Si no hubiera sido porque aquella misma tarde había firmado un contrato en el que se comprometía a casarse con un hombre que la fascinaba, la atraía y la aterraba, se lo habría pasado muy bien en su cena de despedida. Se había puesto un bonito vestido y había conseguido que todos se tomaran a broma el cardenal que le cubría parte de la cara. Su jefe hizo un hermoso discurso de despedida y todo el mundo parecía animado a divertirse.
Rodrigo también había ido a la cena y hacía diez minutos que había anunciado su intención de ir a visitarla a Washington. Eso significaba que, tarde o temprano, tendría que contarle lo de Pedro. No sabía cómo iba a hacerlo. Rodrigo y ella habían estado saliendo, hasta que un día, la había besado. Aquellos besos habían sido agradables, pero no habían despertado en ella nada de lo que esperaba. A pesar de la buena relación que había entre ellos, no había química, ni saltaban chispas cuando estaban juntos. Paula habría deseado que su amistad se hubiera convertido en algo más sólido, pero no lo había logrado. No habría podido acostarse con él, pues no había lo que tenía que haber.
Era la una de la mañana y Paula estaba muy cansada. Pero estaba claro que Rodrigo estaba dispuesto a esperar a que todo el mundo se marchara para decirle adiós en privado. Así fue. Después de despedirse de todo el mundo, se dirigió a Rodrigo.
—¿Te marchas ya?
Rodrigose puso de pie. No era tan alto como Pedro, su rostro era abierto y sincero, muy diferente al del que sería pronto su marido.
—Has comido con ese tipo otra vez —dijo Rodrigo en un tono de voz hostil—. El del barco que se hundió.
No había modo de guardar ningún secreto en Collings Cove. No obstante, su comentario, le daba la ocasión para sincerarse y contarle la historia.
—Sí. Tenía unos asuntos de negocios que discutir con él.
—¿Negocios, qué tipo de negocios?
El tono de voz no iba acorde con la forma habitual que Rodrigo tenía de hacer las cosas.
—Te conté que mi padre estaba enfermo, pero no te dije nada de su última voluntad. Quiere que me case antes de que él se muera.
—Yo me casaré contigo —dijo Rodrigo.
—No, Rodri. Ya hemos pasado por todo esto antes. Yo no quiero casarme, ni asentar la cabeza —dijo ella—. Solo quiero complacer a mi padre. Voy a casarme provisionalmente, un matrimonio falso que durará solo hasta que mi padre muera. Y la persona que he elegido es Pedro.
Rodrigo se quedó absolutamente perplejo.
—¿Te vas a casar con un hombre al que hace solo tres días que conoces?
Dicho así parecía realmente descabellado.
—Pedro no está enamorado de mí, tiene un ego descomunal y no es fácil hacerle daño. Es un aventurero como yo. Además, hemos firmado un contrato. Es un negocio, ni más ni menos, Rodri.
—Está claro por qué lo prefieres a mí —dijo Rodrigo con amargura.
Pedro tenía un carisma especial, era cierto.
—No es nada de eso.
—Creo que te has vuelto loca.
—Solo quiero hacer que los últimos meses de vida de mi padre sean como él quiere que sean.
—Pues estás cometiendo un gravísimo error. He visto a ese tipo y no es ningún corderito. Te va a causar problemas.— Paula intuía que tenía razón.
—Te has acostado con él? —le preguntó Rodrigo.
—No. En el contrato se ha estipulado que no habrá nada de sexo.
—¿Que no habrá sexo? Perdona, pero no me puedo creer que ese hombre te vaya a dejar en paz. Vamos, Pau, despierta a la realidad.
—¡Déjame en paz!
—No puedes mover a la gente como si fueran piezas de ajedrez —le dijo Rodrigo—. Eso no funciona. Agarra el contrato, rómpelo y vete con tu padre. Dile que no vas a casarte, pero que has dejado tu trabajo para estar con él el tiempo que le quede. Estoy seguro de que eso será mucho mejor.
—No conoces a mi padre —dijo ella con amargura.
—Estoy empezando a pensar que es a tí a quien no conozco — No lo hagas, Pau, no sigas adelante. Pedro Alfonso no es ningún corderito, es un lobo con dientes afilados.
No era el momento de recordar lo que su boca le hacía sentir.
—Puedo cuidar de mí misma —le dijo—. Rodri, tenía que contártelo antes o después, y prefería hacerlo cara a cara.
—No vas a cambiar de opinión, ¿Verdad?
Pedro no se lo permitiría. Con un extraño sentimiento de fatalidad, dijo:
—Es demasiado tarde para eso.
—Entonces te deseo suerte.
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