—Yo sí —respondió él.
—No para mí.
Comenzó a desabrocharse la camisa.
—Te pido disculpas por haber llegado tan tarde, Pau.
—Se te olvida algo: este matrimonio es una farsa. No necesitamos una casa en común.
—¿Estás buscando pelea?
—¿Cómo se llama, Pedro? —soltó ella, sin pensar.
Pedro la miró perplejo.
—¿De quién hablas?
—De tú amante, de la mujer por la que no quisiste tocarme en nuestra luna de miel, de la mujer que ha hecho que llegaras tarde a casa.
Se aproximó a ella con un gesto amenazante. Una vez a su lado, Pedro sintió ganas de tomarla entre sus brazos, pero se contuvo.
—¿Me estás acusando de haber estado con otra mujer?
Paula no dudó.
—Sí —respondió al fin.
Pedro sintió toda la furia y la ira del mundo contenida en su pecho. ¿Por qué le causaba tanto dolor aquella mujer? Nunca había permitido que ninguna otra provocara nada parecido.
—No he estado con nadie. He estado en una reunión. Te puedo dar los nombres de los asistentes, si es necesario.
Ella lo miró con firmeza.
—Desde que hemos llegado aquí, me has tratado como si fuera una extraña y, sin embargo, esta misma mañana me has hecho el amor en la buhardilla. ¿Por qué?
—Yo no he estado con ninguna otra mujer, Paula —le dijo él—. ¿Me crees?
Ella lo miró fijamente y en silencio durante unos segundos.
—Sí —respondió ella—. Pero, ¿Por qué llevas ignorándome desde que hemos hecho el amor? ¿Tan decepcionante te ha resultado?
Pedro pensó en las curvas lujuriosas de su cuerpo, el modo en que sus caderas se habían movido al mismo compás que las de él.
—Muy al contrario, Paula. Estabas tan hermosa que me dejaste sin respiración.
Paula se cruzó de brazos en un gesto de autoprotección.
—No sé usar estrategias, ni jugar a todos esos absurdos juegos sociales. Por eso no sé relacionarme como mi padre querría y prefiero esconderme en lugares como Collings Cove. Puedo parecer sofisticada, eso es fácil, pero cuando se trata de estetipo de cosas, no sé cómo actuar. Tú me has demostrado lo infantil que soy. Pretendía que no hubiera sexo en una relación así. Debes de pensar que soy muy inocente.
—Yo también firmé el contrato. ¿Eso en qué me convierte a mí?
—Solo tú sabes tus motivos —Paula bajó los ojos—. Hoy no hemos hecho el amor, ¿Verdad? Era sexo, solo sexo.
Pedro sintió un arrebato de rabia. ¿Qué era lo que lo alteraba de aquel modo?
—Ahórrate lo de «solo sexo». Déjalo en «sexo».
—¿Quieres decir que te ha gustado?
—¡Por favor, Paula, claro que me ha gustado! —era precisamente lo que le había hecho sentir aquel inesperado encuentro lo que lo aterraba.
—Entonces, ¿Por qué...?
No quería escuchar más. La agarró en sus brazos y la besó con hambre, como si nunca antes hubiera poseído aquel cuerpo. No, no había sido solo sexo. Había sido algo indescriptible. De pronto, pensó en otra posibilidad.
—¿Acaso no te gustó a tí?
Celia sonrió.
—Me gustó demasiado.
Su respuesta lo excitó más allá de lo puramente físico. Siempre había tratado de mantenerse a salvo, de guardar las distancias. Sin embargo, con ella no podía.
—¿Tanto como para volver a repetirlo?
—Tanto.
Pedro le rogó que le dejara darse una ducha y que lo esperara en la cama. Ella, así lo hizo. Vestida con un diminuto camisón, lo esperó en la cama, leyendo, como si fuera dueña y señora del dormitorio. El salió del baño, envuelto solo en una toalla. La miró y sonrió para sí. La deseaba.
—¿Qué estás leyendo?
—Un libro sobre pilotaje —dijo ella, tratando de no mirar su torso desnudo—. Seguramente, me sacaré un título superior cuando.... A mi padre no le gusta nada que haga este tipo de cosas.
—Te refieres a que será lo que hagas cuando nos divorciemos —dijo Pedro—. Me da la sensación de que estás buscando el modo de alejarte de Manhattan lo más posible.
—¿Por qué se han complicado tanto las cosas? —preguntó ella y comenzó a llorar.
—Porque todo esto está conectado con la muerte de tu padre.
Paula miraba la cubierta del libro.
—Sí, debe de ser solo por eso.
Nada que ver con él, en otras palabras.
—Estamos en una situación de tensión por lo de tu padre —dijo Pedro—. Los dos deberíamos habernos pensado las cosas un poco más antes de habernos embarcado en una empresa como esta.
—¿Te arrepientes de haberte casado conmigo?
¿Qué se suponía que debía responder a una pregunta así?
—Estamos casados, lo queramos o no, Paula. Deja el libro.
Así lo hizo y él la besó y se deleitó con la dulzura de sus labios. Ella enlazó los brazos a su cuello y ambos sintieron el fervor que el deseo les causaba. Una impetuosa pasión se apoderó de él. Paula, su esposa, estaba allí, en su cama. Pero aquello no era más que sexo y los dos lo sabían.
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