—Será mejor que me vaya a hacer las maletas —dijo Paula—. ¿A qué hora nos vamos, Pepe?
—En cuanto estés lista —dijo él con frialdad.
Paula odiaba no saber en que estaba pensando. Sin responder, subió las escaleras a toda prisa. Pronto, llegaron al departamento de Manhattan.
—Tengo que darme prisa —dijo él—. Espero que esta reunión no me lleve demasiado tiempo. Volveré a las siete, para que vayamos a cenar. Toma, una llave del departamento, por si quieres irte a dar una vuelta.
—Buena suerte —le dijo ella con frialdad.
Hubo un silencio tenso.
—Sé que yo no... Bueno, este no es momento para hablar —dijo él—. Te veré luego.
La puerta se cerró y ella se apoyó en los paneles de cedro, con un profundo dolor en el pecho. ¿Sería verdad que tenía una reunión o no era más que una excusa para alejarse de ella, para ir en busca de otra mujer? No tenía respuestas para aquellas preguntas y le dolía la incertidumbre. Observó con detenimiento el departamento. Estaba amueblado en un estilo moderno, una combinación de madera y paredes blancas, con algunas esculturas vanguardistas. Le gustaba la casa y se sentía muy cómoda en ella. ¿Por qué le resultaba tan agradable aquel espacio, cuando lo que recibía de su dueño era frialdad y distancia? Se acercó a los CD que tenía cuidadosamente colocados y seleccionados. Había mucha música clásica y ópera. ¿Opera? No le encajaba tanta emoción en aquel hombre de hierro. Se aproximó a la ventana que daba al río Hudson y se quedó pensativa, observando el paso del agua. Pedro le había dejado un número de teléfono donde podía localizarlo. Seguramente era verdad que tenía una reunión. Pero, ¿llamaría a su amante antes de volver a casa? Ya estaba bien, tenía que dejar de pensar en todo aquello. Lo que debía hacer era ocupar su tiempo. Se puso el chándal y se dirigió a Central Park. Estuvo corriendo durante una hora. Luego regresó al apartamento, se cambió y se dirigió a la Quinta Avenida. Allí se compró un sofisticado vestido azul añil para la fiesta de su padre, un libro sobre pilotaje y una revista de esquí. A las siete menos diez, llegó a casa. Pedro no había dado señales de vida aún. Trató de leer un rato, pero no pudo. Solo pensaba en él, un hombre del que nunca sabía que pensar, que no sabía lo que realmente sentía.
Se hicieron las ocho menos cuarto. Nada: ni una sencilla llamada para advertirla de su tardanza. Se metió en el dormitorio y rebuscó entre su ropa, en el baño. No había ninguna señal de presencia femenina. De pronto, se dio cuenta de que estaba espiando a su marido y de que la idea de que pudiera haber otra mujer en su vida le resultaba insoportable. ¿Por qué no había vuelto a casa aún?
Pedro había obtenido exactamente lo que quería en aquella reunión, pero había sido una negociación dura. Tendría que viajar a Australia y a Singapur en los próximos meses. Se metió en su limusina y miró el reloj. Eran las ocho menos cinco, y le había dicho a Paula que llegaría a casa a las siete.
—Vamos deprisa, Ricardo, llego tarde.
—Me temo, señor, que hay mucho tráfico.
No tenía sentido que llamara a Paula. Después de todo, estaba a punto de llegar. Sin embargo, no dejaba de preguntarse si debía o no hacerlo. Era paradójico que pudiera negociar con la dureza con que lo había hecho aquella tarde y, sin embargo, no pudiera tomar una decisión tan simple como la de llamar o no a su esposa. Su esposa. No se acostumbraba a usar aquella palabra, porque no sabía lo que realmente significaba. Recordó lo sucedido aquella misma mañana. No había sido su intención hacerle el amor. Paula se había sentido mal por el modo en que la había tratado después, con una frialdad innecesaria. Se preguntó a sí mismo por qué se comportaba así. ¿De qué, exactamente, tenía miedo? Tenía miedo de lo que le dictaba su corazón, del. modo en que le dolía al verla llorar. Solo había querido consolarla y había terminado por hacerle apasionadamente el amor en el suelo de la buhardilla. Además, había descubierto que era el primer hombre que tomaba posesión de aquel cuerpo, que ella le había confiado lo más preciado, después de haberlo guardado con tanto celo.
—Ya hemos llegado —dijo el chofer.
—Gracias —respondió Pedro y corrió escaleras arriba. Abrió la puerta con impaciencia y la llamó—. ¡Paula!
Salió de la habitación. Estaba preparada para salir y se había puesto un vestido negro sobrio y elegante.
—Siento haber llegado tarde. Me cambiaré en un momento —dijo, mientras dejaba el maletín sobre la mesa—. Si quieres, puedes mirar un par de revistas de inmuebles. Hay dos áticos que podríamos ver.
Ella respondió con frialdad.
—Yo no tengo intención alguna de comprar una propiedad en Nueva York.
Dejó la chaqueta sobre una silla.
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