sábado, 18 de febrero de 2017

Juegos Peligrosos: Capítulo 20

Primero llamó a Cesar Tandy y luego a Enrique Leonate.

Media hora más tarde, volvió junto a Paula con el secreto alivio de que ella lo hubiera obligado a decidirse al haber forzado la situación.

-Todo arreglado. Tendré que acompañarte a Italia porque Leonate quiere conocerte.

 -¿Y luego qué?

-Trabajarás un tiempo en Nápoles y se espera que en unos cuantos meses sepas lo que quieres hacer. Puede que decidas volver a Londres y dirigir la empresa Curtis. O tal vez quieras mantener tu puesto en Nápoles.

-¿Y tú?

-Iré contigo y me quedaré un tiempo hasta dejarte instalada. Aunque no me hospedaré en el hotel. Tengo un departamento en la ciudad.

-¿Quién va a dirigir Curtis cuando estés en Italia?

-Cesar. Las condiciones de su jubilación prevén la posibilidad de quedarse seis meses más antes de su retiro. Y ahora que está todo resuelto, me voy. Quiero que estés en la oficina temprano mañana. Hay que hacer algunos preparativos. ¿Tu pasaporte está en regla?

-Desde luego.

-Ocúpate de llamar a ese hombre de la horrible chaqueta brillante y dile que viajaremos a Nápoles dentro de dos días. Mañana ultimaremos los detalles. Buenas noches -dijo antes de marcharse.


Ocupada en los preparativos del viaje, Paula no se hizo más preguntas sobre las precipitadas decisiones de Pedro. Y casi no se dio cuenta de que habían pasado dos días cuando al fin cerró la puerta del apartamento. Luego tomó un taxi para llegar al aeropuerto, ya que él ni siquiera se dignó ir a recogerla. Pedro la esperaba en el vestíbulo. Olvidando todas sus prevenciones, el corazón de ella se llenó de alegría al verlo allí. Sin embargo, él la saludó con una cierta tensión que la desconcertó.

-¿Te encuentras bien?

-Sí, sólo que no me gustan los aviones -mintió. De hecho, era un excelente viajero; pero acababa de realizar la que sería su última artimaña, según se prometió.

Al caer en la cuenta de que le harían el pasaje a nombre de Horacio Gonzalez, lo había interceptado el día anterior en la oficina y luego había reservado otro pasaje con su verdadero nombre, así que había tenido que recogerlo muy temprano en el aeropuerto. Y en ese momento, hacía votos para que todo acabara cuanto antes. En la seguridad de Nápoles, le confesaría todo mientras compartían un vaso de vino. Ambos terminarían riendo y Paula lo perdonaría. Y no volvería a mentir en la vida. Sus nervios no podían soportarlo.


-Ahí lo tienes -dijo Pietro cuando el volcán apareció ante ellos-. Lo que tanto querías ver.

-El Vesubio. Es magnífico -murmuró Paula, extasiada.

El avión giró lentamente y las luces de Nápoles quedaron directamente bajo ellos, como brazos que rodeaban la bahía. En unos cuantos minutos tocarían tierra. Más tarde, tomaron un taxi que los llevó por una colina al Vallini, el hotel más lujoso de Nápoles. El personal uniformado los condujo ante la puerta de la suite reservada para Paula. Había una cama doble de diseño antiguo, aunque muy cómoda, un cuarto de baño de mármol y una sala de estar con una terraza que miraba a la bahía.

-Tengo que ir a mi departamento. Estaré de vuelta en un par de horas -dijo Pedro.

Paula tomó un largo y perfumado baño de espuma. Luego, una peluquera subió a la suite y le hizo un peinado muy elegante. Al cabo de un par de horas, Pedro fue a recogerla.

-Déjame enseñarte una parte de mi ciudad -dijo mientras abría la puerta de un moderno coche deportivo.

Durante un rato estuvieron dando vueltas por estrechas calles empedradas.

-¿Y dónde están los pilluelos? -preguntó ella.

Ambos se echaron a reír. Cenaron agradablemente en una pequeña trattoria y conversaron poco, porque él le prohibió hablar en inglés.

-¿Cuándo empiezo a trabajar? -preguntó Paula de pronto.

 -Primero disfrutaremos de unas breves vacaciones. Lo digo porque cuando conozcas a Enrique no te dejará parar. Y desde luego, también hay que ocuparse de la presentación que tanto deseas -añadió con delicadeza.

-Ah, sí. Él.

Pedro alzó una ceja.

-Sí, él. Pedro Alfonso. El hombre por el que hemos hecho todo esto.

 -Bueno, no hay prisa, ¿Verdad? No hablemos de él esta noche. No quiero pensar en mis obligaciones laborales.

Mientras miraba la calle a través de una ventana junto a la mesa, Paula se preguntó cómo se podía pensar en el trabajo en aquella ciudad tan pintoresca. Había llovido y los borrosos reflejos de las luces brillaban sobre el empedrado de la estrecha calle. No, esa noche no pensaría en nada más que en el hombre que se encontraba frente a ella.

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