Pedro la rodeó con sus brazos y la abrazó. Ella se relajó y se olvidó del pellizco que había sentido en la boca del estómago. Se acercó más a él y aspiró la fragancia de su perfume.
—Me confundes —dijo él apoyando la barbilla sobre la cabeza de ella.
—Soy una mujer.
—Ahí es donde reside el misterio —dijo él—. No puedo hacerte ninguna promesa. Pero tampoco quiero dejarte escapar.
—Yo tampoco.
Ella levantó la cabeza y sintió la boca de él descendiendo hacia la suya. Sus labios se acariciaron suavemente. Paula sintió ansias de conocer el sabor de sus besos y abrió la boca. Pero él desvió sus besos hacia su cuello. Ella levantó las manos y acarició su pelo, haciéndole inclinar el rostro. Unió sus labios a los de él y sintió su respiración. Le acarició los labios con la lengua y a continuación entró en su boca, saboreándola. Algo que estaba oculto en su corazón volvió a la vida. Mientras Pedro la abrazaba estrechamente, Paula pensó que pasar al menos seis meses junto a él no estaría nada mal. Sabía que si lo dejaba escapar, se estaría arrepintiendo toda la vida. El sabor de ella era exactamente lo que él esperaba. Un sabor como el brillo del sol, con mucha vitalidad y algo picante. Había hecho el amor a muchas mujeres, pero por primera vez sentía algo más que deseo carnal. El corazón le latía con más fuerza. Sentía cada bocanada de su respiración sobre el brazo y el movimiento de su cuerpo arqueándose contra el suyo. Saboreaba cada uno de los gemidos que le arrancaba y sabía que nunca más volvería a besar a una mujer sin recordarla. Volvió a besarla más profundamente, deseando obtener más de ella hasta hacerla completamente suya. Su piel era suave, tal y como él se la había imaginado. Su mente dejó de funcionar y ya sólo el instinto le guiaba. Metió la mano por debajo del jersey que llevaba y acarició su cálida espalda. Ella se estremeció al sentir que su mano bajaba y dejó escapar un gemido. Él se movió en su asiento para acercarse aún más. Sentía sus senos sobre su pecho y comenzó a quitarle el jersey. De pronto, recordó que estaban en mitad de la calle. Era un respetado hombre de negocios y no un adolescente acalorado con su primera chica. Retiró las manos de su cuerpo y separó su boca, pero al volver a contemplar sus labios, decidió darle un último beso antes de soltarla y permitir que se acomodara en el asiento del pasajero. Respiró hondo un par de veces y volvió a mirarla. Ella estaba de brazos cruzados y con los ojos cerrados.
—Casi se nos va de las manos —dijo él.
Aunque en el fondo deseaba llevarla a su casa y dar rienda suelta a la atracción que sentía por ella. Pero Paula no era esa clase de mujer. Se había dado cuenta mientras estaban en la cafetería. Ella quería un hombre fiel, un hombre que en vez de mirar ese cuerpo espectacular viera a la mujer que había dentro de él. Y él iba a intentar como fuese ser ese hombre. No entendía el porqué y ni siquiera trataba de entenderlo porque sabía que antes o después llegaría el fracaso. Nunca se le habían dado bien las relaciones duraderas, pero el tenerla en sus brazos le había hecho pensar que al menos debería intentarlo. Tenía que esforzarse en ser la clase de hombre que ella buscaba. Porque quería ser su hombre.
—Sí, gracias por parar —dijo ella.
En realidad, no parecía tan agradecida, de hecho parecía enfadada. La actitud de su cuerpo revelaba que se había puesto a la defensiva. Nunca entendería a las mujeres.
—Estaba siendo un caballero.
—Ya te he dado las gracias —dijo ella levantando las cejas.
—¿Paula? —dijo él tratando de controlarse.
Se sentía muy excitado y deseaba mandar al infierno aquel comportamiento que no era propio de él. Después de todo, quizá ella deseara una intensa relación de una semana.
—Para dar con tu príncipe azul, primero tienes que dejar que se acerque a tu castillo y después dejarlo entrar.
—¿Quieres decir que tengo que besar a un montón de sapos antes de dar con él? —dijo ella apretando los labios que seguían recordando sus besos.
Pedro deseaba que al menos uno de los dos sintiera seguridad en aquel momento. Que al menos uno de los dos supiera cómo controlar aquellos sentimientos indomables. ¿Era aquélla la misma sensación que sentía su padre cada vez que montaba en moto? Si así era, ¿Cómo había sido capaz de acostumbrarse a aquello? Paula lo miraba fijamente esperando su respuesta.
—No. Digo que a lo mejor se te ha olvidado qué hacer cuando aparezca el hombre perfecto.
—¿Y tú eres el hombre perfecto?
—No soy un hombre imperfecto —dijo él.
Estaba muy seguro de eso. No le gustaba lo que ella le había hecho sentir, pero tampoco estaba dispuesto a dejarla escapar tan fácilmente.
Pedro encendió el motor y puso el coche en marcha. Cuando ya estaban en la emisora, Paula se quitó el cinturón de seguridad e intentó salir del coche antes de que se detuviera, pero él la agarró del brazo.
—¿Qué prisa tienes?
—Ninguna, sólo que estoy deseando llegar a casa.
—Lo siento, Paula—dijo él sintiéndolo de verdad. Sabía que la había herido, pero no sabía muy bien por qué.
—No lo sientas. Has sido un caballero. Además, lo he pasado bien y me ha gustado la conversación mientras tomábamos algo.
—¿Pero?
—Tenías razón —dijo Paula encogiéndose de hombros—. Pongo barreras entre el resto del mundo y yo y no estoy segura de que pueda dejarte entrar en mi vida.
—Esto es nuevo para mí también. Normalmente te hubiera llevado a mi casa.
—¿Y por qué no lo has hecho?
—Porque eres distinta de todas las mujeres y...
—¿Y? —preguntó ella.
Ella estaba preparada para salir corriendo y él no sabía qué decir para hacer que se quedara.
—Y eso me asusta.
Ella sonrió y Pedro supo que había dicho justo lo que ella quería oír. Estar con Paula era como conducir su moto por una carretera de montaña a gran velocidad.
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