Era un día gris y lluvioso. Las hojas ya habían empezado a caerse de los árboles y hacía frío. Al dar una curva, tuvo que frenar al ver un Grand Am negro que se había salido de la carretera y se había chocado contra un árbol. Pedro salió del coche a toda prisa y abrió la puerta del conductor. Pero Paula no estaba. Tampoco había sangre, ni señales de que hubiera podido salir herida. Seguramente, se habría ido hacia la casa, así que se puso de nuevo al volante y se dirigió hacia allí. Pero, al llegar, vió que no había luces y que la puerta estaba cerrada con llave. Entró, a pesar de todo, y la llamó. Recorrió las habitaciones, una a una, pero estaban vacías.
Pronto se dio cuenta de que, probablemente, no tendría llave y de que su intención inicial no habría sido la de irse a la casa, sino a la cabaña. Tenía que apresurarse y encontrarla... Porque la amaba. «La amaba...» Aquel reconocimiento fue como un duro golpe a su conciencia. Nunca había amado a nadie, pero sí a Paula. Y aquel amor había estado latente desde el principio. Amaba a su esposa y no sabía dónde estaba. Subió a su dormitorio y se cambió de ropa. Se puso unos vaqueros y una botas de montaña, añadió un jersey grueso de lana y un chubasquero. Tendría que dejar una nota, por si ella decidía aparecer por la casa. También dejaría la puerta abierta y una luz encendida. Agarró un trozo de papel y escribió primero lo que menos capaz se sentía de confesar:
"Te amo".
Sabía que no era correspondido, Paula se lo había dejado muy claro. Entonces, ¿Por qué se empeñaba en decirle algo que no querría oír? Era su turno de reírse de él. Pero se lo merecía. Ya le había hecho demasiado daño a aquella mujer. De pronto, la puerta se abrió a su espalda. Él se volvió rápidamente. Paula estaba allí, de pie, en el vano de la puerta, mirándolo como si nunca antes lo hubiera visto. Estaba muy pálida y tenía el pelo, la cara y la ropa empapados.
—Está lloviendo —dijo ella.
Paula estaba temblando de frío. Jethro se había quedado sin habla. Después de un largo silencio, dijo lo primero que se le vino a la mente.
—Te estaba escribiendo una nota. Salía ahora mismo a buscarte. Pensé que estarías en la cabaña.
—Estaba a medio camino cuando empezó a llover, así que decidí venirme aquí, aunque no tengo llave. Iba a romper una ventana —sonrió ligeramente—. Ahora que tú estás aquí, no tendré que hacer nada ilegal.
Pedro sintió que debía decir algo. Era el momento de confesarlo todo. Pero no pudo. Decidió que lo dejaría para cuando estuvieran en la cama, alumbrados por el fuego del hogar, arropados por el calor de las mantas y en brazos el uno del otro.
—Tienes una herida en la frente —dijo él.
—Me he dado un golpe con el parabrisas. Se me cruzó un ciervo y, por evitarlo, me salí de la carretera.
Ninguno de los dos estaban diciendo lo que realmente quería decir.
—Debes de estar helada. Encenderé el fuego y calentaré un poco de sopa.
—De acuerdo —dijo ella y se dirigió a la cocina.
Pedro se quedó en la chimenea y, después de un rato, fue a su encuentro. Se la encontró junto a la mesa, con su nota en la mano.
—¿Has escrito tú esto?
—Sí —dijo él.
Paula se quitó la capucha.
—Por favor, deja de jugar conmigo. No puedo soportarlo más. Sé que no me amas.
Pedro sintió vértigo, un vértigo para él desconocido, que no había sentido ni a siete mil ochocientos metros de altura.
—Sí te amo —dijo con total frialdad.
—¡No! ¡Solo me deseas! Puede que incluso te guste, pero eso no es amor.
—Paula... —su voz sonó desconcertada, atemorizada—. Creo que me enamoré de tí en el Starspray y, si no, lo hice cuando te vi aparecer por primera vez ante mí. Pero no he sido capaz de admitir esa verdad. Nunca antes me había enamorado, hasta ahora. Por eso he venido a buscarte.
—No. Has venido a buscarme porque no soportas sentirte humillado ante mi padre. Te aterraba la idea de que descubriera dónde estaba.
—¡Eso no es verdad! ¡He venido aquí porque te necesitaba!
—¿Cómo voy a confiar en tí, después del modo en que me has engañado?
—No te dije que era rico, porque eso siempre hace que la gente cambie de actitud respecto a mí. Tampoco te dije lo del doctor Stansey porque... porque temía que entonces no te quisieras casar conmigo... ¿Quieres más sinceridad?
Lo miró confusa y retrocedió, como si estuviera ante un enemigo peligroso.
—Escucha, sé que no me quieres, sé que, además, yo te he dado razones más que de sobra para que así sea —dijo él—. Pero te quiero y esa es la única verdad.
—Entonces, lo que hay, ¿No es solo sexo?
—Te mentiría si te dijera que tu cuerpo no me importa. Pero es «tu cuerpo», que forma parte de tí, de Paula, inseparable del resto. Solo te puedo decir, que no puedo vivir sin tí.
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