—Sé lo que pasó hace trece años. Sé lo de la madre de Paula. ¿Usted cree que ella me quería entonces?
—Se acostó contigo, ¿No? Supongo que ésa es la prueba.
—Venga, doctor McGillivray...
—¿Sigues enamorado de ella?
—Si pudiera responder a eso, seguramente no estaría aquí.
El médico empezó a jugar con el estetoscopio.
—Te adoraba. Te ha querido desde que era una niña.
—¿Seguía queriéndome a los dieciocho años?
—¿Tú qué crees?
—No quiero parecer engreído, pero yo diría que sí. Sin embargo, ella dice que no estábamos enamorados de verdad, que éramos unos críos.
—Siento mucho haberle contado lo que le conté —suspiró el hombre—. Fue un error que, sin saberlo, cambió tu vida. Pero de todas formas habría vuelto a Cranberry Cove para cuidar de sus hermanos... y siendo como eres, tú habrías vuelto con ella. Te habría destrozado volver al pueblo. Nunca fue suficientemente grande para tí. Habrías acabado odiándola, a ella y a sus hermanos y quizá incluso a tu propio hijo.
—Benjamín apenas me dirige la palabra.
—Benja lleva buscándote toda la vida. Pero es testarudo como su abuelo y no va a admitir que te necesita.
—¿Quiere que me crea eso?
—Si no me crees, estás perdiendo tu tiempo y el mío.
—¿Cuándo va a dejar de ser médico de familia para dedicarse a la psicología? — bromeó Pedro.
—¿Crees que hay alguna diferencia? Mira, Pedro... A Paula le encantaría marcharse de aquí, pero no puede hacerlo por su hijo. O eso cree ella. ¿Por qué no lo piensas? Tú eres un chico listo. Si has ganado millones de dólares, supongo que podrás encontrar la forma de sacar a Paula y a Benja de Cranberry Cove. Bueno, y ahora vete... tengo cosas que hacer. Buena suerte.
Pedro, que podía aterrorizar al director de una multinacional con una sola mirada, salió de la casa, pensativo. ¿No le estaba aconsejando el doctor McGillivray que usara la cabeza, que se dejase de tonterías y pensara en una solución práctica? Pues eso iba a hacer. Fue a buscar a Paula a la tienda, pero Macarena le dijo que estaba en casa, de modo que allá fue. No estaba dispuesto a perder un solo segundo.
—Hola, Paula.
Ella estaba inclinada sobre su mesa de trabajo, con un martillo en la mano.
—¿Qué haces?
—Trabajar.
—Sigue, sigue. No quiero molestarte.
—Estás en tu casa.
—No te pongas sarcástica. ¿Para qué son esos clavos?
—Para sostener los paneles de vidrio —contestó ella, sin mirarlo—. Benja tiene entrenamiento a las cinco.
—Podríamos ir juntos. ¿Cómo está Leandro?
—Volviendo loco a todo el mundo. Por cierto, hoy me han preguntado tres veces cuándo me caso.
—¿Y tú que has dicho?
—Que no me lo habías pedido.
—¿Quieres casarte conmigo, Pau?
—No.
—¿Por qué?
—Porque tengo un hijo. ¿O se te había olvidado? Vivo en Cranberry Cove, donde Benja juega al hockey y va al colegio. No en Nueva York o en París.
—¿Te gustaría vivir en Nueva York?
Ella dejó el martillo y se quedó mirándolo.
—Te diré esto una sola vez: daría todo lo que tengo por vivir en Nueva York... o en cualquier otro sitio. Pero no será posible hasta que Benja cumpla los dieciocho años, así que es absurdo hablar de ello.
—¿Qué harías en Nueva York, por ejemplo?
—¿Lo dices en serio? Estudiar, ir a museos, a exposiciones, aprender técnicas de vidriera antigua, visitar a otros artistas, hablar con gente que entienda mi trabajo, arriesgarme, crecer.
Le temblaba la voz por la fuerza de sus sentimientos.
—Muchos niños viven en Nueva York y en París —dijo Pedro.
—Benja ha vivido aquí toda su vida. Sus amigos viven aquí, sus tíos, su equipo de hockey. No puedo arrancarlo de Cranberry Cove por egoísmo. Es que estoy tan cansada de esperar... Pero si le dices una palabra de esto a Benja, te cortaré en pedacitos y haré un mosaico.
De modo que el doctor McGillivray había tenido razón, pensó Pedro. Paula estaba desesperada por marcharse de Cranberry Cove y no podía hacerlo... por Benja. ¿Podría él hacer algo? Tenía la impresión de que sí.
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