jueves, 31 de agosto de 2017

Guerra De Amor: Capítulo 28

—No importa —repuso ella.

Se sentía como una estúpida. Estaba casi desnuda y era totalmente vulnerable a aquel hombre. No quería darle más motivos que pudiera utilizar contra ella. Él inclinó la cabeza y la besó. Fue uno de sus largos y apasionados besos que la hizo olvidarse incluso de respirar. Paula colocó las piernas alrededor de las caderas de Pedro y deseó poder hacer lo mismo con los brazos. Lo abrazó con fuerza, pero todavía lo deseaba más próximo. Necesitaba hacer desaparecer las prendas que los separaban. Sólo entonces sería feliz y se sentiría completa. Pudo sentir la firme erección de él contra su cuerpo. Se sentía húmeda, lista para él. Pero él no hacía nada por acelerar el momento de pasión.

—¿Por qué estás haciendo todo esto?

Ella cerró los ojos. Él no estaba dispuesto a dejarse llevar.

 —Porque has tenido muchas amantes y no quiero perderme en ese océano.

Pedro maldijo en voz baja, pero con tal intensidad que ella sintió miedo. Soltó sus muñecas y tomó el rostro de Paula entre las manos.

—Tú nunca podrías ser parte del océano. Eres la mujer que más me ha impresionado.

Sus palabras le hicieron desear poseerla en cuerpo y alma. La sensual atmósfera que Paula había tratado de crear se había esfumado. Había comprendido demasiado tarde lo que ella pretendía y eso le hacía desear tomarla entre sus brazos y prometer protegerla. Un juramento como los de los caballeros de esos cuentos de hadas con los que ella tanto soñaba. Pero sabía que el celibato no tenía cabida en ninguno de los votos de un caballero. Esa noche, tenía que mostrarle sin dejar duda alguna lo que ella significaba para él. Descansaba las manos sobre su pecho y jugueteaba con el vello masculino. Pedro sentía continuos estremecimientos en su espalda y cerró los ojos tratando de mantener el control.

—¿Acaso te he hecho cambiar de opinión y quieres irte a tu casa?

Él se frotó contra ella, haciéndola sentir su erección.

—¿Responde esto a tu pregunta?

—Entonces, ¿Qué estás esperando?

 Él le quitó la prenda que cubría su pecho y se echó hacia atrás para observarla. Ya le parecía una mujer preciosa y su forma física sólo completaba la obra maestra que ya era Paula. Su piel tenía un tono aceitunado y sus pechos eran generosos aunque no muy grandes y estaban coronados con aquellos pezones rosados tan tentadores. Suspiernas eran largas y suaves. Alargó una mano y acarició su pierna izquierda. Llevaba las uñas de los pies pintadas de un color rojo intenso y un anillo en uno de los dedos. Tomó su pie y acarició el anillo.

—¿Por qué llevas esto?

—Acabo de cumplir treinta años y me pareció apropiado.

Deseaba cubrirla de joyas, distinguirla de las demás como suya y que otros hombres supieran que no estaba disponible. Pero era demasiado pronto para pensar en eso. Y él no era un hombre posesivo. Subió su mano hasta el muslo y se detuvo. Podía oler su excitación y eso lo volvía loco. Estaba listo para ella. Separó sus muslos y hundió la cabeza entre ellos para saborearla. Ella dejó escapar un gemido y agarró con fuerza su cabeza mientras levantaba las caderas hacia su boca. Él la saboreó. Estaba caliente y excitada. Le retiró las manos de la cabeza y le hizo colocarlas sobre sus senos, haciendo que ella misma se los acariciara mientras él continuaba disfrutando de su entrepierna.

Paula  se retorcía en la cama, acariciándose los pechos ya sin la dirección de las manos de Pedro. Él deslizó la mano hasta sus glúteos y la levantó, haciendo que su cuerpo se abriera aún más a la curiosidad de su lengua. Ella se estremeció y clavó las uñas en la espalda de Pedro. A continuación le bajó los pantalones e hizo lo mismo con los calzoncillos. Ese movimiento hizo que su cuerpo se ondulara contra el suyo y fue el último antes de dar rienda suelta a su pasión. Él se colocó sobre ella y la penetró. Paula estaba caliente y húmeda. De pronto, se dió cuenta de que se había olvidado de ponerse un preservativo y se retiró. No llevaba ninguno esa noche y eso era extraño en él.

—¿Qué ocurre? —preguntó Paula.

Sus ojos brillaban y todo su cuerpo ardía en deseo. Levantó las caderas buscando encontrarse con su miembro erecto. El gruñó.

—No llevo protección —dijo él.

Apenas podía pensar, mucho menos articular palabra.

—Tomo la pildora —dijo ella acariciando la longitud de su miembro.

Paula lo condujo hacia su entrepierna y él se hundió de nuevo en su interior. Era como volver a casa. No podía seguir pensando, sólo podía prestar atención a los gemidos que dejaba escapar en su camino al orgasmo. Ella lo rodeó con las piernas y levantó las caderas para que él la penetrara más profundamente. Entonces, mientras Pedro llegaba al orgasmo, pronunció su nombre. Luego, él se quedó tumbado sobre ella, descansando la cabeza sobre sus pechos, mientras ambos volvían a la realidad.

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