Pero la situación había cambiado. Su vida estaba pendiente de un hilo. Paula quería mucho más. Ojalá pudiera ser como su hermano. En aquel momento, habría deseado tener un espíritu calmado, que le permitiera llevar una vida rutinaria y conservadora como la de Gonzalo.
—Te prometo que lo voy a intentar —dijo ella.
De pronto, Miguel bajó las defensas y la miró compungido.
—Me preocupas, Pau. Solo podré descansar en paz cuando te vea con un buen hombre que te pueda hacer felíz.
Paula no pudo más y se echó a llorar.
—¡No quiero que te mueras!
—Yo no puedo tener control sobre eso —miró al reloj—. ¿No tienes que irte al aeropuerto? Esa es otra cosa que no puedo entender, que pilotes tu propio avión. Me parece una osadía. Es realmente peligroso.
Celia se enfrentó a él.
—Si mi madre no se hubiera matado en un coche, ¿Me dirías eso?
—¡Eres una impertinente!
—¡Tenemos que hablar del pasado! ¡No podemos actuar como si mi madre no hubiera existido!
—Llamaré a Martín para que baje tus maletas.
Paula se levantó. Se sentía, otra vez, como una niña pequeña que estuviera decepcionando a su padre. Nunca le permitía hablar de su madre. Lo siguió hasta la puerta, donde la esperaba la limusina. Lo besó fríamente en la mejilla y se despidió de él. La radio sonó y Volvió al presente. Era un pescador que pedía información sobre los bancos de niebla. Trató de centrarse en su trabajo y de olvidarse del incidente. Pero no podía. Desde que aquel último encuentro con su padre, no había podido olvidar el dilema que se le había planteado. ¿Iba a tener que decir que no a ese último deseo de su padre? Eso significaría cerrar la única puerta que podría acercarla a él en sus últimos momentos, una cercanía que ansiaba con todo su corazón.
Se levantó y miró el reloj. Eran las seis y media. Se lavó la cara y se hizo de nuevo la trenza. Se pintó los labios y se puso un par de pendientes que encontró en el fondo del bolso. Quizás Pedro Alfonso no apareciera por allí. Pero a las siete en punto, el jeep estaba aparcado exactamente en el mismo lugar que la noche anterior. Treinta segundos más tarde. Walter, el guardacostas que tenía el turno siguiente, también llegaba a su puesto. A las siete y cinco, salió de la oficina, y se encontró con Ariel, un joven capitán a quien no le había pasado desapercibida la belleza de la guarda costas. Seguro que se había pasado por allí para decir adiós. Y un adiós se dirían. Sonrió al capitán.
—Buenos días —le dijo en español.
Desde la puerta, vió que bajaban dos personas. Pedro se tensó. Era un capitán, elegantemente vestido, que escuchaba a una mujer. La mujer era muy hermosa. Era joven, tenía el pelo caoba y, a pesar de la ropa amplia que llevaba, se notaba que tenía un bonito cuerpo. Hablaba animadamente con su compañero. Se dió cuenta de que no lo habían visto y se apartó de su vista. Llegaron al final de la escalera. Se detuvieron allí. El hombre le tomó la mano y se la besó. La mujer dijo algo y él se rió. Luego se abrazaron. El hombre no tenía ninguna prisa por soltarla.Finalmente, se apartaron el uno del otro. Se despidieron y él se alejó por el pasillo. Durante unos segundos la mujer se quedó mirándolo. Así que Paula Chaves tenía un amante. Porque estaba seguro de que era ella. O quizás el atractivo capitán fuera su esposo. Una pareja lógica para una guardacostas. Lo que no era lógico era el sentimiento de posesión que sentía hacia aquella extraña. Igualmente ilógico que el que no hubiera podido borrar el sonido de su voz desde que lo oyera aquel día por la radio, cuando envió la llamada de socorro. Su respuesta había sido calmada y segura, el timbre de su voz claro y limpio, reconfortante.
Después del accidente, Pedro había tenido que pasar dos días en el hospital de St. John’s. El tercer día lo había dedicado a ciertos asuntos de negocios y a averiguar quién había sido la persona que tan eficientemente había atendido su llamada de socorro. Una mujer había sido, en parte, la que le había salvado la vida. Odiaba la idea de deberle nada a una mujer. Y esa mujer estaba allí, y era hermosa, con un cabello rojo que se movía y brillaba como el fuego, y unos ojos oscuros, grandes y suaves como el terciopelo. Sus pómulos pronunciados y sus labios sugerentes eran también parte de su encanto. Pero, además, había algo más, algo en su expresión que resultaba vital y enérgico. Se aproximó a ella.
—¿Es usted Paula Chaves? Yo soy Pedro Alfonso.
Paula le ofreció la mano, pero algo en él la cohibía. Era como una oscura y amenazante figura.
—Sí, soy Paula Chaves. ¿Cómo está, señor Alfonso?
—Llámeme Pedro, por favor —dijo él—. ¿Por qué no desayunamos juntos? Hay un restaurante de camino hacia aquí.
Paula tuvo la sensación de que la sugerencia era más bien una orden. Aquel hombre era pura dinamita, lo notaba. Medía casi un metro noventa. Era moreno, con unos ojos profundos de mirada intensa y el rostro bronceado y anguloso. Respecto a su cuerpo, prefería no pensar en eso. Era demasiado pronto por la mañana para tanta emoción.
—No, no puedo. Vuelvo estar de guardia esta noche. Tengo que irme a dormir.
—Entonces, podremos quedar a cenar esta noche.
—¿No podemos decir lo que haya que decir ahora?
—Preferiría que no.
—Entonces, quizás no haya nada que decir.
—Hablaremos esta noche en el grili de Seaview... No, mejor en el Ritz.
—¡No me dé órdenes!
—No me he dado cuenta de estar dando órdenes.
—¿Qué pasa si digo que no, que tengo una cita con mi prometido?
—¿El hombre con el que bajaba las escaleras es su prometido?
—No creo que haya venido hasta aquí para hablar de mi vida amorosa.
—He venido a darle las gracias por salvarme la vida.
—Pues no parece en absoluto agradecido.
Él obvió su comentario.
—¿Tiene novio?
—No. Pero tampoco es asunto suyo.
—¿Marido o amante?
Paula lo miró perpleja.
—¿Qué es esto? Llevo despierta toda la noche y le aseguro que no necesito nada de esto. Me alegro de que su amigo Diego y usted se salvaran. Lo siento por el barco. Adiós.
El hombre pareció consternado. Ella lo observó unos instantes.
—Amaba mucho ese barco, ¿No es así?
—Eso no es asunto suyo —respondió él.
—No entiendo por qué me quiere llevar a cenar —dijo molesta.
Se dió la vuelta y se dispuso a marcharse.
Él la agarró del codo.
—La recogeré a las cinco.
—No sabe dónde vivo.
—Puedo seguirla hasta casa.
Paula cada vez estaba más sorprendida.
—¿Se da cuenta de que estamos rodeados de cámaras y que basta con que haga un movimiento un poco violento para que tenga a un guarda a su cuello en cuestión de segundos?
—Razón de más para que se comporte.
—Querrá decir, para que haga lo que usted quiera que haga.
—Exacto.
Paula sabía que no tenía más que hacerle un signo a la cámara para que aquel extraño encuentro acabara. Pero le gustaba el riesgo, siempre le había gustado.
—Nos veremos a las cinco en el Seaview —dijo ella—. Solo podré estar allí hasta las siete menos veinte. Si me sigue a casa, no hay trato.
—No la seguiré —dijo él con un tono peligroso—. Que duerma bien, Paula Chaves.
Se dió media vuelta y se alejó. Paula se quedó inmóvil en el sitio, viendo cómo se montaba en su vehículo y se alejaba. ¿Qué la había incitado a aceptar aquella invitación? Realmente, estaba loca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario