Al despertarse, Pedro buscó, automáticamente, el calor de Paula. Se estaba acostumbrando a compartir su cama con ella. Pero aquella mañana no estaba allí. La cama estaba vacía. Miró el reloj que había sobre la mesilla. ¡Eran las ocho de la mañana! Nunca se levantaba tan tarde y además, tenía que volar a Atlanta.
Al intentar levantarse, sintió todo su cuerpo dolorido. Tenía, además, unas marcas rojas, como si Paula le hubiera clavado las uñas. Pero no recordaba nada. La noche anterior, había perdido totalmente el control. La había decepcionado otra vez. Pero ella había respondido haciéndole el amor con la vehemencia de un gato salvaje. Nunca llegaría a entenderla. Se levantó y vio el vestido de noche tirado en el suelo. Lo agarró y, de inmediato, su perfume lo asaltó por sorpresa. La deseaba, desesperadamente. De pronto, vio sobre la mesa un sobre con su nombre fuera. Lo abrió y leyó la nota que había en su interior.
"Mi padre piensa que me marcho contigo a Atlanta. No puedo ir Tengo que alejarme y pensar, recapacitar sobre todo esto. Por favor no le digas que no me he ido contigo. Por favor, no trates de encontrarme.
Paula"
Parecía haber sido escrita a toda prisa. Pedro se dirigió al armario de ella para ver si se había llevado ropa. Sí, lo había hecho, pero a toda prisa también. Sobre la cómoda estaba la caja de la cadena que le había regalado. Estaba vacía. ¡Una cadena, qué significativo! Estaba atada a un hombre al que no amaba y, sin embargo, se había llevado la cadena. Pero, con cadena o sin cadena, lo había dejado. Sin duda, no era más que un abandono temporal, pues Miguel era todavía lo que importaba, pero se había marchado y él no sabía a dónde. Había tratado a Paula como un reto, como algo inalcanzable que quería conseguir. Pero era mucho más, era alguien a quien no se podía manipular. Si se había marchado, su matrimonio había llegado a su fin, con o sin contrato. Nunca había sido un matrimonio de verdad. Se metió en el baño, agarró la maquinilla y se afeitó. Sabía cómo encontrarla, pero no estaba dispuesto a hacerlo. Si necesitaba tiempo para pensar, se lo daría. No estaba dispuesto a ir detrás de ella, no era su estilo. Estaba mucho mejor sin ella.
Se dirigió al aeropuerto, dispuesto a no volver a pensar en ella. Su jet privado lo esperaba allí. Pero, mientras recorría el aeropuerto hacia su destino, una palabra resonaba en su mente: «Paula». Paula no iba detrás de su dinero y algo le decía que no tenía nada que ver con la fortuna de su padre, sino con su forma de ser. Era sincera y honesta, llena de pasión y generosidad. Se había reído con él y había llorado sin poder ocultar sus sentimientos. Y era tan hermosa que le dolía, capaz de llegar al fondo de un corazón que él creía insensible. Se detuvo de pronto y sacó la nota que llevaba en el bolsillo. La leyó una vez más y, luego, recordó su pregunta: «Por qué te has casado conmigo?» ¿Acaso se había enamorado de Paula? ¿Era aquello lo que le sucedía y no era capaz de admitir?
Nunca se había enamorado. Había estado demasiado ocupado en su vida y se había vuelto demasiado cínico como para amar a nadie. Pero un día, en una tormenta, la voz de una mujer lo había embaucado, y se había ido hasta Newfoundland para conocerla. Allí, había descubierto que la voz femenina pertenecía a una hermosa muchacha de veintisiete años que lo había cautivado desde el primer momento. De pronto, sopesó la importancia de la reunión que tenían en Atlanta, y decidió que era mucho más importante ir en busca de ella. Hizo unas llamadas de teléfono y, una hora más tarde, se dirigía a Vermont. Paula había comprado a primera hora un billete para irse a la casa de la montaña. Durante su falsa luna de miel, se había dado cuenta de que a ella le había encantado aquel lugar. Pensó sobre todo lo acontecido en su corta historia y se dió cuenta de que había sido una sucesión de engaños. El único lugar donde había sido sincero con ella había sido en la cama. No le extrañaba que lo odiara. Le había mentido sobre su dinero, sobre lo del doctor Gastón Stansey, sobre sus sentimientos. Como consecuencia, Paula había llegado a la conclusión de que era un ser insensible. Pero no lo era. Sabía que no quería que la encontrara, que no se alegraría de verlo. No estaba jugando al escondite, realmente quería estar sola. ¿Qué le diría cuando la encontrara? ¿Cómo lograría hacerle ver lo que era para él? Necesitaba un escritor profesional que supiera darles a las palabras la forma adecuada. Después de darle vueltas, por fin decidió lo que le iba a decir cuando la encontrara. En Burlington, se enteró de que ella había alquilado un coche negro, un Grand Am. Así que debía de haberse encaminado hacia la casa. De camino hacia su destino, continuaba pensando en lo que haría cuando la encontrara. Quizás debería esperar y dejar que el momento le dictara la mejor forma de actuar.
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