martes, 3 de enero de 2017

Tiempo Después: Capítulo 29

—Vamos a la playa. Hay muchas moras por allí.

Pero cuando Pedro se inclinó para tomar la cesta, Paula se inclinó también. Sus manos se rozaron y eso fue suficiente. Con un gemido ronco, desesperado, cayó sobre ella y la besó en los labios. Los suaves pechos aplastados bajo su torso, los ojos brillantes. Igual que entonces. Pedro estaba ardiendo. Habría sido muy fácil perder el control, pero no quería hacerlo. Entonces se apoyó en un codo, mirándola como si la viera por primera vez.

—Cada vez que te veo, tu belleza me confunde.

 De repente, los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.

—Cuando me miras así, no puedo respirar —murmuró, tomando su cara entre las manos para besarlo, como había hecho aquella primera vez en la isla.

Pedro intentó contenerse, pero no era capaz. Empezó a acariciar sus pechos por encima de la camisa y Paula se arqueó hacia él, con los ojos oscurecidos de deseo. Y dejó escapar un gemido de placer cuando él apartó las braguitas para acariciarla entre las piernas. Era como si lo hubiera esperado, como si lo hubiera estado esperando desde siempre. Estaba húmeda y excitada como aquella vez. Pedro miró entonces la tormenta que había en sus ojos, sin dejar de acariciarla y, con hipnótica certeza, la llevó hasta el final. Jadeando y suya. Sólo suya.

—Te quiero dentro de mí. Ahora, Pedro...

Él estaba deseando sentirse aprisionado de la forma más primitiva, pero...

—No podemos —murmuró—. No llevo nada. Y seguro que tú tampoco.

—No, no llevo nada.

—No podemos arriesgarnos otra vez. Ese es un riesgo que no estoy dispuesto a asumir.


—Yo ni siquiera había pensado en eso... debo estar loca. ¿Qué tienes, Pedro Alfonso? Normalmente, soy sensata con estas cosas.

Él pasó del éxtasis a la realidad.

—¿Eres sensata con todos tus amantes?

—¿No los has visto, haciendo cola en la puerta de mi casa? —rió Paula—. Por favor, Pedro.

—¿De verdad has seguido sola todos estos años?

—Sí.

—¿Por qué? Y no hagas ninguna broma.

—Estoy demasiado frustrada como para hacer bromas. Mi vida sexual, o más bien mi falta de ella, es asunto mío. De modo que seguía guardando secretos.

—No he traído preservativos a propósito —dijo Pedro entonces—. Es demasiado pronto para eso. Sí, es verdad, con un solo beso nos ponemos como locos. ¿Y qué?

—Me siento halagada —bromeó Paula.

—Esta vez, creo que estoy haciendo lo mejor para los dos.

Ella se atusó el pelo, con dedos temblorosos.

—Ponte la camiseta, Pedro. Porque como soy una idiota, sigo deseando hacer el amor contigo.

—¿Es mi turno de sentirme halagado?

—Moras —dijo Paula entonces, decidida—. Venga, vamos a llenar una cesta antes de irnos.

De modo que bajaron a la playa y buscaron moras y frutos del bosque como cuando eran críos. Pero para Pedro la tarea era mecánica. Su cabeza estaba en otro sitio. Se alegró de llenar la cesta y volver al Gertrude. Estaba enfadado consigo mismo, con Paula, con la vida.

Cuando llegaron a tierra, la acompañó a casa, pero no aceptó la invitación de tomar un café. Había tenido suficientes emociones por un día, de modo que volvió al hotel y decidió ver una película en televisión. Paula nunca lo había querido de verdad y su hijo no lo soportaba. Para ser un hombre que tenía millones en el banco, no le iba muy bien.


El lunes a las dos de la tarde, Pedro llegó a la consulta del doctor McGillivray y vió a Paula alejándose por el camino rodeado de petunias. No lo había visto. Y no tenía que preguntar qué hacía ella allí. Durante 364 días al año, el doctor McGillivray era una tumba. Pero aquel día...

—Pedro —lo saludó el hombre, estrechando su mano—. ¿Esta visita es personal o profesional?

—Personal —contestó él, mirando una fotografía de su esposa—. Nunca ha querido a otra mujer, ¿Verdad?

—No. Y nunca lo haré.

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