martes, 1 de agosto de 2017

Una Esperanza: Capítulo 29

—Estás muy elegante para una visita al hospital —señaló Juan.

—¿Eso piensas?

—Sí —confirmó el tío y entrecerró los ojos—. ¿Cuál es con exactitud tu relación con el señor Alfonso?

—¿Relación? —preguntó Paula—. Sólo somos buenos amigos.

—Sólo buenos amigos —repitió su tío, despacio—. No me convence ese comentario, querida. Recuerda que soy responsable de tu bienestar. Espero que comprendas que Pedro Alfonso es un hombre mayor.

—Sí, y yo soy una mujer adulta —declaró Paula.

Su tío la miró sorprendido durante un segundo.

—Eso veo...

—Debo irme, tío, o llegaré tarde. Adiós.


Paula se alejó con orgullo. Comprendía la preocupación de Juan, puesto que Pedro era mayor que los jóvenes con los que acostumbraba salir, pero después de todo, ella cumpliría pronto los veintiún años, y era su vida. Sabía que lo amaba, y que no era un enamoramiento juvenil, como sucedió con Pablo. Por supuesto, no sabía lo que sucedería, ya que eso dependía de él. Nada le impediría hacer todo lo posible por impresionarlo como toda una mujer, y no como una chiquilla adolescente.


El timbre, que indicaba que comenzaba la hora de visita, sonó cuando Paula subía por la escalera del hospital, por lo tanto, no llegó tarde. Se detuvo en la tienda del vestíbulo, donde los visitantes podían comprar regalos a los pacientes. Compró una caja de jaleas de fruta, y subió al primer piso. Al acercarse a la habitación siete B su pulso se aceleró. No debió disminuir el paso al acercarse a la habitación de Pedro, pues de haber entrado sin dudarlo, no hubiera vivido tan penosa experiencia. Se detuvo para recuperar el aliento y calmar los nervios, y en ese momento por la puerta abierta se escuchó la voz de una mujer.

—Pepe, no puedo decirte lo mucho que significa para mí verte tan... sano y bien... y pensar que puedes ver de nuevo. Apenas si puedo creerlo.

—¿En realidad, Virginia? —preguntó Pedro.  Paula contuvo la respiración al escuchar el nombre—. Perdona si te digo que tus buenos deseos llegan un poco tarde.

—Oh, Pedro... Pedro... No seas así. No tienes idea de lo que he pasado... La agonía... la culpa. Fue un infierno.

—Para mí no fue una fiesta tampoco.

—Lo sé, lo sé. No tienes idea de lo mucho que lamento la manera como reaccioné. Si hubiera sido más fuerte... pero cuando te ví, después del accidente, tan quieto, con el rostro cubierto de sangre... Al principio pensé que estabas muerto... Durante horas y horas permanecí en la sala de urgencias del hospital a tu lado. No te dejé ni un minuto. Estuviste inconsciente la mayor parte del tiempo, aunque de vez en cuando despertabas, como en un delirio. Lo único que decías una y otra vez, era: "No puedo ver, no puedo ver". Eso me destrozó, Pepe... Virginia hizo una pausa. Al volver a hablar, su voz sonó amable y muy sincera. —No pude soportarlo, Pepe. Verte acostado allí, herido. El médico dijo que estabas ciego. Nadie me dijo que existía la posibilidad de que recuperaras la vista. Supongo... que no tuvieron el tiempo suficiente para hacerte los exámenes apropiados, para traer a los especialistas...

Virginia dejó de hablar, y cuando volvió a hacerlo, su voz tenía un tono desesperado.

—Intenta... por favor... intenta ver las cosas desde mi punto de vista. Me sentía responsable. Yo... tomé un par de vodkas antes de ir a recogerte esa noche. Pensé que me odiarías por causar tu ceguera. Al saber lo que el arte significa para ti, no pude imaginar que nuestra relación duraría. Cada vez que te sintieras frustrado por no poder hacer las cosas que deseabas, me culparías.

—Virginia, yo...

—¡No, espera! Déjame terminar. Tengo que decirlo todo, hacerte comprender. Yo... sufrí una crisis nerviosa. Papá me envió a una casa de reposo en el extranjero. Estuve allí durante meses, hace poco que regresé a casa. Nunca dudes que te amé, Pepe. Te amé, todavía te amo. .Aunque no quieras volver a verme.

Paula se llevó la mano a la boca para ahogar el sollozo. Se apoyó en la pared, con la respiración entrecortada. Deseó con todo el corazón no haber escuchado las palabras que Virginia pronunció, ni la verdad innegable que contenía cada palabra. Dijo que amaba a Pedro, y lo peor era que ella le creyó. Su reacción de dejarlo fue debido a la crisis emocional, no a la crueldad que imaginara. Si como sospechaba, él todavía quería a esa mujer, no pasaría mucho tiempo antes que entrara de nuevo en su vida.

No soportó quedarse en ese lugar un momento más. Se apartó de la pared y caminó aprisa por el corredor, con la caja de dulces oprimida contra el pecho. Bajó la escalera, caminó por otro pasillo, pasó junto a la tienda y llegó al vestíbulo. Al cruzar la puerta principal, una mano grande la detuvo.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Matías. Sorprendida, miró el rostro enfadado—. ¿Son para Pepe? —señaló la caja de dulces.  Paula tragó saliva y asintió—. ¡Hmm! No me lo digas. Viste a la querida Virginia y huíste. ¿Me equivoco?

Paula fijó la mirada en el suelo del vestíbulo.

—Algo así.

—¡No dejes a ese pobre hombre en las garras de esa maldita mujer!

—¿Qué esperas que haga? Ella lo ama, y es probable que él todavía la ame.

 —¡Tonterías!

—¡Oh, Matías, estás predispuesto!

Matías apretó los dientes antes de responder.

—Tal vez —murmuró—, mas puedo reconocer a una persona sincera cuando la veo. ¡Esa Virginia es en definitiva un fraude!

—Cree lo que gustes, Matías—indicó Paula y suspiró.

—¡Por supuesto que lo haré! Debiste estar presente cuando ella entró en la habitación hace unos minutos. Me miró como si yo fuera algo que saliera arrastrándose de debajo de una piedra, sólo porque estoy vestido así —señaló sus pantaloncillos y camiseta—. Es una presumida —habló con fiereza—. Me hizo salir como si fuera un sirviente. Dijo que quería una charla privada con Pepe. Permite que te diga algo, Paula. Le costará mucho trabajo convencerlo de que en verdad lo ama... Noté la furia que expresaron esos ojos recién operados cuando entró en la habitación. Nuestro Pedro es mucho menos confiado que hace un año, puedo asegurártelo.

—Créeme, Matías, ella iba muy bien cuando me alejé —colocó la caja de dulces en sus manos—. Toma, dáselos a Pedro, y no le digas que yo los compré.

—Él te espera —indicó Matías.

—Estoy segura de que puedes inventar alguna excusa. Dile que me enfermé, o algo.

—Oh, jovencita, estás cometiendo un gran error.

—Matías—suspiró—, he cometido un error tras otro desde que conocí a ese hombre.

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