sábado, 29 de julio de 2017

Una Esperanza: Capítulo 28

El médico de Pedro llegó poco después de las tres. Era un hombre alto y delgado, que todavía vestía la ropa con la que operó. Entró acompañado por la jefa de enfermeras, y de inmediato empezó a quitarle  los vendajes. Paula contuvo la respiración, muy sorprendida por la velocidad y eficiencia del médico.

—Todo salió bien, señor Alfonso—comentó el médico—. Le quitaremos las vendas unos minutos, y se las volveremos a poner un par de horas. Después, ya no es necesario vendarlo, pero le sugiero que use sus anteojos oscuros, hasta que sus ojos dejen de lagrimear por la luz —terminó de quitarle el vendaje—. Listo. Abra los ojos, señor Alfonso.

Era comprensible que Pedro no abriera los ojos apenas se lo ordenó el médico. Paula observó petrificada cómo los abría y parpadeaba. Deseaba preguntarle a gritos si veía, pedirle que dijera algo. Oró para que no estuviera ciego todavía.  Los ojos de él estaban fijos en ella... la miraban... ¿En realidad enfocaba, o era una crueldad del destino que pareciera como si la mirara?

—Azules y hermosos —murmuró Pedro.

—¿Qué cosa, Pedro? —preguntó Paula y se acercó a él.

—Tus ojos.

 —¡Oh! —exclamó.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, y no pudo evitar que rodaran por sus mejillas, impidiéndole hablar. Sollozó y volvió la cara.

—Las cosas han estado un poco tensas por aquí —explicó Matías—. En realidad, también tengo ganas de llorar.

Paula se controló, secó sus ojos y se volvió de nuevo. Pensó que Matías era muy amable.

Todos esperaban que Pedro dijera algo más, pero parecía muy sorprendido, su mirada iba de Paula a las hermosas flores que le llevó Matías. De pronto parpadeó, y al fin enfocó los ojos. Miró con afecto a su amigo.

—¿Siente bien los ojos? —le preguntó el médico—. Parece que están un poco llorosos.

—Están bien —informó Pedro con voz ronca—. ¿Puedo quedarme sin el vendaje?

—Bueno, yo...

—Por favor... —la súplica de Pedro hizo eco en la habitación, y hasta el corazón más duro se conmovería.

Antes de hablar, la jefa de enfermeras se aclaró la garganta.

—Si apagamos esas luces, y traemos una lámpara —sugirió la enfermera—, él estará bien, doctor.

—Mmmm... —murmuró el médico—. Es un poco irregular, mas supongo que estará bien. Será mejor que cierren las cortinas.

April corrió a cerrarlas, y la jefa de enfermeras fue a buscar la lámpara. Regresó de inmediato, y él médico quedó satisfecho con el resultado.

Al volver a hablar, el médico iba hacia la puerta.

—Lo veré por la mañana, señor Alfonso—la enfermera lo siguió.

—Debería ser conductor de camiones —comentó Matías, cuando el médico se fue—. Pueden estar seguros que nunca llegaría tarde con una entrega.

Pedro sonrió por primera vez. Paula notó que miraba a Matías, no a ella.

—Supongo que eres el responsable de transformar mi habitación en un Jardín del Edén —bromeó Pedro.

—¿Quién te lo dijo? —inquirió Matías.

—Un pajarito —explicó Pedro y rió.

Miró con rapidez a Paula. La chica tuvo la impresión de que Pedro no quería mirarla. ¿Estaba avergonzado ahora que se vio obligado a ponerle un rostro a la voz que intentó seducirlo?

—Pensé que te gustaría ver todos los colores —observó Matías—. El único que no encontré fue el azul.

Pedro volvió la mirada hacia Paula.

—Ese color ya quedó cubierto —afirmó—¿No lo crees?

—¿Te refieres a los ojos de la jovencita? —preguntó Matías—. Sí, tengo que admitir que es difícil superarlos.

—¡Oh! —exclamó Paula con impaciencia—. Deberíamos hablar de los ojos de Pedro. ¿No es maravilloso? ¿No estás felíz?

Los ojos grises de Pedro tenían una expresión extraña. Parecían expresar un poco de pesar, frustración... y algo más que Paula no supo leer, pues él cerró las cortinas de su mente.

—Por supuesto que estoy felíz.



Esa noche, Paula miró su reloj y bajó por la escalera. Eran las siete y diez, hora de partir para el hospital. Antes de salir, asomó la cabeza en el estudio de su tío.

—Ya me voy. Gracias, una vez más, por prestarme el coche.

Juan levantó la mirada de lo que escribía, y colocó sus anteojos de lectura en la parte superior de la cabeza.

—Déjame mirarte —pidió su tío.

Paula entró en el estudio. Tuvo mucho cuidado para tener una buena apariencia, pues pensó que Pedro no quedaría impresionado si la veía de nuevo con los pantalones de mezclilla y playera que usó esa tarde.

—Llegaré tarde —indicó, y soltó una carcajada nerviosa.

Juan estudió a su sobrina, quien llevaba puesto un vestido de algodón color limón, con cuello alto, sin hombros. El cinturón de piel blanco que rodeaba su cintura, hacía juego con las sandalias de tacón alto, del mismo color. Todo esto contrastaba con el cabello negro. Usó un lápiz labial con un tono bronce pálido, y se perfumó.

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