Un fin de semana salvaje. Se lo merecía, ¿No? Tenía treinta y un años y había vivido como una persona responsable durante demasiado tiempo. Un fin de semana no le haría daño. Después de todo, no estaba enamorada de Pedro. No iba a correr el riesgo de enamorarse de él otra vez. Pero Pedro Alfonso la mantenía prisionera de alguna forma. Si se acostaba con él, conseguiría quitarse de encima esa fascinación. Sí, eso era lo que iba a pasar, decidió, recordando el camisón que había comprado en Nueva York. Le gustaría. Estaba tan segura de eso como de las olas que golpeaban la playa.
A las siete y media del viernes, Pedro llegó al hotel. Era más tarde de lo que había previsto porque se detuvo en el aeropuerto para llamar a un conocido almacén de vidrio. L’Auberge de Jean-Pierre, con sus antigüedades. sus alfombras Aubusson y su servicio impecable, era uno de los mejores hoteles de Montreal.
—La señora está esperándole en el bar —le dijo el gerente—. Enseguida llevarán sus maletas arriba, moisieur.
Había una mujer con un vestido negro sentada frente a la barra. Sus piernas, envueltas en medias de seda negra, parecían interminables. Su pelo rojo brillaba como el fuego.
—Hola, Pau —sonrió, tomando su mano—. Termina tu copa y vamos a la habitación. Eso es lo que quieres, ¿No?
Paula se levantó. Parecía más alta de lo normal.
—Bonitos zapatos —dijo Pedro, señalando los zapatos de tacón negro mientras se dirigían al ascensor.
—De la tienda de decomisos —le confesó ella en voz baja.
—Será nuestro secreto. ¿Y ese vestido?
—Me lo hice yo. No tuve que comprar mucha tela.
El vestido, sin mangas, tenía un fabuloso escote en la espalda.
—¿Cien maneras de ahorrar dinero? —intentó sonreír Pedro, aunque tenía la boca seca.
—Podría escribir un libro. ¿Qué tal en California?
—Bien, pero está demasiado lejos —sonrió él, tomándola por la cintura y llevándola hacia la única suite del hotel, en el último piso.
—Las flores son preciosas. Gracias, Pedro... Ojala pudiera llevármelas a casa —le dijo cuando entraron en la habitación.
Había pedido que la suite estuviera llena de flores, rosas rojas para el salón y una orquídea blanca para el dormitorio.
—Esta vez, sí he traído protección. Ven aquí, Pau.
—Y yo he ido a ver al doctor McGillivray —anunció ella, nerviosa--. Ya hemos hecho esto antes. No sé por qué estoy tan nerviosa.
—Porque es importante.
—Es sólo un fin de semana. No vamos a casarnos.
Si eso no era un reto, Pedro no sabía qué podría serlo.
—Espera, vuelvo enseguida —dijo ella entonces, desapareciendo en el cuarto de baño.
Cuando volvió a aparecer, con un camisón de satén que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, Pedro tuvo que tragar saliva.
—No has comprado esto en Cranberry Cove.
—No, en Nueva York. ¿Te gusta?
Pedro acarició la delicada tela casi con reverencia. La luz del salón bañaba a Paula con una luz dorada.
—Bésame.
—No hay prisa —murmuró él, tumbándola sobre la cama, acariciando sus muslos por encima del camisón.
Paula levantaba las caderas, buscándolo, hasta que él empezó a acariciarla entre las piernas suavemente al principio, con un ritmo intenso después. Entonces se rompió, gritando de placer cuando la llevó al orgasmo.
—¿Cómo ha pasado eso? Soy yo quien debería seducirte.
Pedro dejó caer el pantalón al suelo.
—Y eso haces.
Paula se incorporó para quitarse el camisón; su piel brillaba como el marfil.
—Nunca ha habido una mujer más bella que tú —dijo Pedro con voz ronca, acariciando sus pechos. Podía sentir los latidos de su corazón bajo la mano y bajo los labios mientras rozaba sus pezones con la lengua.
—Ahora, Pedro. Ahora...
Él se quitó los calzoncillos de un tirón para colocarse sobre ella. Paula deslizó la mano hacia abajo y agarró su miembro, observando con primitivo placer cómo su rostro se convulsionaba. Sentía como si estuviera en medio de un arco iris. Y era Pedro Alfonso quien la llevaba allí. Nunca había deseado a nadie como lo deseaba a él. Nunca. Jadeando de deseo, arqueó las caderas para recibirlo.
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