jueves, 2 de febrero de 2017

Novio Por Conveniencia: Capítulo 29

Pronto reapareció el clérigo con los papeles que debían firmar para que su matrimonio fuera oficial. Al verlo, Pedro volvió a la realidad. El lunes habían firmado un contrato por el que establecían cuándo se realizaría el divorcio. Aquel matrimonio era una farsa, lo había sido desde el principio y seguiría siéndolo siempre. Lo había utilizado desde el principio y él le había permitido que lo hiciera. Se volvió bruscamente, impulsado por la rabia. Diego notó algo extraño.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Pedro se dió cuenta de que había perdido la compostura. «Actúa», se dijo, tal y como le había pedido a Paula que hiciera en el aeropuerto el día de su llegada.

—Sí, estoy muy bien —respondió y agarró a su esposa por la cintura—. Esta mujer me quita el aliento.

—Es mucho más guapa que el Starspray.

Pedro notó que Paula se tensaba y la abrazó con firmeza.

—No sabes lo feliz que me has hecho hoy —le dijo.

Ella captó inmediatamente la ambigüedad del comentario.

—Estoy segura de que encontrarás el modo de pagarme por ello —respondió ella con la voz insegura.

Bien, Paula no era tan inmune a él como trataba de hacerle creer.

—Estoy ansioso de estar a solas contigo —le murmuró él y la besó delicadamente en el cuello. Olía bien, muy bien. Su aroma despertó en él una explosiva mezcla de sentimiento y lujuria, y ella se estremeció con su tacto.

Aquella misma noche ya estarían solos en Vermont. Nunca antes había llevado a ninguna otra mujer allí. Era una de sus reglas de oro. Claro que también lo era el no dejarse afectar por los encantos femeninos del modo en que Paula lo afectaba. Cada vez le resultaba más difícil acatar ciertas normas de supervivencia que él mismo se había impuesto. De pronto, se dió cuenta de lo que debía hacer para obtener lo que quería. Sí, eso era, tenía un plan perfecto para su luna de miel. Aquel pensamiento apaciguó su ánimo. Sonrió complacido.

—La ocasión merece un poco de champán, ¿No crees, cariño?

Cuando llegaron a las Green Mountains ya estaba anocheciendo. Paula tenía todo el cuerpo dolorido por la tensión. Habían volado desde Washington en el avión privado de Pedro y, en el aeropuerto, habían alquilado un Maserati negro. Estaba claro que se había casado con uno de los hombres más ricos del país. La casa estaba rodeada de cedros y pinos, y se integraba en el paisaje como si siempre hubiera formado parte de él. La tenue luz que venía de dentro parecía darles la bienvenida. Durante un momento, Celella a deseó haber tenido la ocasión de estar allí con un hombre que realmente la amara.

—Una pareja que vive en el pueblo trabaja en la casa cuando se lo pido. Nos han preparado la casa, con algo de comida y han encendido la calefacción para que estuviera caliente cuando llegáramos.

Era la primera vez que Jethro hablaba desde hacía una hora. Al oír su voz, se preguntó qué sucedería durante aquellos días a solas. El contrato especificaba que no habría sexo entre ellos. Pero una parte de Paula deseaba que sucediera algo. Por otra, temía las consecuencias que podría tener aquello si se dejaba llevar. Si hacía el amor con él y rompía una de las cláusulas del contacto, no sabía si eso invalidaría el resto. Debería de haberle preguntado a su abogado algo tan importante. Siguió a Pedro hasta la casa y nada más entrar se quedó admirada de la belleza del lugar.

—¡Esto es precioso, Pepe! —dijo espontáneamente. Y sintió una extraña sensación de estar en casa.

Aquel sentimiento la aterrorizó.

—¿Cenamos algo? —preguntó él—. Iré a ver qué tenemos en el frigorífico. Hay un baño en la entrada y otro arriba. Siéntete como en tu casa.

Pedro no tenía intención alguna de hacerle el amor, lo único que le preocupaba de momento era la cena. Paula se dió cuenta de que no la había tocado desde que habían salido de la casa de su padre. Se dirigió al baño. Había un jacuzzi y un gran espejo en el que vió la patética imagen de una mujer asustada: ella. Se miró la mano y vió los anillos que Pedro había comprado. «Recuerda que todo esto es por tu padre», se dijo. «Recuerda que cuando te vió vestida de novia se rompieron el silencio y la distancia que hablan regido vuestra vida». Se lavó las manos, se pintó los labios y se dirigió a la cocina.

—Los cubiertos están ahí. ¿Te importaría poner la mesa?

—No, claro que no —dijo ella—. ¿Qué tenemos para cenar?

—Patatas asadas con queso y unos filetes.

Veinte minutos después, ya estaban cenando. La cena estaba deliciosa, pero ella apenas si la probó. Pedro habló durante toda la comida sobre un montón de cosas, pero nada relacionado con su matrimonio ni con sus emociones. Después de cenar, recogieron la cocina.

—Supongo que querrás dormir arriba. Hay un gran balcón con una vista preciosa. Yo dormiré abajo —dijo él en cuanto terminó de llenar el lavaplatos.

—Bien —respondió ella, desconcertada y nerviosa.

No tenía ninguna razón para sentirse furiosa, pero lo estaba, aunque él no estaba haciendo más que respetar las cláusulas del contrato que ella había establecido desde el principio.

—Mañana a primera hora me iré a dar una vuelta por la montaña —dijo él, dando por sobreentendido que no estaba invitada.

Paula agarró su maleta y la subió a su habitación. Era el dormitorio de Pedro, con su toque personal y su olor característico. Habría sido mejor que hubieran ido en un crucero al Caribe o a su piso en París, pues habría tenido algo en lo que entretenerse. Al bajar se lo encontró totalmente concentrado en la lectura de un libro.

—Me voy a dar una vuelta —anunció ella.

Él levantó la vista y dudó unos segundos.

—Bien —dijo finalmente—. Si no te apartas del riachuelo no te perderás.

Salió fuera no sin antes dar un portazo. El aire frío cortaba la piel, pero estaba lleno de fragancias reconfortantes. El cielo brillaba repleto de estrellas. Comenzó a caminar a la orilla del río, hasta que, finalmente, se sentó en una roca a observar el agua. Pero el leve rugido del agua no consiguió darle respuesta alguna a ninguna de sus preguntas. ¿Qué le sucedía? Después de todo, tenía exactamente lo que quería. ¿Por qué lejos de agradecérselo lo entendía como un insulto. Nada de aquello tenía sentido. Media hora más tarde,  volvió a la casa. Pedro estaba echando leña al fuego y se había cambiado de ropa, se había descalzado y tenía una copa de vino sobre la mesa.

—Me voy a la cama —le dijo ella—. Ha sido un día muy agitado.

—¿Necesitas algo?

Paula no podría decirle jamás lo que realmente necesitaba.

—No, gracias. Hasta mañana.

Antes de que se diera la vuelta, Pedro ya estaba leyendo. Se sentía furiosa. Subió a su habitación, se puso el camisón de satén. blanco, ideal si aquella hubiera sido una luna de miel real, apagó la luz y se metió en la cama, la cama de él. Se tapó hasta la cabeza y comenzó a contar ovejitas: unas eran grandes, otras pequeñas, otras gordas, otras flacas... Por fin, pasada la medianoche, logró conciliar el sueño.

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