jueves, 12 de enero de 2017

Tiempo Después: Capítulo 45

Una semana después, el día antes de que Pedro llegase a Cranberry Cove para la boda, Paula se sentía inquieta. Llevaba en casa todo el día por culpa de la tormenta; según la radio, era la cola de un huracán.

Benja estaba en un cumpleaños y se quedaría a dormir en casa de su amigo Adrián, de modo que no podía hablar con nadie. Poniéndose un impermeable, Paula se calzó unas botas de agua. Iría hasta el acantilado. Quizá eso la calmaría un poco. Si fuera una mujer sensata, se quedaría en la cocina haciéndose un té. En la radio habían dicho que aquélla iba a ser la peor tormenta del año. Pero los excesos de la naturaleza siempre la habían fascinado. Cuando salió al jardín, la galerna casi la tiró al suelo. Pero prefería caminar luchando contra el viento y la lluvia. Al menos, sabía contra qué estaba luchando. Las olas saltaban como enormes sementales blancos, sus crines blancas moviéndose con el viento. El ruido era ensordecedor, emocionante. Si daba unos pasos más, casi podría ver Ghost Island. El agua del mar golpeaba su cara y cuando se pasó la lengua por los labios, notó que era salada, como las lágrimas, pensó, sintiendo un escalofrío. Pero no iba a pensar en Pedro. Había estado pensando en él todo el día, toda la semana. Ya estaba bien.

El frío la calaba hasta los huesos. Entonces, al borde del acantilado vió un ramito de flores. Un ramito frágil, medio destrozado por el viento. Sin pensar, se inclinó para arrancarlo y... sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Por un segundo pensó que era su imaginación. Así era como se había sentido durante esos días, desde que volvió de la casa de Los Hampton. Pero entonces se dió cuenta de que era real, que era un deslizamiento de tierra. Paula intentó agarrarse a algo, pero no encontraba nada e inexorablemente se deslizó por la pared del acantilado. Debajo de ella, el océano rugía con la fuerza de un monstruo. Benja, pensó. Benja... y Pedro. Pedro, a quien amaba.

Con un impacto que repercutió por todo su cuerpo, sus pies chocaron contra una roca. El barro estaba frío, helado, pegado a su cara. Pero había dejado de resbalar. Se agarró a la pared de barro como pudo, con las uñas, desesperadamente. Su corazón latía acelerado, estaba aterrada y luchaba contra el pánico con todo su ser. Entonces miró hacia abajo. Y tuvo que cerrar los ojos al ver el rugiente mar deseando tragársela. Sus botas habían chocado contra un saliente de granito, lo suficientemente grande como para sostenerla. Si no había otro deslizamiento, estaba a salvo. Pero, ¿Durante cuánto tiempo? Benja no iría a dormir a casa aquella noche. Pedro no llegaría hasta el día siguiente. No había razón para que sus hermanos fueran a visitarla... ¿Tenía fuerzas para aguantar ahí toda la noche? ¿Podría permanecer despierta para no caer al mar? Apoyó la cara en la pared. Pedro la ayudaría, pensó absurdamente. Porque la quería. Y, por supuesto, porque ella lo quería a él.

Nunca había dejado de quererlo. Había sido necesario un deslizamiento de tierra para que se diera cuenta. Lo intentó. Luchó contra ese amor, y, por fin, se convenció a sí misma de que lo había echado de su vida. De que ya no significaba nada para ella. Eso era lo que le había dicho y lo que ella misma creía. Pero estaba equivocada. Y ahora, aterrorizada de morir antes de decírselo, se dio cuenta de lo engañada que había estado. Su amor por Pedro era la corriente de su vida, el océano en el que nadaba, el viento que movía su alma. Tenía que decírselo. Tenía que hacerlo. No podría soportar que él siguiera creyendo que había destruido el amor que una vez compartieron. Tenía que sobrevivir, tenía que salir de allí para ver feliz a su hijo, para que Pedro, Benja y ella fueran una familia...

Pedro conducía por la carretera de Breakheart Hill, intentando que la cortina de agua no lo sacara del camino. «Bienvenido a casa», pensó, irónico. Había llegado un día antes de lo previsto, pensando que así se adelantaría a la tormenta, pero estaba equivocado. Era sábado y Paula y él se casarían el lunes. Al día siguiente, su madre y su padrastro llegarían a Cranberry Cove para la celebración. La celebración, pensó. No le parecía la palabra adecuada. Aunque su madre se mostró emocionada cuando le dió la noticia.

¿Olvidaría algún día la sonrisa de Benja cuando le dijeron que iban a casarse? Tenía que recordar eso. Porque desde aquel sábado en Los Hampton, Paula había estado a miles de kilómetros de él. Era evidente que lamentaba haber tomado esa decisión. ¿Estaba cometiendo el mayor error de su vida? ¿Forzar a Paula para que se casara con él era un riesgo que no debería asumir? Cuando llegó a su casa y llamó a la puerta, sólo le contestó el silencio. Pero su coche estaba en el garaje, de modo que debía andar cerca. Comprobó entonces que sehabía llevado el impermeable del perchero y también las botas de agua. Entonces tuvo una premoción. Asustado, marcó el número de Diego.

—Diego, soy Pedro. ¿Sabes dónde está tu hermana?

—¿No está en casa?

—No.

—Benja está pasando la noche en casa de su amigo Adrián y, que yo sepa, Pau no tenía planes de salir... Pero voy a hacer un par de llamadas.

Unos minutos después, mientras Pedro escuchaba el brutal sonido de la lluvia golpeando los cristales, sonó el teléfono.

—No la encuentro. Pero no creo que haya decidido dar un paseo por el acantilado.

—Voy a echar un vistazo, por si acaso. Si no te he llamado en media hora, ven a buscarme.

—De acuerdo.

Pedro  conocía bien el acantilado, pero la lluvia lo cegaba, el viento sacudiéndolo como si fuera un títere. Paula no podía haber salido a dar un paseo con aquel huracán, era imposible. Y, sin embargo, sintió un escalofrío, como un presentimiento... Entonces se dió cuenta de que el camino se rompía, el borde del acantilado convertido en un mar de fango. Se acercó, midiendo cada paso, con el corazón en un puño... Una mujer con un impermeable azul se agarraba a la pared, los pies sujetos a una roca. Debajo, las olas se lanzaban unas sobre otras, levantando una cascada de espuma. Intentó gritar su nombre, pero tenía un nudo en la garganta.

Entonces Paula levantó la cabeza, el rostro pálido. Aunque movía los labios, Pedro no podía entender lo que decía. Angustiado, buscó alguna forma de llegar hasta ella, pero no encontró ninguna. Si intentaba bajar por la pared del acantilado, corría el riesgo de provocar otro deslizamiento. Y aunque pudiera llegar, ¿Cómo iba a sacarla de allí? Tendría que dejarla y buscar ayuda. ¿Había tomado una decisión más difícil en toda su vida? Colocándose las manos en la boca como un altavoz, gritó:

—Voy a buscar ayuda. No te muevas... volveré enseguida. Paula, te quiero.

 ¿Le había sonreído? No estaba seguro. No podía soportar la idea de dejarla allí, pero tenía que actuar con rapidez. Diego tendría cuerdas, Gonzalo los ayudaría. Y Leandro, pensó, maldeciría su pierna rota. Corrió por el camino, tropezando, rezando con toda su alma. Cuando llegaba a la casa, vió a Diego saliendo del coche.

—¿Qué ha pasado?

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