sábado, 5 de agosto de 2017

Una Esperanza: Capítulo 35

—No —respondió Paula, no fingió cortesía. Detestaba a ese hombre.

—Imagino que él no sabe nada acerca de nosotros.

—No.

—Vaya... —Pablo rió—. ¿Todavía no me perdonas?

Paula lo miró, y pensó que era muy atrevido. Comprendió que en el mundo sofisticado de Pablo no existía la sensatez. Lo único que podía hacerse para protegerse de todos los Pablo que había en esta vida, era no permitirse enamorarse de ellos.

—¿Perdonarte, Pablo? —sonrió sin ganas—. ¡Te estoy agradecida!

—¿Agradecida? —parecía divertido.

 —¡Por evitarme el privilegio de ser tu trofeo número noventa y nueve!

Pablo volvió a reír.

—Me sobreestimas, Pau.

—Lo dudo, Pablo—mantuvo un tono de voz ligero—. Siempre esperaré lo peor de tí, y estoy segura de que nunca me desilusionarás.

—Oh, Pau, eres un encanto —volvió a reír. Con un dedo trazó la línea del escote del vestido de April, y ella se apartó con ira—. ¿Tienes idea de lo tentadora que eras? Todavía lo eres... Dime, si no soy yo, ¿Quién es el hombre con suerte para quien te pusiste este vestido?

—¿Tiene que ser por alguien?

La sonrisa conocedora de Pablo dijo todo lo que pensaba.

—¿Todavía están de pie aquí? —preguntó Juan al regresar—. Pasa a Pablo, te prepararé una bebida. ¿Por qué no abres el regalo de Pablo, Pau?

Entraron juntos en la sala, y Pablo la llevó hacia el enorme sofá semicircular que dominaba la habitación. Con un suspiro resignado, Paula colocó los claveles en la mesita y desenvolvió el regalo.

—¡Perfume! —exclamó Paula, y le sonrió con los dientes apretados.

Él le devolvió la sonrisa. Le hizo recordar a un vampiro, que quería aprovecharse de la debilidad de una joven.

—Me da mucho gusto que te agrade —comentó Pablo—. Mamá siempre dijo que si tenía duda, comprara perfume.

—¿Tienes mamá? —preguntó Paula con los dientes apretados.

—Traviesa, traviesa —indicó Pablo y sacudió un dedo ante ella—. Pensaba que al fin habías crecido, y descubro que te has vuelto muy tajante. Ese hombre tuyo debe tener la paciencia de Job...

—¿Te sirvo un whisky, Pablo? —preguntó Juan desde el bar.

 —Prefiero un ron, con cola.

—Pensé que toda la vida serías un bebedor de whisky —indicó Paula, al recordar cómo bebía el Jim Beam todo el tiempo.

—Y yo pensé —murmuró Pablo, y se inclinó hacia ella— que serías virgen por siempre.

Paula le dirigió una mirada aguda, e intentó evitar sonrojarse. Decidió que era mejor no responderle.

—Será mejor que lleve el perfume a mi habitación —logró decir Paula con voz casual.

Subió, y no volvió a bajar hasta que otros invitados llegaron. A las nueve,  estaba convencida de que Pedro no iría. Trató de no mirar hacia la puerta, en espera de escuchar el timbre. Se dedicó a hacer el papel de anfitriona. Sirvió bebidas, rió con las bromas, y evitó a Pablo, lo cual resultó difícil. Se sentía desesperada, y pensó que si Pedro no podía ir, lo menos que podía hacer era telefonear. La sala estaba llena, pues su tío invitó a mucha gente, que los sorprendió al presentarse. Estaban allí amistades de la universidad, vecinos, la gente con la que jugaba basketball durante el invierno, y algunas amistades de su tío.

 Las parejas empezaron a bailar en el vestíbulo, el estudio, y hasta en la cocina. Paula iba a la cocina, en busca de más papas fritas, y pasó junto a Pablo, quien se encontraba sentado solo en las escaleras, con una copa vacía en las manos. Al verla, con una mano le asió la muñeca y la sentó sobre sus piernas.

—Ven aquí, preciosa —dejó la copa y la abrazó por la cintura—. ¿Qué tal si vas a casa conmigo, después de la fiesta? Celebraremos tu mayoría de edad con estilo.

—¿Tomaste demasiado, Pablo? —intentó que la soltara.

En ese momento sonó el timbre de la puerta.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó Pablo y la abrazó con más fuerza.

—Llaman a la puerta —respondió Paula, y en vano intentó soltarse.

—¿Y? Alguien más abrirá —aseguró Pablo.

—Pero yo...

—¿Quieres calmarte, Pau? Actúas como un gato sobre un tejado caliente. No seas tan obvia.

—¿Obvia?

—Sí... obvia. Cuando... y si llega tu presa, trata de ser más sutil. No hay nada peor que una mujer que cae de rodillas para conseguir a un hombre.

—Y supongo que sabes mucho al respecto.

 —Seguro... —manifestó Pablo—. ¿Por qué piensas que me sentí atraído hacia tí al principio? A pesar de tu cuerpécito sensual, tenías una calidad intocable que resultaba desafiante.

—¡Oh, vamos, Pablo! Tú y yo sabemos muy bien por qué trataste de conquistarme. Te dejaron plantado, y no te agradó la idea de irte a la cama solo... y sucedió que yo estaba allí.

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