De pronto, Pedro salió como un torbellino.
—¿Dónde demonios has estado? —preguntó furioso.
Ella lo miró indignada y señaló los pantalones cortos y las deportivas.
—De compras en lo más exclusivo de la ciudad —dijo con ironía.
La miró de arriba abajo.
—¡Le dijiste a Martín que volverías en una hora!
—Cambié de opinión.
—Esto no es Collings Cove, Paula. Esta es una gran ciudad. ¿Quieres que tu padre se tenga que preocupar de ti, que tenga miedo de que te hayan raptado o matado?
—Pedro —dijo ella furiosa—, estás haciendo lo mismo que me hace él. No te atrevas a intentar controlar mi vida. Tengo veintisiete años y estoy acostumbrada a vivir por mi cuenta, así que cálmate y déjame en paz.
—No me gusta que me digan cómo tengo que actuar —dijo él con rabia.
—A mí tampoco —le dijo ella en un tono amenazante—. No sé por qué será, pero me da la impresión de que eras tú el que estaba preocupado.
Pedro se tensó.
—Creo que te sobrestimas.
Paula odiaba aquel tono de superioridad.
—Perdóname, después de todo, no soy más que tu prometida.
—¡Y la mujer más desesperante que conozco! —dijo Pedro, se aproximó a ella y la besó en los labios—. Sabes a sal y esos pantalones deberían de estar prohibidos.
Paula pensó que debía de ser él, todo él, lo que estuviera prohibido.
—Necesito darme una ducha antes de cenar.
Sin esperar respuesta, entró en la casa. Subió las escaleras y se detuvo ante la puerta de su padre. Llamó y esperó a oír la cansina voz de su padre. Al entrar lo encontró sentado junto a la ventana con una revista abierta sobre el regazo.
—¡Pau! -dijo el anciano.
—Quería saber cómo te encontrabas —lo besó en la mejilla.
La miró de arriba abajo con disgusto.
—No me gusta que corras por las calles de Washington —dijo él.
—Solo he estado en el centro. Allí no hay ningún peligro.
—Me alegro de verdad de que vayas a casarte con Pedro. Te mantendrá a raya.
Paula no pudo evitar un sentimiento de desesperación.
—No creo que ese sea el propósito del matrimonio.
—No has cambiado nada, Pau. Estás en una gran ciudad y es peligrosa.
Ella se entristeció.
—Sí, sí he cambiado, padre. Hace cinco años ni siquiera habría estado aquí contigo. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas.
Miguel se quedó sin palabras.
—Bueno, supongo que tienes algo de razón —se quedó en silencio—. Quiero que sepas que durante el tiempo que me queda hasta el gran día voy a estar descansando en mi habitación, para prepararme.
—¿Te encuentras peor?
—No quiero entrar en detalles. Pedro pasará tres días en Nueva York y yo aprovecharé para comer y cenar aquí.
Paula no sabía nada de aquello, pero la noticia hizo que sintiera una extraña mezcla de alivio y tristeza. Ya en su habitación, se duchó y se vistió para bajar a cenar. Para cuando llegó al comedor, Pedro y su padre ya estaban allí. Al entrar, tuvo la sensación de que estaban hablando de algo que no querían que ella escuchara.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó ella sin reparos.
Miguel respondió.
—Estábamos hablando sobre la boda.
Paula se dió cuenta de que estaba mintiendo. El anciano continuó.
—Le preguntaba a Pedro dónde vais a pasar la luna de miel.
Pedro intervino.
—Le he dicho que todavía no lo habíamos hablado.
Paula se preocupó. Trató de controlarse, pero su nerviosismo era patente.
—No va a haber luna de miel —dijo Paula—. Quiero estar contigo, padre.
—Pues yo quiero que estén fuera al menos tres o cuatro días —dijo Miguel.
—Tengo un crucero de lujo en el Caribe —dijo Pedro—. También podríamos viajar a París.
«Sabes perfectamente lo que me gustaría hacer», pensó Paula. «Me gustaría tirarte un plato a la cabeza».
—Pero hace mucho que no estás en tus oficinas de Nueva York y puede que se requiera tu presencia allí.
—No te lo había dicho, pero mañana voy para allá, así que no será un problema.
Paula sintió que no tenía escapatoria.
—En ese caso, me gustaría ir a Vermont.
Pedro la miró sorprendido.
—¿Quién te ha hablado de Vermont?
—Tu hermana Luciana. Me dijo que era un lugar precioso.
Pedro no podía ocultar su turbación. Por fin, se repuso y le siguió el juego.
—Bien, iremos a Vermont —le aseguró.
Acababa de obligarlo a hacer algo que no quería y eso hacía que se sintiera satisfecha. Pero, al mismo tiempo, acababa de firmar su sentencia de muerte. Tendría que pasar tres días a solas con él en mitad del bosque. ¿Por qué había tenido que abrir la boca?
—Volveremos el martes, padre, y no quiero discusiones.
—Muy bien —dijo Miguel.
Al menos estaría sola tres días y eso era un alivio. Tres días sin él y tres meses como su esposa. No importaba, podría con ello.
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