—Me tengo que ir a trabajar —dijo Paula y se apresuró hacia el coche, seguida de Rodrigo. Al llegar junto al vehículo, éste la besó en la mejilla, demasiado cerca de la boca.
—Mañana te llamaré —le dijo.
Miró a Pedro y se despidió cortésmente antes de marcharse. En cuanto se alejó, él volvió al ataque.
—¿Por qué no te casas con él? Está perdidamente enamorado de tí.
—Porque no quiero casarme con nadie, por muy difícil que te resulte creerlo —le dijo.
—Yo puedo mejorar con mucho ese beso.
A Paula se le cayeron las llaves al suelo y se agachó rápidamente a recogerlas. Aquel hombre era imposible, y tremendamente atractivo también. Emanaba un magnetismo que la embriagaba, por mucho que quisiera negarlo. Abrió la puerta y se metió en el coche.
—Lo siento, pero no vas a tener la oportunidad de poder demostrármelo. Gracias por la cena. Y ya puedes borrarme de tu libro de deudas, no me debes nada.
La miró intensamente.
—Yo decidiré lo que te debo o no te debo, Paula.
¿Por qué era tan increíblemente atractivo? Arrancó el coche y lo miró con cierta ansiedad. No volvería a verlo.
—Adiós, Pedro. Le has dado a Micaela tema suficiente para una semana de cotilleo.
—Quizás debería volver para refrescarle la memoria.
Paula no quería que se quedara allí.
—Mejor no forzar más las cosas. Ya has excedido el tiempo límite de estancia en una ciudad tan pequeña. Es divertido solo si no se explota demasiado.
Él soltó una inesperada carcajada que lo hizo parecer aún más sexy. Paula metió la marcha atrás y salió de su estacionamiento. Se alejó de allí tan deprisa como pudo.
Pedro volvió al motel y desde allí llamó al aeropuerto. Había un vuelo a primera hora de la mañana. Se dirigió directamente al cajón del escritorio y sacó el semanal del periódico local. Había salido dos días después del accidente del Starspray. El periodista había hecho su trabajo. El artículo contaba con todo detalle quién era Pedro Alfonso: un empresario que poseía una gran flota de petroleros y barcos de carga. En definitiva, lo describía como alguien inmensamente rico. Seguramente, Paula habría leído aquel periódico y ya sabría quién era. Entonces, ¿Su negativa a aceptar el dinero sería auténtica o solo fingida? Era una mujer inteligente y ese era parte de su encanto. Tal vez, su actitud no fuera más que una estrategia. La cuestión era si él quería averiguar o no si lo era. Nunca jamás había tenido que ir detrás de una mujer. Y, menos aún, una mujer tan difícil como Paula. ¿Para qué molestarse con alguien a quien no iba a poder llevar a su terreno? Conocía a mujeres más guapas, en el sentido clásico, que ella y, desde luego, mucho más sofisticadas. No era su tipo. Entonces, ¿Por qué le intrigaban de aquel modo sus ojos? ¿Por qué lo tentaban de aquel modo sus labios suculentos y esos dos hoyuelos que se formaban en sus mejillas? Cuando se reía lo hacía de verdad, pero, al mismo tiempo, había una tristeza lejana en su mirada. Tenía que olvidarse de Paula Chaves, volver a Manhattan y comenzar a planear un nuevo reto en su vida. Ya no podía volver a viajar en el Starspray, pero sí podía poner en marcha aquella soñada expedición a los picos de los andes peruanos.
La brisa olía a resma. Paula se quitó la goma del pelo y dejó que el aire agitara su cabello. Una gaviota revoloteó por encima de su cabeza. Había superado su propio récord. Normalmente, tardaba una hora y cuarto en escalar Gun Hill, la pequeña montaña que había en Collings Cove. Pero aquella tarde lo había hecho en sesenta y cinco minutos. Todo porque no quería pensar en Pedro. Seguramente, se habría marchado aquella misma mañana. Se alegraba de volver a Washington. Era hora de un nuevo cambio. Tal vez, no lograra complacer a su padre en su deseo de que se casara, pero sí podría romper la rutina que se había establecido en la relación padre e hija. Se sentó sobre las rocas y sacó una manzana de la mochila. Mientras se la comía, oyó algo y se sobresaltó. Se levantó y trató de alejarse del lugar de donde venía el ruido. Su lógica le decía que era imposible que se tratara de un animal salvaje y, sin embargo, algo se acercaba. De pronto, vió a un hombre a unas pocas yardas. Pronto reconoció la familiar figura: era Pedro. No se había marchado aquella mañana. Su primera reacción fue de felicidad, la segunda de desconcierto e, incluso, temor. No tenía ganas de verse con él cara a cara, aun cuando, en el fondo, lo deseaba. Pero no había ningún lugar en el que esconderse, así es que no tuvo más remedio que permanecer inmóvil donde estaba.
—Buenas tardes, Pedro.
Se quedó inmóvil, paralizado. Paula se dió cuenta entonces de que no iba buscándola, de que ni siquiera sabía que estuviera allí. Alzó la cabeza y la miró sorprendido.
—Paula.
Su rostro inescrutable no decía nada sobre lo que estaba pensando. Lo miró de arriba abajo. Tenía un cuerpo único, unas piernas fuertes y musculosas, que invitaban a dejarse atrapar entre ellas.
—He subido aquí para estar sola.
—Yo también.
—Me marcho, entonces. Los de la mudanza vendrán mañana a primera hora de la mañana y...
Pedro se acercó a ella en dos zancadas, la tomó entre sus brazos y la besó.
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