Mira, un águila.

Paula se tapó del sol que la cegaba con la mano y miró hacia donde él le indicaba.

—¡Qué maravilla! —dijo—. Mira cómo planea. Eso sí que es libertad.

Pedro la miró fijamente:

—Libertad. ¿Es por eso por lo que no te quieres casar?

Matrimonio... su padre... Pedro. Las palabras aparecieron juntas, como si tuvieran algo que ver entre ellas. Sin pararse a pensar al respecto, preguntó:

—¿Estás casado?

—No.

—¿Prometido? ¿Vives con alguien? ¿Tienes algo con alguien?

—No, no y no. ¿Porqué?

—Por nada. Mera curiosidad —se dió media vuelta y siguió su camino.

Pero una idea descabellada le rondaba la cabeza. ¿Pedirle a Pedro Alfonso que se casara con ella? ¿Pedírselo a aquel hombre sensual y misterioso que cuando la tocaba la encendía como a una tea? Era absurdo. Pero, ¿A quién si no? No podía pedirle a Rodrigo que se casara con ella, porque  la quería de verdad y no le correspondía. El resto de los hombres que conocía la querían por su dinero. Sin embargo, Pedro no sabía nada de su dinero y no podía hacerle daño. Sabía que aquel hombre jamás la dejaría acercarse tanto como para llegar a hacerle daño.

Pero no, no podía pedírselo a él. No era posible. Se preguntó una y otra vez hasta dónde era capaz de llegar para complacer a su padre. La respuesta la aterrorizó: muy lejos, hasta el final de lo donde fuera necesario llegar.

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