sábado, 11 de febrero de 2017

Juegos Peligrosos: Capítulo 8

-Considerando el estado en que dejé su coche bien podría haberme abandonado a mi suerte -comentó Pedro mientras tomaban café.

-Es verdad. Y no sé por qué no lo hice.

 -Tal vez sea una persona de buen corazón, capaz de perdonar.

Ella reflexionó unos segundos.

 -Debe de haber otra razón, porque yo no soy así. ¿Cómo ocurrió el accidente?

-Olvidé que los ingleses conducen en sentido contrario.

 -¿Entonces pasa mucho tiempo en Italia?

-Sí. Aunque en muchos lugares me siento como en casa.

-Trabaja para Leonate, ¿Por eso se encuentra aquí?

-Algo así -respondió vagamente.

-¿Y tiene que presentarles un informe?

-Tendré que hacerlo aunque, por el bien de mi dignidad, no mencionaré lo que ocurrió ayer entre nosotros. Créame que no era mi intención tenderle una trampa. Lo que sucede es que tengo un sentido muy peculiar del humor.

-Y yo no lo tengo en absoluto.

-En el informe voy a escribir: «Carece de sentido del humor: Un problema que habrá que considerar posteriormente, tal vez en una cena».

-¡Váyase de aquí! -exclamó, riendo a su pesar.

-¿Literalmente?

 -No, primero termine de desayunar. Ambos sonrieron.

-Entonces, ¿Qué me dice de cenar juntos? ¿Puedo reservar mesa en el hotel Atelli?

Paula se quedó impresionada al oír el nombre del hotel más nuevo y lujoso de Londres.

-Es una idea maravillosa, pero sólo si se encuentra suficientemente repuesto para salir.

-Estoy bien. Tendremos que ocuparnos de los coches. ¿Dónde suele revisar el suyo?

 -Lo llevo a un taller no lejos de aquí. ¿Está seguro de que desea pagar los daños?

 -Totalmente -dijo con firmeza-. Y ahora hablemos de otra cosa. ¿No va abrir sus tarjetas de San Valentín?

Pedro había decidido no volver a tocar el tema, pero parecía que su voluntad se había debilitado de modo lamentable.

-¿Por qué no? -respondió ella, y abrió las dos tarjetas lentamente. Eran reproducciones de flores, aunque ninguna llevaba mensaje. Sin embargo, su rostro se volvió tierno, suave, mientras las miraba con una sonrisa encantadora.

-Está claro que conoce a las personas que le han enviado las tarjetas.

-Por supuesto.

 -Y ambos deben de sentirse muy seguros de... bueno...

-Los quiero mucho y ellos lo saben.

-Claro, es lo que me figuré. Pero, ¿No es un poco complicado?

-¿Por qué habría de serlo?

-¿Ellos se conocen?

-Desde luego que sí. ¿Por quién me toma?

 -¿Y cuál de los dos le ha enviado las flores?

Ella se encogió de hombros maliciosamente.

 Cuando Pedro se hubo marchado al dormitorio, Paula, con su móvil en la mano, se encerró en el cuarto de baño y marcó rápidamente un número de teléfono.

-¿Diga? -oyó que contestaba una voz familiar.

-¿Papá? Son realmente hermosas.

-Ah, ya llegaron las flores.

 -Y las tarjetas también. Son preciosas, pero ambos están locos -dijo con una risita-. ¿A qué padres se les ocurre enviar tarjetas a su hija para el día de San Valentín?

-Bueno, como te decíamos en una de ellas, tú nos cambiaste el mundo al nacer, cuando ya habíamos perdido las esperanzas de tener un hijo. Espera, mamá quiere hablar contigo.

-¿Te han gustado, cariño? -oyó la voz alegre de su madre.

 -Un gesto encantador, mamá. ¿Y tú?

-También me han enviado rosas. Y el próximo año tal vez haya un hombre que te regalará flores para San Valentín. Oh, sé que dijiste que nunca más, pero tu padre y yo cruzamos los dedos para que se cumplan nuestros deseos.

-No te hagas demasiadas ilusiones, mamá. Te casaste con el único tipo decente que quedaba en el mundo. Aunque, a decir verdad, aquí hay un tipo -añadió de pronto, en tono travieso.

-¿Quieres decir que un hombre ha pasado la noche contigo?

-Sí.

 -¿En tu cama? -preguntó con alegría.

 -Deberías ser más puritana, mamá, ya casi tienes setenta años.

 -Una debe adaptarse a los tiempos que le toca vivir. ¿En tu cama? -insistió.
-Sí, en mi cama; pero no te emociones demasiado. Hay una sola en mi departamento y se la cedí. El tipo sufrió un ligero accidente y yo lo traje aquí para cuidarlo, eso es todo.

-¿Es guapo?

-Eso no tiene nada que ver.

-¡Tonterías, cariño! Tiene todo que ver -afirmó su madre.

 -Bueno, sí. Lo es.

 -¿Y qué ha comentado sobre las flores y las tarjetas?

-Se ha mostrado... interesado.

 -¿No le habrás dicho que las han enviado tus padres, verdad?

Al oír esas palabras, Paula dejó escapar una risita.

-No. Eso lo aprendí de ti.

-Muy bien hecho. Mantenlo en la duda. Me parece maravilloso. Voy a contárselo a tu padre. ¿Volverás a verlo?

-Cenaremos juntos esta noche.

 -¡Miguel! ¡Adivina! -chilló su madre-. Buena suerte, cariño.

Cuando Paula cortó la comunicación se sintió más contenta, como siempre cuando hablaba con sus padres. No podía imaginar cómo esa pareja había llegado tan lejos sin descubrir que el amor y el matrimonio eran cosa de necios. No podía olvidar lo que había aprendido. Los sentimientos más elevados no eran para ella. Actualmente, en su vida sólo cabía la ambición y sus deseos de diversión. Y esa noche iba a disfrutar de ambas cosas. Horacio Gonzalez era una compañía encantadora y, lo más importante, se movía en el centro del poder. Seguro que conocía a Pedro Alfonso y podría decirle cómo alcanzar la meta que se había propuesto. De pronto, sintió un leve remordimiento de conciencia al pensar que actuaba mal con él, pero sólo duró un instante.


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