sábado, 11 de febrero de 2017

Juegos Peligrosos: Capítulo 7

Sí, una bruja; aunque de ningún modo una vieja arpía revolviendo un caldero, sino una bella hechicera cuyas víctimas la seguían a un paraje donde todo podía suceder. Las leyendas italianas estaban pobladas de esas hermosas criaturas cuya belleza era imposible resistir. El hombre que quisiera descubrir su misterio tendría que seguirla al reino de las sombras y entonces sería demasiado tarde para él.

Pedro sacudió la cabeza, sorprendido de sus propios pensamientos. Solía preciarse de su sentido común y ahí estaba... sumido en fantasías sobre brujas. ¿Pero cómo podía evitarlo enfrentado a su fascinante contradicción? Ella mostraba al mundo un aspecto austero, con el pelo sensatamente peinado hacia atrás y pulcramente vestida. Y además dormía con un pijama nada seductor, pero de una tela tan fina que la luz que se filtraba por la ventana ponía de relieve sus pechos firmes, la cintura estrecha y las delicadas caderas. Entonces bajó a la tierra y se fijó en la ropa de cama y las almohadas en el sofá. Ella había dormido allí mientras él ocupaba su cama. Debía retirarse. Ningún caballero se quedaría contemplando a una mujer abandonada a sí misma contra una luz que casi la dejaba desnuda. Así que un largo instante después, se forzó a cerrar la puerta de la habitación. Entonces esperó unos cuantos minutos y terminó de vestirse haciendo mucho ruido. Cuando volvió a abrir la puerta, notó que ella había retirado la ropa de cama del sofá. Paula salió de la cocina con una amable sonrisa. Llevaba un jersey, pantalones y el pelo recogido con una cinta de colores.

-Buenos días -lo saludó alegremente-. ¿Cómo se siente?

-Mucho mejor después de haber dormido profundamente, gracias. Bueno, gracias por todo, empezando por el hecho de haberme traído a su casa. Tenía razón en cuanto al hotel. Es un lugar lleno de gente, pero habría sido lo mismo que estar solo.

-Aunque siempre habría podido pedir que le enviaran un médico -observó, divertida-. Pero no lo habría hecho. Demasiada sensatez. Y los hombres nunca hacen nada sensato.

-Yo lo hago normalmente -rebatió Pedro con una mueca-. Según mi madre, ése es mi mayor problema. Vive buscándome esposa, aunque dice que mi buen juicio acaba por alejar a las candidatas. Y yo le digo que cuando esté dispuesto a casarme, buscaré una mujer tan sensata como yo, de modo que ninguno notará lo aburrido que es el otro.

Paula se echó a reír pensando que no tenía nada de aburrido. Bastaba con mirarlo, allí de pie contra la luz de la ventana, que ponía de manifiesto su intensa vitalidad masculina. También notó con alarma que le producía alegría el hecho de que no estuviera casado, aunque no debería importarle.

-Tiene suerte. Conozco muchas damas aburridas que pasarían por alto algunos defectos y se interesarían por usted.

-Gracias, señora -dijo con ironía.

 -El cuarto de baño está allí -dijo ella cuando ambos dejaron de reír.

Pedro tuvo que admitir que incluso la elección de la espuma y la loción de afeitar eran perfectas. Era una mujer muy organizada y todo lo hacía bien. Aunque ése era sólo un aspecto de su personalidad. Había otro que tenía que ver con su lengua ingobernable que solía dispararse sin más, pese a sus esfuerzos por controlarla. Y ése era el aspecto más interesante, el que deseaba conocer más a fondo. No iba a ser fácil, aunque él no dejaría de intentarlo.

Cuando volvió a la sala de estar, oyó que ella estaba en la cocina. Entonces echó una mirada alrededor y volvió a percibir que algo faltaba. Como ella, todo era pulcro y perfectamente ordenado. Pero, ¿qué más era esa mujer? ¿Cuáles eran sus sueños y deseos? Allí no había nada que se los revelara. Pedro encontró una sola cosa que sugería una vida personal. Era la fotografía de una pareja mayor, con las cabezas unidas, que sonreía abiertamente. La mujer tenía cierto parecido con Paula. Dedujo que serían sus abuelos. En el mismo momento que empezaba a sentir el aroma de las tostadas, llamaron al timbre.

-¿Me hace el favor de abrir?

Pedro atendió a un joven uniformado con un gran ramo de rosas, una botella de champán y dos tarjetas.

-Hemos recibido esto en recepción para la señorita Chaves. Todos los años le envían una gran cantidad de cosas para San Valentín.

-De acuerdo, yo se las entregaré.

Entre las hermosas y perfumadas flores había una tarjeta que decía: «Para la única, la niña que transformó el mundo».

-Parece que es usted muy popular -comentó con asombro al ver su expresión cuando le entregó las rosas. Su sonrisa era hermosa, tierna, llena de amor-. ¿De quién son? -Pedro no pudo resistirse a preguntar.

-¿La tarjeta viene sin nombre?

 -Así es.

 -Bueno si esa persona desea mantener su identidad en secreto, ¿Quién soy yo para impedírselo? -dijo con ligereza-. Y ahora vamos a desayunar.

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