Se encontraban sobre el Puente Harbour, en la autopista que iba hacia el norte, cuando Paula recordó a Virginia. Miró a Pedro, quien no pronunciaba palabra desde que la subió en el Rover y partieron.
—¿Pedro? —preguntó Paula con nerviosismo.
—¿Mmm?
—¿Qué hay acerca de Virginia?
—Le pedí a Max que la llevara a casa —respondió y la miró.
—¿A ella no le importó?
—¿Por qué debería importarle? —inquirió Pedro.
—Bueno, yo... yo...
—No hay nada entre Virginia y yo, si es en eso en la que piensas —comentó con exasperación—. La llevé esta noche sólo porque Pablo insistió en que llevara a alguien y fue la única en quien se me ocurrió pensar. Ella sabe muy bien que eso no significó nada.
—¡Te llamó querido! —le recordó Paula. No añadió que no lo soltaba.
—Virginia llama a todos querido. Pau, te dije que no volvería a tener una relación con ella—habló con impaciencia—, y hablé en serio. Nunca me tragué su historia. Pienso que se sintió culpable, pero respecto a esa depresión nerviosa... Por buena fuente supe que pasó gran parte de su tiempo en el extranjero, en la Riviera y esquiando.
Paula guardó silencio y un momento después él continuó con la explicación.
—Comprendí que Virginia es una aficionada de la cultura. Le gusta mezclarse con gente del mundo artístico. El casarse con un escultor prometedor era lo correcto para ella —sonrió con ironía—. Las mujeres como ella no aman en realidad. Toman decisiones adecuadas. Ahora veo que en realidad nunca la amé. Ella encajaba en mi idea de la esposa perfecta, pues es atractiva, inteligente, independiente y competente. Se supone que es madura. Tal vez merecía lo que recibí.
—No lo creo, Pedro—opinó Paula—. Nadie merece que le hagan lo que Virginia te hizo. Eso fue cruel.
Pedro la miró con ojos amorosos, y las dudas que todavía tenía Paula, desaparecieron de inmediato.
—Sé que tú no me hubieras dejado de esa manera —comentó.
—Nunca —murmuró Paula.
Una pequeña nube negra pasó por el rostro de Pedro.
—Dime, Pau, ¿Has estado viendo a Pablo?
El corazón de Paula se entristeció hasta que comprendió que lo que Pedro preguntaba era justo. ¿Acaso ella no se preocupó al pensar que él reanudó su relación con Virginia?
—No había visto a Pablo desde mi fiesta, Pedro. La verdad, no he salido a otro sitio que no sea a la universidad, desde aquella noche. No quise hacerlo.
La expresión de Pedro demostró alivio y sorpresa, así como un nuevo respeto.
—Yo tampoco, me sentí muy bien, Pau—confesó Pedro—. No pude trabajar, ni hacer nada.
—Noté... que no le pusiste nombre a esa escultura —indicó Paula.
Pedro suspiró.
—Te prometí que tú se lo pondrías —le recordó.
—Pero... —empezó Paula.
La mirada que le dirigió Pedro la derritió.
—En el fondo, debo haber sabido que te buscaría, Pau...
—Oh...
—Ahora, calla, querida, y déjame conducir.
-Empiezo a impacientarme... Hace frío —opinó Paula, cinco horas después, al bajar del coche.
Hicieron el viaje en buen tiempo, aunque a ella le pareció una eternidad. Pedro parecía pensativo.
—La casa de Pablo estará como un refrigerador.
Paula se estremeció.
—Sé dónde guarda una llave el tío Juan—comentó Paula—. Su casa es más pequeña, y tiene dos radiadores. A él no le importaría.
Caminaron con rapidez por la arena suelta, tomados del brazo, bajo la luz de la luna. Una brisa fresca alborotó el cabello de Paula. Una vez que estuvieron en el interior de la casa, y encendieron los radiadores, ella se ofreció para preparar una bebida.
—Prepararé chocolate caliente —cuando iba a alejarse, Pedro la asió por la muñeca y la atrajo contra su pecho.
Las manos de Paula se deslizaron por la espalda de Pedro, y al mirarlo, su corazón latió con fuerza. El viaje hasta la playa, la espera, sabiendo lo que había al final, despertó su pasión.
—No habrá chocolate caliente —aseguró Pedro con sorpresiva calma—. No más demoras...
—Yo... estoy un poco nerviosa —admitió Paula.
—No es necesario —murmuró Pedro, y le acarició el cabello, y lo apartó de su rostro. Se inclinó para besarle la cara, primero la frente, después los párpados, nariz, mejillas, barbilla, para luego deslizar los labios por el cuello.
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