martes, 1 de agosto de 2017

Una Esperanza: Capítulo 31

Era probable que Pedro coqueteara con ella poco antes. Quizá al ver de nuevo a Virginia comprendió que ya no la amaba. Era posible que Matías tuviera razón, y que ahora que él vió que no era una chiquilla, quisiera algo más que sólo amistad. Todavía consideraba las posibilidades, cuando el tío Juan entró en la cocina, después de las nueve.

—¿Escuché el teléfono hace poco? —preguntó y bostezó—. ¿Era para mí?

—No —respondió Paula y mordió su labio. Se sentía nerviosa por la reacción de su tío ante la amistad con Pedro—. Era Pedro, para avisarme que mañana sale del hospital. Me pidió que lo acompañara a comprarse ropa.

—Y supongo que irás  —Juan la miró con fijeza.

—Por supuesto —manifestó Paula—. ¿Por qué no?

Antes de responder, el tío encogió los hombros.

—Buscas problemas al salir con un hombre de esa edad.

—Pedro es un hombre decente —aseguró Paula y levantó la barbilla.

 —¡Pero no deja de ser hombre! —señaló su tío—. Supongo que lo invitarás a tu fiesta de cumpleaños.

Llegaría a la mayoría de edad el sábado de la siguiente semana, y aunque sus padres prometieron una gran celebración cuando fuera a casa, durante la Pascua, el tío Juan insistió en darle una fiesta el día de su cumpleaños.

—Me... gustaría invitarlo —admitió Paula.

La expresión de su tío demostró resignación.

—Muy bien. Siempre he opinado que cuando una persona joven llega a los veintiún años de edad, es hora de que asuma toda la responsabilidad de su vida. Nada más recuerda que eso también significa que tienes que aceptar todas las consecuencias de tus acciones.




Paula inclinó la cabeza hacia un lado, y estudió la imagen de Pedro, reflejada en el gran espejo de la pared. Eso le parecía más seguro que mirarlo en persona.

—Sí, te queda bien —opinó.

Pedro estaba muy guapo, y la dejaba sin aliento con la ropa casual que ella le escogió. Una playera tejida de color café, que se pegaba a sus músculos, unos pantalones blancos, y zapatos de lona. El vendedor que los atendía se acercó con una chaqueta en las manos.

—Esta hace juego con los pantalones —comentó él vendedor, y la colocó sobre los hombros de Pedro. Le quedaba muy bien,  al igual que la otra ropa que ya se había probado. La pila de ropa incluía un traje de color café oscuro, casual; diferentes piezas de ropa que coordinaban entre sí; una chaqueta de piel en color camello; zapatos, camisas, calcetines, y ninguna corbata. Pedro se negó a usar esa prenda inútil—. A su marido le queda bien todo, señora.

—Oh, pero... —empezó a decir Paula, sonrojada. —¿Te gusta esta chaqueta, querida? —interrumpió Pedro, y levantó un momento sus anteojos oscuros para guiñarle el ojo.

Paula  intentó no demostrar su sorpresa. Desde el momento en que se encontraron en el hospital, Pedro la trató de forma amistosa, y parecía indicar que quería que eso se convirtiera en algo más. Sin embargo, los anteojos oscuros evitaban el contacto visual que empleaban un hombre y una mujer para pasarse esa clase de mensajes. Ahora, de pronto, él esperaba que tomara parte en una broma que implicaba una intimidad familiar entre ellos. Su sorpresa no duró demasiado al comprender que era sólo otra forma de bromear de Pedro. Le gustaba hacerlo, y colocarla en situaciones como esa. Irritada, decidió darle una lección.

—Oh, no lo sé, querido —respondió Paula, al tiempo que colocaba un dedo en la barbilla—. Es muy bonita, pero... ¿no gastamos ya demasiado? El recibo del teléfono llegó ayer y tengo que confesar que tendremos que pagar más de lo habitual. Supongo que no debí llamar a mamá al Brasil con tanta frecuencia durante el último mes. Sin embargo, me pregunté, ¿qué tan a menudo explora una madre el Amazonas? Podría no regresar —miró al sorprendido vendedor—. ¿Qué cosa puede valer más que una madre?

Pedro se acercó y colocó una mano firme en el codo de Paula.

—No te preocupes, querida —habló con los dientes apretados—. Tengo suficiente dinero para pagar el recibo del teléfono y la ropa. ¡Nos llevaremos todo! —informó al empleado, quien permanecía de pie con la boca abierta. Hugh todavía sacudía la cabeza al estacionar el Rover gris frente a su casa en Mosman—. Es la última vez que te llevo de compras —fingió enfado, y en seguida rió.

Paula también rió, pues resultó divertido, después del pique inicial.

—¿Viste la expresión de su rostro?

—Por supuesto —respondió Pedro—. Me miró con compasión, puedo asegurártelo. En realidad, no le importó, pues fui un buen cliente.

—Gastaste mucho, Pedro—comentó Paula, y frunció un poco el ceño.

—Puedo hacerlo. Esta mañana llamé a mi contador, y parece que mi modesta herencia ha mantenido el paso de la inflación. Ese hombre es un genio para las inversiones. Además, no he gastado mucho en ropa en años. Vamos a dejar los paquetes por el momento y a entrar. Creo que merecemos un poco de café. No sólo eso, también tengo algo que mostrarte.

—¿Es otra versión de "ven y te mostraré mis grabados"? —inquirió Paula.

Pedro volvió despacio la cara hacia ella, y Paula contuvo la respiración.

—¿Y si fuera así? —preguntó Pedro.

Paula sólo era consciente de los locos latidos de su corazón y del hecho de que detrás de esos anteojos, los ojos de Pedro le recorrían el cuerpo. Vestía el mismo traje amarillo limón que usara la otra noche, y el material tejido se pegaba a su piel.

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