Paula sintió el calor de su mano atravesando el vaquero que llevaba y la proximidad a su fuente de placer. Consideró cruzar las piernas, pero enseguida desechó esa idea. Si lo hacía, él se percataría de lo nerviosa que se ponía al sentir su roce. Estaba confusa y no sabía qué hacer. ¿De qué estaban hablando? Lo miró de reojo. Bajo la intermitente luz de las farolas, apenas podía verlo con claridad. Tampoco lograba comprenderlo. Tan pronto se comportaba de una manera amable como se volvía misterioso al minuto siguiente. Había tratado de averiguar algo sobre su pasado y sobre su padre, Horacio Alfonso, a quien sólo superaba Evel Knievel, el atrevido temerario que saltaba por encima de cualquier cosa con su motocicleta.
—¿Estás bien? Te he preguntado por qué crees que me has incomodado.
Ella se agitó en el asiento. Tenía que mostrarse ingeniosa.
—Sí, estoy bien. Pensé que a lo mejor te había entristecido por hablar de tu padre. Federico habla de él todo el tiempo.
—Los hombres no nos entristecemos, eso es cosa de mujeres.
—Mostrar las emociones en público no es sólo cosa de mujeres. Todos tenemos nuestros sentimientos.
—Cierto, pero sólo las mujeres los exteriorizan.
—Se me olvidaba que eres todo un hombre, perdón.
—Que no vuelva a ocurrir —dijo él con una amplia sonrisa.
Paula sintió que se derretía. Era todo un seductor y sabía sin ningún género de dudas que aquello podía desembocar en una apasionada aventura que acabaría antes de que llegara el verano. Pedro era incapaz de mantener una misma cosa en su vida durante más de seis meses, ni siquiera un coche. Aquélla era una señal de que esa relación no duraría para siempre y de que su sueño de casarse algún día, no iba a cumplirse con aquel hombre. Quería más de él, ya que comenzaba a sentir algo especial. No sabía por qué no quería hablar de su padre, pero no dejaría que esquivara sus preguntas. Estaba decidida a romper las reglas con aquel hombre y no iba a permitir que se saliera con la suya porque iba a arriesgarlo todo.
—Estás evitando hablar de tu padre.
Él acarició pensativo la tela de los vaqueros de Lauren. Sus dedos se acercaban cada vez más a parte más alta e interna de sus muslos. Su cuerpo estaba cada vez más relajado, preparándose para darle la bienvenida a su interior.
—No es cierto. Es sólo que no quiero estropear la opinión que tienes de Horacio —contestó él.
Paula agarró su mano y la acarició.
—¿No fue un buen padre?
—Digamos que la fama era más importante para él que enseñar a dos chicos a conducir —dijo Pedro con voz hostil.
Era evidente que le estaba hablando de algo que no quería contarle.
—¿Tú enseñaste a Fede? —preguntó ella.
Gonzalo le había enseñado a ella, pero sólo porque tuvo que hacer servicios comunitarios por emborracharse en un partido de fútbol y su padre había negociado con él que cumpliría esos servicios enseñando a su hija a conducir.
—Sí. Pero sólo porque se creía todas las mentiras que nos contaba nuestro padre y no quería que acabara en una silla de ruedas como Horacio.
—¿Qué mentiras? —preguntó ella sujetando con ambas manos la de Pedro. Quería que se sintiera cómodo.
—Decía que lo mejor era vivir a mil por hora. Volando alto y viviendo a lo grande. Decía que todo lo que había que saber para conducir un coche era que no había que parar por nadie.
Al oír sus frías palabras, Paula sintió dolor en su corazón. No sabía qué decir y no quería molestarlo diciendo que había carecido de afecto durante su niñez.
—Hiciste un buen trabajo aprendiendo tú solo.
Quería cambiar de tema, pero no sabía cómo.
—La verdad es que no. Me encanta sentir que vuelo, que pierdo el control, pero trato de contenerme.
—¿Cómo?
—Creyendo en que nada es para siempre.
—¿Nada?
Pedro levantó sus manos entrelazadas y besó la de ella.
—Nada, pero algunas cosas hacen que la vida merezca la pena.
—¿Yo?
—Tú —dijo él con voz grave.
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