La cafetería estaba silenciosa a aquella hora de la madrugada. Unas cuantas personas entraronvestidas de uniforme. Probablemente eran empleados de una fábrica cercana. Dos de los hombres saludaron a Paula y ella les sonrió.
—Son oyentes habituales. Me prepararon una cita con su jefe, Nicolás Brigg. Van a hacerle participar en Un kilómetro de hombres.
—¿Todavía te ves con ese Nicolás? —preguntó él sintiendo unos celos irracionales.
—No, él quería una esposa tradicional y aunque soy una persona bastante tranquila, tampoco me gusta quedarme todo el día en casa. Me gusta mi programa y mis oyentes, dejarlos sería difícil.
Pedro no sabía qué decir al respecto. Su vida siempre estaba cambiando. No podía predecir lo que le apetecería hacer de un día para otro. Era cierto que dirigía una discográfica, pero podía abandonarla en cualquier momento sin ataduras.
—Qué bien se me da terminar conversaciones, ¿Verdad? —preguntó ella un tanto incómoda.
Él acercó su mano a la de ella y la agarró ligeramente. Los dedos de ella estaban fríos y él acarició sus nudillos para calentarla. Deseaba levantarla de su asiento y hacerla sentar junto a él. Quería acogerla en su pecho y prometerle que nunca más tendría que besar sapos. Pero él no era la clase de hombre que hacía esas promesas. La única vez que había intentado mantener una relación durante más de seis meses, había salido mal tanto para él como para la mujer.
—Te pedí que me dijeras la verdad —dijo él.
Se vanagloriaba de ser una persona sincera. De hecho, su sinceridad había echado a perder su amistad con dos personas. Paula lo miraba detenidamente, intentando descubrir la clase de hombre que era. Pedro nunca había estado tan preocupado por la posibilidad de no estar a la altura de las circunstancias con una mujer.
—Y es lo que he hecho. ¿O acaso debería haberte mentido? —preguntó ella con una sonrisa triste.
Eso le habría facilitado las cosas. Podría haber continuado con su meticuloso plan de seducción. Una aventura fácil y divertida en la que los dos se satisfarían mutuamente. Y al acabar los dos seguirían por sus caminos sin heridas, sólo con recuerdos agradables.
—No, no quiero que haya mentiras entre nosotros.
—¿Todavía quieres verme desnuda a tu lado? —preguntó ella con su tono seductor.
Pedro hubiera dado cinco años de su vida por tenerla desnuda en su cama y oírla susurrar en su oído con aquella voz tan sensual.
—Pues claro que sí.
—¿Habrías preferido que no hubiéramos profundizado tanto? —preguntó ella ladeando la cabeza.
Ahora era su turno para ser sincero y por primera vez en su vida no quería serlo. Sabía que la verdad pondría una barrera entre ellos. Prefería solucionar las diferencias entre ambos en vez de aumentarlas.
—Sí y no —contestó él.
—¿Por qué?
—Las cosas no eran complicadas antes, tú sólo eras una mujer atractiva y ahora...
—¿Y ahora qué? —preguntó ella mirándolo directamente a los ojos.
—Ahora eres mucho más.
Era todo lo que podía decir. No estaba dispuesto a admitir que el sentimiento que le provocaba no tenía nada que ver con la lujuria sino con algo que buscaba desde niño. La espera de algo que no sabía cómo definir, pero que sabía que le faltaba en la vida.
—Bueno, eso es algo a nuestro favor.
—Lo es todo.
Ella tomó otro sorbo de té y jugueteó con el anillo de plata que llevaba. Sus uñas estaban mordidas y no eran bonitas, pero a él no le importaba. Él la estudió detenidamente y advirtió que los pendientes que llevaba quedaban ocultos tras su melena. Una cadena de oro asomaba por encima del cuello de su jersey rojo.
—Creo que nos deberíamos ir —dijo ella y un mechón de pelo cayó sobre su mejilla.
Pedro lo tomó entre sus dedos y lo colocó tras su oreja, sin soltarlo. Su pelo era muy suave, lo más suave que él había tocado en su vida. Paula se quedó quieta mirándolo con sus grandes ojos marrones que le hacían desear sólo una cosa: ella. Sólo a ella. Tiró del mechón hacia él para atraerla y él se acercó todavía un poco más. Estaban tan cerca que podía sentir su respiración. Acarició su rostro y descubrió que su piel era tan suave como parecía. Recorrió con un dedo sus mejillas y aquellos labios tan sensuales que lo habían vuelto loco durante toda la noche. Ella apenas podía respirar.
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