jueves, 2 de febrero de 2017

Novio Por Conveniencia: Capítulo 31

Paula decidió bajar bajo la lluvia y, dos horas más tarde, llegaba a la casa. Al abrir la puerta se encontró a Pedro esperándola.

—¡Cómo se te ocurre estar ahí fuera, en la montaña, mientras cae una tormenta! —explotó él en cuanto la vió aparecer.

Paula estaba completamente empapada y tenía un aspecto patético.

—¡No todos somos tan perfectos como tú! —le gritó ella—. ¿Sigues pensando que soy la mujer más hermosa del mundo?

La ironía de sus palabras lo hirió.

—¿Sigues pensando en divorciarte cuando te convenga?

—Me divorciaré en cuanto mi padre fallezca —dijo ella y comenzó a llorar desesperadamente—. No puedo soportar esta situación, no puedo... ¡Lo siento, lo siento! ¡No debería haber abierto la boca! Tengo frío. Me voy a dar una ducha.

Se agachó para quitarse las botas, pero tenía los dedos helados y no podía. Él se aproximó, dispuesto a tomarla en sus brazos, pero se detuvo en seco.

—Prepararé la cena mientras te duchas. Ya es hora de que esta absurda luna de miel acabe.

«Sí, para que puedas volver con tu amante en Nueva York», pensó ella, pero se cuidó de no decirlo. Sin tan siquiera mirarlo, se dirigió a su dormitorio. Por causas climatológicas, tuvieron que retrasar su vuelo del día siguiente, de modo que era ya casi medianoche cuando llegaron a Fernleigh.

Pedro se fue directamente a su habitación y Paula hizo lo mismo. Se metió en la cama. Estaba tan cansada, que no tardó en dormirse. A la mañana siguiente, se despertó temprano, se vistió cuidosamente con un vestido verde manzana y se dejó el pelo suelto para disimular las ojeras. Salió en busca de su padre y se lo encontró desayunando en el comedor.

—¡Hola, Pau! Pedro se ha despertado el primero y se ha ido a correr. ¿Cómo estás?

Ella trató de ocultar su tristeza, pero la respuesta salió insegura y algo temblorosa.

—Bien —dijo escuetamente.

—¿Qué tal la luna de miel? Quitando que no había habido sexo... ¡Ojalá esa maldita palabra nunca se hubiera inventado!

—Muy bien —mintió ella—. ¡Tienes mucho mejor aspecto!

Miguel pasó la hoja del periódico que tenía entre las manos.

—El doctor me ha dado una nueva medicina. Cuéntame, ¿Cuáles son tus planes para hoy?

—¿Cuáles son los efectos? —preguntó ansiosa.

—Pau, no te hagas ilusiones. No te lo habría contado si hubiera sabido que ibas a albergar falsas esperanzas. Cambiemos de tema. Quiero que subas a la buhardilla y saques del baúl unas viejas fotos de tu madre. Si bajas algunas, te contaré cosas.

—¿De verdad? Gracias, padre.

 —Pero antes, desayuna.

 Se tomó un zumo de pomelo y unas tostadas, mientras le contaba una edulcorada historia de su estancia en las montañas. Por suerte, Pedro no estaba allí para desmentir nada. Después de acabar, le dió un beso en la mejilla.

—Enseguida bajo.

—Tómate todo el tiempo que necesites. Subió a la buhardilla y pronto encontró el baúl del que le había hablado. Al abrirlo, le vino una ráfaga del perfume de su madre, que estaba impregnado en el pañuelo rojo que llevaba aquella lejana tarde. Lo agarró y se lo llevó hasta el rostro, acariciándose con él las mejillas. Lo dejó cuidadosamente a un lado y comenzó a revisar las fotos y las cartas que allí había. Sacó un retrato que su madre le había hecho cuando tenía cuatro años. A su lado, había escrito un pequeño mensaje: "Pau me da toda la alegría de vivir.  Es una niña hermosa, llena de felicidad y vitalidad. La quiero con todo mi corazón".

No lo pudo evitar, ocultó el rostro entre las manos y se echó a llorar. De pronto, una voz masculina sonó desde la puerta.

—¡No llores, por favor! —era Pedro—. No soporto verte llorar.

Se detuvo a su lado y, sin pensar, ella se lanzó a sus brazos.

—Mi madre me quería, Pepe, lo dice aquí —le mostró el trozo de papel—. ¡Ojalá no hubiera muerto!

Comenzó a acariciarla tiernamente y le dió un pañuelo. Ella se limpió las lágrimas y se sonó la naríz. Después de un rato, alzó la cara y sonrió con tristeza.

—¡Debo de tener un aspecto horroroso!

Por toda respuesta, Pedro la abrazó con más fuerza y la besó. Paula se dejó llevar. De pronto, ya nada importaba, solo él: el aroma de su piel, el calor de su cuerpo... Lentamente, la tumbó sobre el suelo y comenzó a acariciarla seductoramente. Ella no se resistía, al contrario, lo atraía hacia ella y lo besaba con ansia.

—Deberíamos bajar —dijo él.

Paula no podía soportar la idea de romper aquel momento mágico.

—No —le susurró—. Quiero que hagamos el amor aquí mismo.

Pedro la miró perplejo.

 —Repite eso —le rogó.

Paula se ruborizó.

—Quiero que hagamos el amor aquí —repitió y, de pronto, tuvo el convencimiento de que no había ninguna otra mujer en su vida, de que podía confiar en él.

Pedro soltó una sonora carcajada y posó su cuerpo sobre el de ella. Quería que sintiera la fuerza de su deseo, la dureza de su virilidad pujante. Lentamente, la desnudó, mientras se deleitaba con cada curva, con cada recoveco de su cuerpo. Luego, le llegó el turno a él, pero Paula se mostraba nerviosa y reticente.

—¿Qué te ocurre? Supongo que habrás visto a algún hombre desnudo antes.

Ella no respondió, pero él se dió cuenta de que algo la cohibía. La besó tiernamente para apaciguar su miedo.

—Quiero que te tranquilices y disfrutes, Pau.

 Ella se rió.

—¿Que disfrute? Me encanta lo que me estás haciendo.

Pedro se quitó poco a poco la ropa, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Pues esto no ha hecho más que empezar.

—Me encantan las líneas que se dibujan bajo tus ojos cuando sonríes.

Pedro se rió.

—¡Eres una medicina estupenda para mi autoestima! —le dijo y se aproximó pausadamente a ella, hasta que sus cuerpos se unieron en un abrazo.

Pedro atrapó uno de sus pezones entre los labios y comenzó a jugar con él, arrancándole un gemido.

—¡Oh, Pepe! Otra vez...

Paula se dejó llevar y comenzó a acariciar su torso y su cuerpo, sin atreverse del todo a bajar la mano. Pedro la agarró y le mostró el camino hasta su miembro enardecido.

—Pepe... —susurró ella.

Llevados por una fuerza más poderosa que la razón, Pedro trató de abrirse paso dentro de ella, pero se encontró una inesperada barrera.

—Sigue, Pepe, no te detengas.

—Pau...

Ella le suplicó.

—Sigue, por favor...

—No sabía...

Paula empujó las caderas y Pedro no pudo parar. Pronto, el ritmo de sus cuerpos se acompasaba en un movimiento único. Ella gritó su nombre y él sintió que enloquecía. Habían llegado juntos al único lugar donde podían ser realmente quienes eran.

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