martes, 22 de agosto de 2017

Guerra De Amor: Capítulo 10

En aquel momento, Pedro se percató de que era demasiado tarde para seguir guardando las distancias. Estaba claro que ambos sentían una mutua atracciónfísica. Su instinto le decía que aquella mujer era tan apasionada como él y deseaba explorar esa pasión. Pero no a un precio demasiado alto para Paula del que él tuviera que arrepentirse y que pusiera en peligro el mundo sólido que se había construido.

Paula miró a Pedro fijamente mientras conducía de vuelta para recoger su coche. Él era distinto a todos los hombres que había conocido y sintió un nudo en la garganta al pensar que no tendría oportunidad de explorar la magia que había surgido entre ambos. Pero, ¿Por qué no? Aquel hombre despertaba sus sentidos más que ningún otro. Le hacía reír y pensar, la ponía a prueba con su ingenio. Era la clase de hombre con el que siempre había soñado y ahora se daba cuenta de que siempre se había conformado con un espejismo, una ilusión del hombre de su vida sin pensar que pudiera ser real. Pedro era real, pensó sonriendo. Necesitaba algo más que sólo la parte física, pero el artículo que había leído sobre él no le había gustado nada. De todas maneras, sabía por la fama de su madre que la prensa no siempre decía la verdad.

—Leí un artículo sobre tí en La revista de Detroit —dijo ella mientras llegaban a la emisora.

Pedro había puesto música de Paul Simón, de los años ochenta, un disco con ritmos africanos.

—¿De veras lo leíste? —preguntó él esbozando una sonrisa.

Paula trató de contenerse para evitar que se diera cuenta de que quería saber más, pero no pudo hacerlo.

—Claro. ¿Era cierto todo lo que se decía en el artículo?

Él dejó escapar un suspiro y ajustó el volumen de la música sin mirarla siquiera cuando se detuvo ante un semáforo en rojo.

—No creo que sea el soltero más recomendable de la ciudad, si es eso lo que estás preguntando.

«No preguntes más», se dijo Paula, pero le era imposible contenerse.

—Me refería a esa historia de los seis meses.

—Querida, nos acabamos de conocer.

Sabía a lo que se refería. Su lógica le decía que seguían siendo unos desconocidos, pero ella había puesto su corazón al descubierto y le había contado su secreto. Ahora necesitaba saber si el hombre por el que se había sentido atraída desde el primer momento en que se habían visto, iba a romper su corazón. ¿Debería dejarle acercarse más o debeía guardar la misma distancia que guardaba con el resto de los hombres? ¿Sería posible mantener las distancias con Pedro?

—Lo sé, pero yo te he contado un secreto. Aquel artículo decía que tenías miedo a cualquier cosa que durase más de seis meses.

—Es cierto —dijo él con una voz muy grave.

—¿Por qué? —preguntó ella.

Paula había aprendido de su madre que para obtener la verdad, había que insistir en la pregunta.

—Por mi experiencia. Tengo cuarenta y cinco años. Me conozco muy bien y sé cuáles son mis defectos.

—¿No se pueden enseñar nuevos trucos a un perro viejo? —preguntó ella con un nudo en la garganta.

¡Cuarenta y cinco años! Probablemente él pensaba que ella era una niña, con sus cuentos sobre príncipes y finales felices. Lo cierto era que había visto en los ojos de Pedro el mismo deseo que ella sentía.

—Ten cuidado con a quién llamas perro viejo —dijo Pedro.

Paula observó las luces de la ciudad desde la ventanilla y le quitó importancia al hecho de que él respondía de manera superficial a todas sus preguntas. Aquello no debería importarle, al fin y al cabo, acababan de conocerse. Pero en el fondo, no era así.

—Paula.

Ella no lo miró. No deseaba hacerlo en aquel momento. Cerró los ojos y escuchó la letra de las canciones de Paul Simón en vez de mirar al hombre que tanto la había impresionado y con quien deseaba algo más profundo. Sintió cómo el coche se detenía y abrió los ojos. Se habían detenido junto a la acera. Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró.

—¿Por qué has parado? —preguntó Paula.

Sus facciones se desvanecían en la oscuridad. Apenas podía distinguir al elegante hombre que había conocido y se preguntó si de verdad era Pedro Alfonso.

—Porque no puedo prestarte atención mientras conduzco —dijo él.

—No entiendo.

 Se giró para mirarla de frente y tomó su rostro entre ambas manos. Era la tercera vez que él tocaba su cara y no pudo ignorar las sensaciones primitivas que Pedro despertaba en ella.

—Déjame que te lo explique. Siento no poder prometerte más de seis meses. Tampoco puedo decir que tú no vayas a ser la mujer que me haga cambiar de opinión. Pero aún es muy pronto.

—Tú has sido el que ha dicho que me quería ver desnuda.

—Y todavía quiero. Pero desnuda no quiere decir para siempre.

—Lo sé —dijo ella suavemente.

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