—Está en la trastienda.
—Gracias —dijo Pedro.
Al verlo, Paula sonrió. Pero enseguida apartó la mirada.
—Estoy ocupada. No parecía ni agradecida ni apasionada. Desgraciadamente.
—No tanto como para no venir conmigo.
—¿Dónde? Tengo muchas cosas que hacer...
—No querrás que nos oigan discutir, ¿No? Mi coche está fuera y tengo todo lo necesario.
—Puede que eso te funcione en Nueva York. pero...
—¿Vas a venir o tendré que llevarte en brazos?
—¡No te rías de mí!
—Muy bien.
Pedro se la echó al hombro sin miramiento alguno y abrió la puerta. Habían entrado dos clientes en la tienda; afortunadamente, ninguna de ellas era Margarita.
—¡Déjame en el suelo!
—Es un mundo injusto y yo soy más fuerte que tú —dijo Pedro—. Hola, señora Mulligan. Adiós, Macarena. Gracias.
La campanita de la puerta sonó alegremente mientras salían, dejando a las tres mujeres boquiabiertas.
—No puedo dejar a Maca sola —protestó Paula.
—Sí puedes. Y Benja está jugando al hockey en St. Anthony, así que no hay ningún problema.
Cuando llegaron al coche la dejó en el suelo, pero la sujetó por la cintura, por si acaso.
—No salgas corriendo. Entra.
—¿Qué estás haciendo, secuestrarme?
—Eso es.
—No pienso acostarme contigo, Pedro Alfonso.
—Créeme, cuanto llegue el momento, no tendré que secuestrarte.
Paula lo fulminó con la mirada.
—Debo ser la mujer más tonta de Terranova. Te comportas como un Neandertal y a mí se me alteran las hormonas.
—Entra, Pau.
—¡No soy tu mascota! ¿Te das cuenta de que todo el pueblo sabrá de esta pequeña escapada nuestra?
—Entra.
Paula se mordió los labios.
—Muy bien. De acuerdo —suspiró, entrando en el coche.
—Hace un día precioso, ¿Verdad? —sonrió Pedro—. Lo he pedido especialmente para tí.
—Eres un grosero y un bruto.
—Pero soy sexy. Según tú.
Eso era verdad.
—Tengo que estar en casa a las cuatro... para atender a Lenadro.
—De eso nada, Leandro está en el hospital y Diego está con él.
—¿Todo el pueblo se ha confabulado contra mí?
—¿Te haría yo eso? —rió él, mientras conducía hasta el muelle.
Tomás Bank, uno de los socios de su padre en el negocio de la pesca, se acercó al coche.
—El Gertrude está preparado. No tengo que recordarte cómo manejarlo, ¿Verdad?
—Algunas cosas no se olvidan nunca, Tomás.
El sol brillaba sobre el agua y las olas golpeaban el casco del barco. Pedro respiró profundamente.
—Gasóleo, cebo podrido y agua salada... ¿Hay algo que huela mejor?
—No he salido a navegar en tres o cuatro años —dijo Paula.
—Eso lo arreglamos enseguida. Gracias, Tomás, volveremos alrededor de las cuatro.
—No hay prisa.
—En esta bolsa llevo ropa para tí. ¿Quieres ponértela, Pau?
Ella tomó la bolsa y desapareció en la cabina sin decir nada. Poco después salió, con unos pantalones cortos y una camisa de flores. Pedro sonrió. Navegar era una de sus aficiones. Y hacerlo con Paula Chaves lo llenaba de felicidad. ¿Cuándo se había sentido más libre?
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