jueves, 16 de febrero de 2017

Juegos Peligrosos: Capítulo 13

-¿Y qué sucedió después? -preguntó Pedro con suavidad.

-En una ocasión, David tuvo que presentar un proyecto de mercado para la empresa en la que ambos trabajábamos -prosiguió con una débil sonrisa-. Mi puesto era muy inferior al suyo, pero conocía el tema y lo ayudé a hacerlo. Debo decirte que las mejores ideas fueron mías. De hecho, también fui autora de la exposición y presentación. Pero él se las ingenió para convencerme de que el talento era suyo y de que yo sólo servía para el trabajo superficial.

-Entonces te robó las ideas y las utilizó para ascender, ¿Verdad?

-Exacto. No tardaron en nombrarlo subdirector de la empresa. Así fue como conoció a la hija del director, que también trabajaba en la compañía.

-Entiendo.

-Un día subí a su despacho para darle una sorpresa. Habíamos discutido y quería hacer las paces con él. Rosana estaba allí, inclinada sobre la mesa, con la cabeza junto a la de David. Con el ceño fruncido, me preguntó quién era yo. Le dije que era la mujer de David y ella profirió un grito ahogado. Él no le había dicho que estaba casado. Nadie en la firma lo sabía. Éramos los Smith, un apellido tan corriente que a nadie se le ocurrió relacionarnos. Esa noche llegó tarde a casa. Yo había pasado todo el día llorando. Tuvimos una gran disputa. En un momento le dije que cómo se atrevía a fingir que yo no existía. «¿Y por qué tendría que mencionarte?», fue su respuesta. Poco después nos divorciamos y él se casó con Rosana. Desde entonces no ha dejado de ascender en su carrera.

-Desde luego. El yerno del jefe siempre llega a la cumbre.

-Su suegro es un hombre rico y poderoso. David ya tiene dos hijos. Una amiga que los vio dice que son hermosos.

-Y tenían que haber sido tuyos, ¿Verdad?

 Olympia enmudeció.

 -No, desde luego que no -dijo cuando se recuperó-. Tras el divorcio, prometí que ésas serían las últimas lágrimas de mi vida. Entonces volví a llevar mi apellido de soltera. Y ahora estoy decidida a labrarme un futuro mejor -afirmó.

Pedro no supo qué decir. Ella hablaba con ligereza, pero era indudable que estaba muy emocionada-. Y ésa es la historia de mi vida.

-No, no es tu vida, sólo ha sido una mala experiencia. No todos los hombres son como tu marido. Ciertos hombres tenemos algunas virtudes compensatorias.

-Desde luego que sí. Me gustan los hombres. Disfruto de su compañía, aunque confieso que siempre estoy a la espera del momento en que enseñen su verdadero rostro.

-Supongamos que descubres su verdadero rostro desde el primer momento.

-¿Es que alguno lo hace? ¿Tú, por ejemplo?

 -Sí, pero olvidémoslo -se apresuró a responder-. Prefiero que hablemos de tí.

-¿Por qué? ¿Es que tienes una verdad terrible que ocultar?

 Pedro sintió la salvaje tentación de decirle que la verdad sobre él era algo que ella no creería.

-Háblame de la nueva Paula, la que asegura que el amor es una insensatez.

-Bueno, al menos sabe que hay que ser realista en cuanto al amor.

-Creo que podrías perder mucho con esa creencia.

 -¿No piensas que para evitar riesgos estúpidos la cabeza debería regir sobre el corazón?

-No, de ninguna manera -respondió, horrorizado.

 -A la mayoría de los hombres les gusta que los admiren por su cerebro y su sentido común.

-Te has dado cuenta, ¿No? -dijo, otra vez de buen humor-. ¿Eso aparece en la lista de las técnicas efectivas que vas a utilizar contra Alfonso?

-¿Es lo suficientemente listo para que la admiración por su inteligencia sea convincente?

-Personalmente siempre lo he considerado algo estúpido.

-¿En qué sentido?

-En todos.

-Bueno, eso ya es un comienzo. La verdad es qué no estaba preparada para una charla tan prometedora.

-Siempre debes estar preparada. Nunca se sabe dónde puede conducir una conversación. Si vas a utilizar alguna técnica, hazlo con prudencia. Incluso un memo como Rinucci podría darse cuenta.

-¿De veras? ¿Qué edad tiene?

 -Más o menos la mía.

 -Muy joven para su posición.

 -La influencia de su familia ha tenido mucho que ver en ello -comentó Pedro sacrificando despiadadamente su propia reputación.

-¿Cómo viste?

 -Le encanta vestir bien. Tiene más dinero que sentido común. Ah, olvidé que no te interesa su dinero.

-Así es. Sólo quiero encontrarme con él, atarlo con una cuerda y marcarlo a hierro.

 -Y llevarlo a un estado de total sumisión.

-Tú lo has dicho. Y entonces...

-Paula, ¿Sería posible dejar el tema de Pedro Alfonso? Realmente no es un hombre muy interesante -pidió lastimeramente.

 -Lo siento. Tenía que haber pensado que a tí no te interesa.

La llegada del camarero con la lista de postres lo salvó de responder, y de ahí en adelante Pedro se las ingenió para hablar de otros temas. Más tarde, de vuelta a casa, conversaron relajadamente un rato y casi al final del trayecto se quedaron en silencio. Cuando él estacionó ante el bloque de departamentos, se volvió a mirarla y descubrió que estaba dormida. Su respiración era suave y regular como la de un niño y tenía el rostro relajado. Incluso había una leve sonrisa en sus labios. Él se acercó más a ella y contempló arrobado las largas pestañas sobre los pómulos. Si hubiera sido otra mujer, la habría besado hasta que sus labios se hubieran entreabierto. Luego la habría estrechado entre sus brazos. Y entonces habrían subido al apartamento cerrando la puerta tras ellos. Sin embargo, precisamente con esa mujer la pasión estaba prohibida. Sólo cabía la ternura, así que le tomó la mano suavemente y la contempló largos minutos hasta que ella abrió los ojos.

-Creo que deberías subir a tu casa. No te importa si no te acompaño a la puerta, ¿Verdad? -murmuró con voz trémula.

Luego se quedó mirándola hasta que entró en el edificio y mantuvo los ojos fijos en sus ventanas hasta que las luces se encendieron. Entonces se alejó rápidamente.

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