sábado, 11 de febrero de 2017

Juegos Peligrosos: Capítulo 6

Lo encontró tendido en el sofá, con los ojos cerrados. Luego fue a cambiar la ropa de su propia cama porque no disponía de habitación de invitados.

-¿Cómo me he metido en esto? -murmuró-. Hace una hora yo estaba planeando una horrible venganza.

Cuando volvió a la sala de estar, Pedro estaba despierto y mirando a su alrededor con aire aturdido.

-La cama está preparada. Le he comprado algo para la noche. El paquete está en el dormitorio.

-Gracias. Es muy amable. Puedo manejarme solo.

La habitación estaba iluminada tenuemente por una pequeña lámpara puesta en la mesilla de noche. Pedro sintió un gran alivio porque le dolía mucho la cabeza. Se quitó la ropa, se puso los calzoncillos que ella había comprado y decidió descansar unos minutos antes de ponerse la camiseta. Fue una bendición acomodar la cabeza en la almohada y sentir que el dolor se calmaba con el sueño.

Paula durmió en el sofá. De madrugada se despertó repentinamente y se puso a escuchar con atención. Todo estaba en completo silencio y un leve resplandor se filtraba por el resquicio bajo la puerta del dormitorio. Entonces se acercó a la puerta y, tras unos segundos de vacilación, abrió suavemente. La ropa estaba desparramada por el suelo y Pedro dormía de espaldas con la camiseta en una mano. Al notar que su respiración era regular y relajada, ella concluyó que todo iba bien. Entonces se acercó a la cama sigilosamente con el propósito de apagar la luz. Tal vez la repentina oscuridad perturbó al durmiente porque murmuró algo, se volvió de lado con un brazo fuera de la cama y su mano rozó el muslo de ella. Se quedó petrificada. Lo que menos deseaba era que despertara y la viera allí. Entre la amplia cama y el armario había un estrecho espacio y la mano le impedía pasar. Así que la movió suavemente para abrirse paso, pero de pronto los dedos de Pedro apretaron los suyos. Con la respiración contenida,  se arrodilló y trató de liberar su mano. En ese momento, un tenue rayo de luz iluminó el rostro del hombre, que estaba muy cerca del de la joven, y ella pudo contemplar las líneas de su boca. Por la mañana había notado que esa boca delataba una especie de sarcástica seguridad pero, en ese instante, le pareció más suave, más benévola, pronta a la sonrisa y a una risa espontánea, incluso encantadora. Cuando pudo liberar la mano, abandonó apresuradamente la habitación sin mirar atrás.

Pedro despertó repentinamente. El dolor de cabeza había desaparecido por completo y se sintió invadido por una intensa sensación de bienestar. Tal vez tuviera algo que ver con esa mujer extraordinaria que había aparecido en su vida el día anterior y que le había impulsado a conducirse de un modo extraño. Se preguntó si volvería a reconocerse. Aunque la verdad era que nunca se había reconocido del todo en los largos años en que había adoptado una doble personalidad.

 No lograba recordar a su madre, Ana Alfonso, fallecida pocas semanas tras su nacimiento. De hecho, sus primeros recuerdos se remontaban a los cuatro años, en la oficina del Registro Civil, mientras su padre contraía matrimonio con una joven de diecinueve años llamada Graciela. Él había adorado a esa mujer y se había sentido seguro junto a ella. Pero había descubierto que la posesión del ser amado no duraba para siempre. Dos años más tarde, Graciela  y Horacio adoptaron a Lucas. Era un año menor que Pedro. «Serán compañeros», fue el comentario general. Y lo habían sido. A pesar de los mutuos sabotajes a sus proyectos infantiles, habían hecho una alianza contra el mundo. Aunque era una alianza frágil, siempre al borde de la ruptura.

Su recuerdo más doloroso se remontaba a los nueve años, cuando Horacio y Graciela se divorciaron y ella se marchó llevándose a Lucas. Sólo más tarde fue capaz de comprender que no había tenido otra alternativa. Él era hijo de Horacio, pero no de Graciela, que únicamente podía pedir la custodia de Lucas. Se quedó junto a su padre con el dolor de sentirse abandonado por la única madre que había conocido. Hasta que dos años después, Horacio falleció y los Alfonso lo llevaron a vivir a Nápoles. Para su alegría, Graciela fue a buscarlo. Así fue como ella conoció a Antonio, uno de sus tíos, y pronto se casaron. Pedro adoptó el apellido italiano y desde entonces nunca dejó de sentirse un auténtico Alfonso napolitano. Sin embargo, ante esa hermosa y fascinante mujer cuya cama ocupaba, no podía ser Pedro Alfonso.

Eran las siete de la mañana y todavía estaba oscuro en esa época del año. Tras ponerse los pantalones, abrió un poco la puerta. Un haz de luz iluminaba a la joven, que estaba de perfil junto a la ventana. Tardó un instante en reconocerla. Esa misteriosa criatura con los largos cabellos negros que le caían sobre los hombros, sobre los pechos y hasta la mitad de la espalda, era muy diferente a la mujer austera que había visto de día. La pálida luz gris perfilaba su figura, apagando los colores, hasta dejarla convertida en una sombra. La joven contemplaba la luz naciente como si el amanecer la volviera a la vida.

-Una strega -pensó Pedro.

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