Por primera vez en mucho tiempo, se sentía bien. Mientras bajaba las escaleras pensó en ello. Llorar la había calmado. Sin nada más que solucionar de momento, se preguntó si a Pedro le gustaría el vestido.
Pedro estaba ya preparado en el salón, bajo aquel techo de varios metros de altura y rodeado de una impresionante colección de antigüedades americanas. Se fijó en el hermano de Paula, Gonzalo. Efectivamente, era tal y como se lo habían descrito. Su mujer, tan tradicional, conservadora y estirada como él, sujetaba de la mano a dos niñas que miraban con envidia a los revoltosos hijos de Luciana. Se alegraba mucho de que su hermana y su esposo estuvieran allí, aunque le hacía sentir incómodo que se sintiera tan felíz ante la idea de aquel matrimonio. Miró el reloj. Faltaba un minuto para las once. Esperaba que Paula no bajara tarde. Por primera vez, no tenía la sensación de estar actuando, pues estaba realmente impaciente, como cualquier novio en espera de la novia. ¿Estaría ella tan nerviosa como él? ¿Y si en el último momento se arrepentía y decidía no seguir adelante con aquella farsa?
De pronto, los músicos de cámara comenzaron a interpretar la marcha nupcial. El sacerdote se colocó delante de Pedro, Diego se tocó el bolsillo para asegurarse de que tenía los anillos y se puso junto al novio. Luciana estaba muy guapa, con un bonito vestido amarillo, y le sonreía complacida.
Estaba a punto de casarse. Nunca había pensado que realmente se casaría, especialmente con una mujer a la que apenas conocía y que poseía la insufrible habilidad de llegar hasta lo más hondo de su corazón. Se volvió hacia ella. Paula caminaba lenta y ceremonialmente hacia él. Llevaba un vestido blanco, de falda estrecha, cuello cerrado y un escote en v por la espalda. Se había recogido el pelo, dejando al descubierto su rostro hermoso. Portaba en las manos un pequeño ramo de lilas. Tuvo la sensación de que era la primera vez que la veía. Y entonces, sonrió, una sonrisa dulce y sincera, y él no pudo por menos que sonreír también. ¡Estaba increíblemente hermosa y elegante, devastadoramente deseable! Era una mujer complicada, de carácter e independiente, y estaba a punto de casarse con ella. Sintió la misma descarga de adrenalina que cuando había escalado el K2. Paula era un reto, un reto único, como ninguno. Su padre le agarró la mano unos segundos y se quedó a su lado.
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos....
La ceremonia fue corta y los novios respondieron solícitos a las preguntas de turno. Paula habló con voz clara y calmada, tal y como lo había hecho el día que se había hundido el Starspray. Pronto se intercambiaron los anillos. Los votos estaban hechos.
—Yo los declaro, marido y mujer. Puede besar a la novia.
Lo había hecho, se había casado con Paula Chaves. Ya era su esposa, hasta que la muerte los separara... El corazón le latía con fuerza. La tomó en sus brazos y la besó tiernamente. Cuando la soltó, se dio cuenta de que la novia se había ruborizado. Luciana lloraba emocionada y Gonzalo había iniciado lo que a oídos de todos sonaba como un discurso presidencial.
Francisco, el sobrino de Pedro , que tenía cinco años, se acercó a él.
—¿Ya eres su marido?
—Sí, así es Fran. Puedes llamarla «tía Pau».
—¿La quieres tanto como mi padre quiere a mi mamá?
—Sí —dijo él sin dudar.
—Es muy guapa.
Pedro alzó la vista y miró a la novia.
—Es la mujer más hermosa del mundo.
Paula comenzó a llorar.
—Eso es lo que mi padre le dijo a mi madre... ¡La quería tanto!
¿Qué se suponía que debía decir ante eso? Era capaz de afrontar reuniones de negocios, nuevos retos cada día, pero aquel comentario lo había dejado sin palabras.
—Estás muy diferente a cuando te ví por primera vez.
Ella sonrió con naturalidad.
—De eso se trata.
De pronto, estaban aislados. Todo el mundo se había embarcado en una orgía de abrazos, presentaciones y enhorabuenas. Paula continuó hablando con Pedro.
—Media hora antes de la boda, mi padre y yo hemos tenido la mejor conversación de nuestra. vida. Me ha explicado lo que ocurrió con mi madre y por qué siempre ha tratado de sobreprotegerme. Realmente me quiere, Pepe.
¿Por qué le afectaban de tal modo sus lágrimas?
—Me alegro —dijo él.
—Esto ha valido la pena —dijo ella con una expresión radiante en los ojos—. Le he hecho felíz. Yo sabía que esto era lo correcto, que lo estaba haciendo por él y estaba haciéndolo bien.
Lo hacía por su padre y nada más que por su padre, no debía olvidarse de eso.
martes, 31 de enero de 2017
Novio Por Conveniencia: Capítulo 27
Paula y Pedro se casaban a las once de aquella mañana del sábado para que tuvieran tiempo de llegar a las montañas antes del anochecer. A las diez y veinte, ella ya estaba vestida, peinada y maquillada y no se quería sentar para que no se le arrugara el vestido. El tiempo pasaba con agónica lentitud, así que decidió ir a ver a su padre. Lo había visto muy poco durante aquella última semana, pues se había confinado en sus habitaciones y no la había llamado en ningún momento. Al entrar, lo vió peleándose con la pajarita. Al verla, se quedó boquiabierto y exclamó.
-Alejandra...
Alejandra era el nombre de su madre. Paula sintió un vuelco en el corazón.
—¿Me parezco a ella?
—Así vestida y con el pelo recogido... Sí, te pareces a ella —de pronto se estiró, parecía más alto, como si la visión de su hija con aquel traje de novia le hubiera quitado un montón de años de encima—. Era la mujer más hermosa del mundo.
Paula no pudo evitar una sensación de ahogo.
—¿Sabes? Después de tantos años, todavía la echo de menos.
Miguel bajó los ojos.
—No hice lo correcto contigo después de que ella falleciera, Pau —dijo él—. No podía soportar hablar de tu madre y tampoco te permití a tí que lo hicieras. Eso fue un tremendo error.
Paula se aproximó a él y se encontró con su propia imagen reflejada en el espejo de su padre.
—Pensé que ya no me querías.
El rostro de Miguel se turbó.
—Siempre te he querido, pero nunca he sabido cómo decírtelo.
—¿Me quieres ahora? —preguntó Paula en un susurro. Se volvió hacia ella con ansiedad.
—Sí, mucho —le dijo—. Por eso quiero mantenerte a salvo De modo que un exceso de amor había motivado su exceso de celo.
—Pero yo sé cuidar de mí misma —respondió ella—. Y siempre estaré aquí, a tu lado, porque yo también te quiero, y mucho.
De pronto, se vió en sus brazos, llorando desconsoladamente.
—Te pareces tanto a tu madre... Ella era como tú, un espíritu libre. Aquel día, le había pedido que fuera a Chicago en avión, pero no quiso. Le gustaba conducir. Tuvimos una discusión antes de que se marchara. Después, condujo su coche y se mató. Un conductor borracho chocó contra ella. Habría dado mi vida por haber podido borrar aquella discusión.
—Por eso siempre has querido que hiciera las cosas a tu modo —dijo Paula—. Eso explica el modo en que me has tratado todos estos años...
—Lo que estaba haciendo era contraproducente, me daba cuenta. Pero, sin embargo, no podía evitarlo. Cuanto más te rebelabas contra mí, más quería controlarte.
—Si no fuera a casarme con Pedro, quizás nunca habríamos llegado a tener esta conversación.
—Quizás no —dijo Miguel—. Pedro será un buen marido. Es un gran hombre.
Paula se esforzó por mantener la mirada firme. No quería que su padre notara nada extraño en ella.
—Me alegro de que te guste.
—Mucho mejor que Pablo Coates. Sé que en su momento quise que se casara contigo, pero me alegro de que no lo hicieras. Acaba de divorciarse, después de un corto y fallido matrimonio.
Divorcio. Paula bajó los ojos y agarró la pajarita que tenía su padre en las manos. Miguel no sabía nada sobre aquel desgraciado episodio con Pablo. Nunca podría haberle contado algo así.
—Pablo vino a verme hace un par de días -dijo Miguel—. Trató de convencerme para que no te dejara casarte con Alfonso. Me contó todo tipo de detalles escabrosos sobre su pasado. Pero le dije que Pedro era diez veces mejor que él y que estaban muy enamorados. Lo mandé al infierno.
Se miró al espejo con una sonrisa satisfecha.
—Será mejor que vaya retocarme el maquillaje —dijo ella y abrazó a su padre—. Gracias, papá. Nunca te olvides de que te quiero.
Miguel se aclaró la garganta.
—Si quieres, hablaremos con más detalle de tu madre cuando vuelvas de tu luna de miel —dijo.
Paula sonrió.
—Me encantaría.
Tenía que salir de allí antes de empezar otra vez a lloriquear. Se dirigió a su habitación, se aplicó un poco de rímel y se pintó de nuevo los labios. Agarró el ramo de violetas y se puso el anillo que Pedro le había regalado. Su padre la quería, siempre la había querido. Se merecía aquel sacrificio. Casarse con Pedro era hacer algo incorrecto por las razones adecuadas. ¿O quizás sería al revés? No estaba segura, pero daba igual.
-Alejandra...
Alejandra era el nombre de su madre. Paula sintió un vuelco en el corazón.
—¿Me parezco a ella?
—Así vestida y con el pelo recogido... Sí, te pareces a ella —de pronto se estiró, parecía más alto, como si la visión de su hija con aquel traje de novia le hubiera quitado un montón de años de encima—. Era la mujer más hermosa del mundo.
Paula no pudo evitar una sensación de ahogo.
—¿Sabes? Después de tantos años, todavía la echo de menos.
Miguel bajó los ojos.
—No hice lo correcto contigo después de que ella falleciera, Pau —dijo él—. No podía soportar hablar de tu madre y tampoco te permití a tí que lo hicieras. Eso fue un tremendo error.
Paula se aproximó a él y se encontró con su propia imagen reflejada en el espejo de su padre.
—Pensé que ya no me querías.
El rostro de Miguel se turbó.
—Siempre te he querido, pero nunca he sabido cómo decírtelo.
—¿Me quieres ahora? —preguntó Paula en un susurro. Se volvió hacia ella con ansiedad.
—Sí, mucho —le dijo—. Por eso quiero mantenerte a salvo De modo que un exceso de amor había motivado su exceso de celo.
—Pero yo sé cuidar de mí misma —respondió ella—. Y siempre estaré aquí, a tu lado, porque yo también te quiero, y mucho.
De pronto, se vió en sus brazos, llorando desconsoladamente.
—Te pareces tanto a tu madre... Ella era como tú, un espíritu libre. Aquel día, le había pedido que fuera a Chicago en avión, pero no quiso. Le gustaba conducir. Tuvimos una discusión antes de que se marchara. Después, condujo su coche y se mató. Un conductor borracho chocó contra ella. Habría dado mi vida por haber podido borrar aquella discusión.
—Por eso siempre has querido que hiciera las cosas a tu modo —dijo Paula—. Eso explica el modo en que me has tratado todos estos años...
—Lo que estaba haciendo era contraproducente, me daba cuenta. Pero, sin embargo, no podía evitarlo. Cuanto más te rebelabas contra mí, más quería controlarte.
—Si no fuera a casarme con Pedro, quizás nunca habríamos llegado a tener esta conversación.
—Quizás no —dijo Miguel—. Pedro será un buen marido. Es un gran hombre.
Paula se esforzó por mantener la mirada firme. No quería que su padre notara nada extraño en ella.
—Me alegro de que te guste.
—Mucho mejor que Pablo Coates. Sé que en su momento quise que se casara contigo, pero me alegro de que no lo hicieras. Acaba de divorciarse, después de un corto y fallido matrimonio.
Divorcio. Paula bajó los ojos y agarró la pajarita que tenía su padre en las manos. Miguel no sabía nada sobre aquel desgraciado episodio con Pablo. Nunca podría haberle contado algo así.
—Pablo vino a verme hace un par de días -dijo Miguel—. Trató de convencerme para que no te dejara casarte con Alfonso. Me contó todo tipo de detalles escabrosos sobre su pasado. Pero le dije que Pedro era diez veces mejor que él y que estaban muy enamorados. Lo mandé al infierno.
Se miró al espejo con una sonrisa satisfecha.
—Será mejor que vaya retocarme el maquillaje —dijo ella y abrazó a su padre—. Gracias, papá. Nunca te olvides de que te quiero.
Miguel se aclaró la garganta.
—Si quieres, hablaremos con más detalle de tu madre cuando vuelvas de tu luna de miel —dijo.
Paula sonrió.
—Me encantaría.
Tenía que salir de allí antes de empezar otra vez a lloriquear. Se dirigió a su habitación, se aplicó un poco de rímel y se pintó de nuevo los labios. Agarró el ramo de violetas y se puso el anillo que Pedro le había regalado. Su padre la quería, siempre la había querido. Se merecía aquel sacrificio. Casarse con Pedro era hacer algo incorrecto por las razones adecuadas. ¿O quizás sería al revés? No estaba segura, pero daba igual.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 26
De pronto, Pedro salió como un torbellino.
—¿Dónde demonios has estado? —preguntó furioso.
Ella lo miró indignada y señaló los pantalones cortos y las deportivas.
—De compras en lo más exclusivo de la ciudad —dijo con ironía.
La miró de arriba abajo.
—¡Le dijiste a Martín que volverías en una hora!
—Cambié de opinión.
—Esto no es Collings Cove, Paula. Esta es una gran ciudad. ¿Quieres que tu padre se tenga que preocupar de ti, que tenga miedo de que te hayan raptado o matado?
—Pedro —dijo ella furiosa—, estás haciendo lo mismo que me hace él. No te atrevas a intentar controlar mi vida. Tengo veintisiete años y estoy acostumbrada a vivir por mi cuenta, así que cálmate y déjame en paz.
—No me gusta que me digan cómo tengo que actuar —dijo él con rabia.
—A mí tampoco —le dijo ella en un tono amenazante—. No sé por qué será, pero me da la impresión de que eras tú el que estaba preocupado.
Pedro se tensó.
—Creo que te sobrestimas.
Paula odiaba aquel tono de superioridad.
—Perdóname, después de todo, no soy más que tu prometida.
—¡Y la mujer más desesperante que conozco! —dijo Pedro, se aproximó a ella y la besó en los labios—. Sabes a sal y esos pantalones deberían de estar prohibidos.
Paula pensó que debía de ser él, todo él, lo que estuviera prohibido.
—Necesito darme una ducha antes de cenar.
Sin esperar respuesta, entró en la casa. Subió las escaleras y se detuvo ante la puerta de su padre. Llamó y esperó a oír la cansina voz de su padre. Al entrar lo encontró sentado junto a la ventana con una revista abierta sobre el regazo.
—¡Pau! -dijo el anciano.
—Quería saber cómo te encontrabas —lo besó en la mejilla.
La miró de arriba abajo con disgusto.
—No me gusta que corras por las calles de Washington —dijo él.
—Solo he estado en el centro. Allí no hay ningún peligro.
—Me alegro de verdad de que vayas a casarte con Pedro. Te mantendrá a raya.
Paula no pudo evitar un sentimiento de desesperación.
—No creo que ese sea el propósito del matrimonio.
—No has cambiado nada, Pau. Estás en una gran ciudad y es peligrosa.
Ella se entristeció.
—Sí, sí he cambiado, padre. Hace cinco años ni siquiera habría estado aquí contigo. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas.
Miguel se quedó sin palabras.
—Bueno, supongo que tienes algo de razón —se quedó en silencio—. Quiero que sepas que durante el tiempo que me queda hasta el gran día voy a estar descansando en mi habitación, para prepararme.
—¿Te encuentras peor?
—No quiero entrar en detalles. Pedro pasará tres días en Nueva York y yo aprovecharé para comer y cenar aquí.
Paula no sabía nada de aquello, pero la noticia hizo que sintiera una extraña mezcla de alivio y tristeza. Ya en su habitación, se duchó y se vistió para bajar a cenar. Para cuando llegó al comedor, Pedro y su padre ya estaban allí. Al entrar, tuvo la sensación de que estaban hablando de algo que no querían que ella escuchara.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó ella sin reparos.
Miguel respondió.
—Estábamos hablando sobre la boda.
Paula se dió cuenta de que estaba mintiendo. El anciano continuó.
—Le preguntaba a Pedro dónde vais a pasar la luna de miel.
Pedro intervino.
—Le he dicho que todavía no lo habíamos hablado.
Paula se preocupó. Trató de controlarse, pero su nerviosismo era patente.
—No va a haber luna de miel —dijo Paula—. Quiero estar contigo, padre.
—Pues yo quiero que estén fuera al menos tres o cuatro días —dijo Miguel.
—Tengo un crucero de lujo en el Caribe —dijo Pedro—. También podríamos viajar a París.
«Sabes perfectamente lo que me gustaría hacer», pensó Paula. «Me gustaría tirarte un plato a la cabeza».
—Pero hace mucho que no estás en tus oficinas de Nueva York y puede que se requiera tu presencia allí.
—No te lo había dicho, pero mañana voy para allá, así que no será un problema.
Paula sintió que no tenía escapatoria.
—En ese caso, me gustaría ir a Vermont.
Pedro la miró sorprendido.
—¿Quién te ha hablado de Vermont?
—Tu hermana Luciana. Me dijo que era un lugar precioso.
Pedro no podía ocultar su turbación. Por fin, se repuso y le siguió el juego.
—Bien, iremos a Vermont —le aseguró.
Acababa de obligarlo a hacer algo que no quería y eso hacía que se sintiera satisfecha. Pero, al mismo tiempo, acababa de firmar su sentencia de muerte. Tendría que pasar tres días a solas con él en mitad del bosque. ¿Por qué había tenido que abrir la boca?
—Volveremos el martes, padre, y no quiero discusiones.
—Muy bien —dijo Miguel.
Al menos estaría sola tres días y eso era un alivio. Tres días sin él y tres meses como su esposa. No importaba, podría con ello.
—¿Dónde demonios has estado? —preguntó furioso.
Ella lo miró indignada y señaló los pantalones cortos y las deportivas.
—De compras en lo más exclusivo de la ciudad —dijo con ironía.
La miró de arriba abajo.
—¡Le dijiste a Martín que volverías en una hora!
—Cambié de opinión.
—Esto no es Collings Cove, Paula. Esta es una gran ciudad. ¿Quieres que tu padre se tenga que preocupar de ti, que tenga miedo de que te hayan raptado o matado?
—Pedro —dijo ella furiosa—, estás haciendo lo mismo que me hace él. No te atrevas a intentar controlar mi vida. Tengo veintisiete años y estoy acostumbrada a vivir por mi cuenta, así que cálmate y déjame en paz.
—No me gusta que me digan cómo tengo que actuar —dijo él con rabia.
—A mí tampoco —le dijo ella en un tono amenazante—. No sé por qué será, pero me da la impresión de que eras tú el que estaba preocupado.
Pedro se tensó.
—Creo que te sobrestimas.
Paula odiaba aquel tono de superioridad.
—Perdóname, después de todo, no soy más que tu prometida.
—¡Y la mujer más desesperante que conozco! —dijo Pedro, se aproximó a ella y la besó en los labios—. Sabes a sal y esos pantalones deberían de estar prohibidos.
Paula pensó que debía de ser él, todo él, lo que estuviera prohibido.
—Necesito darme una ducha antes de cenar.
Sin esperar respuesta, entró en la casa. Subió las escaleras y se detuvo ante la puerta de su padre. Llamó y esperó a oír la cansina voz de su padre. Al entrar lo encontró sentado junto a la ventana con una revista abierta sobre el regazo.
—¡Pau! -dijo el anciano.
—Quería saber cómo te encontrabas —lo besó en la mejilla.
La miró de arriba abajo con disgusto.
—No me gusta que corras por las calles de Washington —dijo él.
—Solo he estado en el centro. Allí no hay ningún peligro.
—Me alegro de verdad de que vayas a casarte con Pedro. Te mantendrá a raya.
Paula no pudo evitar un sentimiento de desesperación.
—No creo que ese sea el propósito del matrimonio.
—No has cambiado nada, Pau. Estás en una gran ciudad y es peligrosa.
Ella se entristeció.
—Sí, sí he cambiado, padre. Hace cinco años ni siquiera habría estado aquí contigo. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas.
Miguel se quedó sin palabras.
—Bueno, supongo que tienes algo de razón —se quedó en silencio—. Quiero que sepas que durante el tiempo que me queda hasta el gran día voy a estar descansando en mi habitación, para prepararme.
—¿Te encuentras peor?
—No quiero entrar en detalles. Pedro pasará tres días en Nueva York y yo aprovecharé para comer y cenar aquí.
Paula no sabía nada de aquello, pero la noticia hizo que sintiera una extraña mezcla de alivio y tristeza. Ya en su habitación, se duchó y se vistió para bajar a cenar. Para cuando llegó al comedor, Pedro y su padre ya estaban allí. Al entrar, tuvo la sensación de que estaban hablando de algo que no querían que ella escuchara.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó ella sin reparos.
Miguel respondió.
—Estábamos hablando sobre la boda.
Paula se dió cuenta de que estaba mintiendo. El anciano continuó.
—Le preguntaba a Pedro dónde vais a pasar la luna de miel.
Pedro intervino.
—Le he dicho que todavía no lo habíamos hablado.
Paula se preocupó. Trató de controlarse, pero su nerviosismo era patente.
—No va a haber luna de miel —dijo Paula—. Quiero estar contigo, padre.
—Pues yo quiero que estén fuera al menos tres o cuatro días —dijo Miguel.
—Tengo un crucero de lujo en el Caribe —dijo Pedro—. También podríamos viajar a París.
«Sabes perfectamente lo que me gustaría hacer», pensó Paula. «Me gustaría tirarte un plato a la cabeza».
—Pero hace mucho que no estás en tus oficinas de Nueva York y puede que se requiera tu presencia allí.
—No te lo había dicho, pero mañana voy para allá, así que no será un problema.
Paula sintió que no tenía escapatoria.
—En ese caso, me gustaría ir a Vermont.
Pedro la miró sorprendido.
—¿Quién te ha hablado de Vermont?
—Tu hermana Luciana. Me dijo que era un lugar precioso.
Pedro no podía ocultar su turbación. Por fin, se repuso y le siguió el juego.
—Bien, iremos a Vermont —le aseguró.
Acababa de obligarlo a hacer algo que no quería y eso hacía que se sintiera satisfecha. Pero, al mismo tiempo, acababa de firmar su sentencia de muerte. Tendría que pasar tres días a solas con él en mitad del bosque. ¿Por qué había tenido que abrir la boca?
—Volveremos el martes, padre, y no quiero discusiones.
—Muy bien —dijo Miguel.
Al menos estaría sola tres días y eso era un alivio. Tres días sin él y tres meses como su esposa. No importaba, podría con ello.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 25
—Paula, por favor, no puedo soportar que llores.
Sacó un pañuelo y se limpió diligentemente.
—Entonces no lloraré.
—Dame tu mano —le pidió él. De pronto, notó las marcas de unos dedos sobre la muñeca—. ¿Quién te ha hecho esto?
Ella lo miró asustada.
—Me encontré con Pablo mientras hacía tiempo para la cita con el abogado. Quería convencerme de que no me casara contigo.
La miró directamente a los ojos.
—Si se le ocurre volver a ponerte una mano encima...
—¡Vaya, si no te conociera como te conozco, diría que estás celoso!
Le puso delicadamente el anillo.
—Eres mía, Paula. No lo olvides.
—Solo durante tres meses. Jethro tomó su mano y fue besándole sensualmente los dedos uno a uno.
Paula se estremeció. Lo deseaba y eso la aterraba. Le daba miedo lo que le hacía sentir.
—¿No le tienes un poco de miedo?
Sonrió a la hermana de Pedro. Luciana y ella se habían conocido hacía apenas una hora, y ya se sentían como si fueran amigas de toda la vida. Estaban comiendo en un bonito restaurante de Georgetown.
—Si lo tengo, te aseguro que no se lo voy hacer notar —dijo con una sonrisa.
—Siempre lo he visto como mi hermano mayor, el que me cuidaba y se ocupaba de mí cuando era pequeña. Es muy diferente a mí —dijo ella, mientras pinchaba un poco de ensalada—. La verdad es que nunca le entendí realmente.
Paula pensó que ya eran dos con el mismo problema. Le gustaba aquella mujer: era abierta y sincera.
—Me dijo que tu madre os había abandonado cuando eran pequeños.
—¿Te lo ha contado? Es extraño, porque nunca habla de eso.
—Lo sé. —Mi padre era un hombre terrible —Luciana se estremeció—. Pepe me protegía de él cuando bebía. Supongo que Pepe acabó por asumir su papel de padre conmigo. Es muy duro lo que voy a decir, pero los dos nos sentimos aliviados cuando mi padre murió.
Sin duda, su padre había sido un hombre violento. Le agarró la mano.
—No hables de él si te entristece.
—Mi padre era muy cruel con Pepe. Yo creo que lo odiaba —su mirada era abierta y clara, muy distinta a la de Pedro—. Últimamente, estaba muy preocupada por mi hermano. Pensé que nunca llegaría a enamorarse. Aunque no te conozco bien, me alegro de que te haya encontrado. Mi instinto me dice que eres buena para él.
Paula se sintió mal. Aquella situación era una farsa y podría acabar hiriendo a inocentes. Le perturbaba estar engañando a alguien como Luciana.
—La verdad es que discutimos continuamente —le confesó.
Luciana sonrió.
—Pedro me dijo que tienes mucho carácter. ¿Te das cuenta de que habrá un montón de mujeres dispuestas a envenenarte cuando se enteren de que él se va a casar?
—Sí.
—Pero no te preocupes. Nunca ha querido a ninguna de ellas —le aseguró Luciana.
El problema era que tampoco la quería a ella. Paula decidió cambiar de tema para no ponerse en una situación comprometida.
—Estoy deseando ver la casa que tiene Pedro en Manhattan.
—Es preciosa y menos formal que la de París, pero mucho más que la de Vermont. Seguro que te llevará algún día allí. Es su lugar de retiro, el sitio al que se va cuando no quiere que sepan dónde está.
Era la primera noticia que tenía de aquel lugar. Pedro no lo había mencionado por algún motivo, estaba segura. Continuaron el paseo visitando algunas tiendas exclusivas de novias. Pero Paula no encontró lo que buscaba.
Después, se marchó a casa. Al llegar, Martín le dijo que su padre estaba acostado, así es que se preparó para ir a correr. Le encantaba hacerlo. Informó al mayordomo de que estaría de vuelta en una hora y emprendió su camino. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza a la vez que corría. Pensaba en su padre, que no estaría con ella la próxima primavera, pensó en Pedro y en su hermana, en la tristeza que le provocaría su divorcio. Después de dos horas, se dio cuenta de que no podría pasarse el resto de su vida corriendo y de que, tarde o temprano, tendría que volver a su casa y enfrentarse a Miguel y a Pedro una vez más. Se detuvo, respiró profundamente y emprendió la vuelta a Fernleigh. Antes de entrar en la casa, se aproximó por la parte trasera y se detuvo allí a hacer unos estiramientos.
Sacó un pañuelo y se limpió diligentemente.
—Entonces no lloraré.
—Dame tu mano —le pidió él. De pronto, notó las marcas de unos dedos sobre la muñeca—. ¿Quién te ha hecho esto?
Ella lo miró asustada.
—Me encontré con Pablo mientras hacía tiempo para la cita con el abogado. Quería convencerme de que no me casara contigo.
La miró directamente a los ojos.
—Si se le ocurre volver a ponerte una mano encima...
—¡Vaya, si no te conociera como te conozco, diría que estás celoso!
Le puso delicadamente el anillo.
—Eres mía, Paula. No lo olvides.
—Solo durante tres meses. Jethro tomó su mano y fue besándole sensualmente los dedos uno a uno.
Paula se estremeció. Lo deseaba y eso la aterraba. Le daba miedo lo que le hacía sentir.
—¿No le tienes un poco de miedo?
Sonrió a la hermana de Pedro. Luciana y ella se habían conocido hacía apenas una hora, y ya se sentían como si fueran amigas de toda la vida. Estaban comiendo en un bonito restaurante de Georgetown.
—Si lo tengo, te aseguro que no se lo voy hacer notar —dijo con una sonrisa.
—Siempre lo he visto como mi hermano mayor, el que me cuidaba y se ocupaba de mí cuando era pequeña. Es muy diferente a mí —dijo ella, mientras pinchaba un poco de ensalada—. La verdad es que nunca le entendí realmente.
Paula pensó que ya eran dos con el mismo problema. Le gustaba aquella mujer: era abierta y sincera.
—Me dijo que tu madre os había abandonado cuando eran pequeños.
—¿Te lo ha contado? Es extraño, porque nunca habla de eso.
—Lo sé. —Mi padre era un hombre terrible —Luciana se estremeció—. Pepe me protegía de él cuando bebía. Supongo que Pepe acabó por asumir su papel de padre conmigo. Es muy duro lo que voy a decir, pero los dos nos sentimos aliviados cuando mi padre murió.
Sin duda, su padre había sido un hombre violento. Le agarró la mano.
—No hables de él si te entristece.
—Mi padre era muy cruel con Pepe. Yo creo que lo odiaba —su mirada era abierta y clara, muy distinta a la de Pedro—. Últimamente, estaba muy preocupada por mi hermano. Pensé que nunca llegaría a enamorarse. Aunque no te conozco bien, me alegro de que te haya encontrado. Mi instinto me dice que eres buena para él.
Paula se sintió mal. Aquella situación era una farsa y podría acabar hiriendo a inocentes. Le perturbaba estar engañando a alguien como Luciana.
—La verdad es que discutimos continuamente —le confesó.
Luciana sonrió.
—Pedro me dijo que tienes mucho carácter. ¿Te das cuenta de que habrá un montón de mujeres dispuestas a envenenarte cuando se enteren de que él se va a casar?
—Sí.
—Pero no te preocupes. Nunca ha querido a ninguna de ellas —le aseguró Luciana.
El problema era que tampoco la quería a ella. Paula decidió cambiar de tema para no ponerse en una situación comprometida.
—Estoy deseando ver la casa que tiene Pedro en Manhattan.
—Es preciosa y menos formal que la de París, pero mucho más que la de Vermont. Seguro que te llevará algún día allí. Es su lugar de retiro, el sitio al que se va cuando no quiere que sepan dónde está.
Era la primera noticia que tenía de aquel lugar. Pedro no lo había mencionado por algún motivo, estaba segura. Continuaron el paseo visitando algunas tiendas exclusivas de novias. Pero Paula no encontró lo que buscaba.
Después, se marchó a casa. Al llegar, Martín le dijo que su padre estaba acostado, así es que se preparó para ir a correr. Le encantaba hacerlo. Informó al mayordomo de que estaría de vuelta en una hora y emprendió su camino. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza a la vez que corría. Pensaba en su padre, que no estaría con ella la próxima primavera, pensó en Pedro y en su hermana, en la tristeza que le provocaría su divorcio. Después de dos horas, se dio cuenta de que no podría pasarse el resto de su vida corriendo y de que, tarde o temprano, tendría que volver a su casa y enfrentarse a Miguel y a Pedro una vez más. Se detuvo, respiró profundamente y emprendió la vuelta a Fernleigh. Antes de entrar en la casa, se aproximó por la parte trasera y se detuvo allí a hacer unos estiramientos.
sábado, 28 de enero de 2017
Novio Por Conveniencia: Capítulo 24
El abogado era demasiado viejo y demasiado experimentado como para extrañarse del tipo de contrato que le pedía. Redactó diligentemente cuanto ella le dictó, en un contrato que defendía tanto sus intereses como los de su futuro marido.
Al salir, se encontró con Pedro, que la esperaba en la puerta. Estaba realmente guapo, con un traje elegante, recién afeitado. Pero, a pesar de su aspecto civilizado, siempre había algo peligroso en él. La miró de arriba abajo.
—Cada vez que te veo tienes un aspecto diferente.
Paula llevaba un traje marrón de diseño, con una falda muy ajustada y una chaqueta también ajustada, que dibujaba al detalle cada curva de su cuerpo.
—Si me hubiera acostado contigo ayer, ¿Habrías cancelado la boda?
—No —dijo él, sin extrañarse de la repentina pregunta.
—Pero habrías obtenido lo que querías sin tener que casarte.
—He dicho que no, Paula. ¿No recuerdas que todo esto es por tu padre?
Paula lo miró sorprendida. No se esperaba aquella respuesta. Suspiró entristecida y apretó el sobre que llevaba en la mano.
—Mi padre, por supuesto —dijo ella—. A veces se me olvida que esto es solo por mi padre.
—He reservado una mesa en Lamartine. Vamos para allá.
Lo último que deseaba en aquel momento era sentarse cara a cara con Pedro en un restaurante que estaría plagado de amigos de su padre.
—¡Vaya, el mejor restaurante de la ciudad! ¿Tratas de impresionarme?
Pedro cambió radicalmente de tema.
—Si eras tan rebelde en tu adolescencia, ¿Cómo es que no te dedicaste a acostarte con hombres indiscriminadamente?
—¡Serías un fiscal estupendo! Siempre haces las preguntas más fastidiosas. La respuesta es que no sé por qué. Quizás me haya pasado toda la vida esperando a que alguien provocara fuegos artificiales dentro de mí y eso nunca haya ocurrido.
—Pues algo así sucede cuando tú y yo nos acercamos.
—¿Eso es lo que te ocurre con otras mujeres?
—¿Cuántas mujeres crees que ha habido en mi vida?
—Tienes fama de mujeriego.
—Mala prensa sin fundamento.
—Responde a mi pregunta, Pedro.
Dudó unos segundos antes de responder.
—No, no siento lo mismo con otras mujeres.
—¡Vaya! —dijo ella, inconfesablemente feliz por su respuesta.
—Y tú, ¿por qué no has querido tener relaciones con más hombres?
Paula respondió sin pararse a pensar.
—Tenía solo cinco años cuando mi madre murió, pero veía a mis padres profundamente enamorados. Creo que, en el fondo, no me conformo con menos.
Pedro se detuvo en mitad de la calle.
—¿Me estás diciendo que estás enamorada de mí?
—¡No, claro que no!
—Entonces, ¿Por qué esta mañana parecía que me ibas a comer allí mismo, en el jardín?
—No se te escapa nada, ¿Verdad? —dijo ella—. Pero no temas, es puramente hormonal, deseo, se llama.
—En este contrato, no hay cabida para el amor.
—No hace ninguna falta, Pedro —dijo ella, pero su corazón se sentía lastimado—. Espero que hayas reservado mesa en la terraza.
Así lo había hecho.
Después de firmar el contrato que Paula llevaba, tomando como testigo a uno de los camareros, Pedro saco una pequeña caja.
—¡No quiero un anillo! —dijo ella.
—Tu padre esperará que lo haya —respondió él.
Siempre aparecía su padre por medio. Claro que ese era el propósito de toda aquella farsa, no debía olvidarlo. Al abrir el estuche, se encontró un hermoso diamante de un extraño color ámbar.
—¡Es precioso! —dijo—. Es como si hubieras adivinado exactamente qué es lo que me gusta.
—Lo escogí porque me recuerda el modo en que brilla tu pelo bajo los rayos de sol.
Paula lo miró emocionada.
—Eso que acabas de decir es muy bonito —respondió ella y los ojos se le llenaron de lágrimas.
¿Cómo podía ser que un regalo que solo pretendía encubrir una farsa llegara a emocionarla de aquel modo?
Al salir, se encontró con Pedro, que la esperaba en la puerta. Estaba realmente guapo, con un traje elegante, recién afeitado. Pero, a pesar de su aspecto civilizado, siempre había algo peligroso en él. La miró de arriba abajo.
—Cada vez que te veo tienes un aspecto diferente.
Paula llevaba un traje marrón de diseño, con una falda muy ajustada y una chaqueta también ajustada, que dibujaba al detalle cada curva de su cuerpo.
—Si me hubiera acostado contigo ayer, ¿Habrías cancelado la boda?
—No —dijo él, sin extrañarse de la repentina pregunta.
—Pero habrías obtenido lo que querías sin tener que casarte.
—He dicho que no, Paula. ¿No recuerdas que todo esto es por tu padre?
Paula lo miró sorprendida. No se esperaba aquella respuesta. Suspiró entristecida y apretó el sobre que llevaba en la mano.
—Mi padre, por supuesto —dijo ella—. A veces se me olvida que esto es solo por mi padre.
—He reservado una mesa en Lamartine. Vamos para allá.
Lo último que deseaba en aquel momento era sentarse cara a cara con Pedro en un restaurante que estaría plagado de amigos de su padre.
—¡Vaya, el mejor restaurante de la ciudad! ¿Tratas de impresionarme?
Pedro cambió radicalmente de tema.
—Si eras tan rebelde en tu adolescencia, ¿Cómo es que no te dedicaste a acostarte con hombres indiscriminadamente?
—¡Serías un fiscal estupendo! Siempre haces las preguntas más fastidiosas. La respuesta es que no sé por qué. Quizás me haya pasado toda la vida esperando a que alguien provocara fuegos artificiales dentro de mí y eso nunca haya ocurrido.
—Pues algo así sucede cuando tú y yo nos acercamos.
—¿Eso es lo que te ocurre con otras mujeres?
—¿Cuántas mujeres crees que ha habido en mi vida?
—Tienes fama de mujeriego.
—Mala prensa sin fundamento.
—Responde a mi pregunta, Pedro.
Dudó unos segundos antes de responder.
—No, no siento lo mismo con otras mujeres.
—¡Vaya! —dijo ella, inconfesablemente feliz por su respuesta.
—Y tú, ¿por qué no has querido tener relaciones con más hombres?
Paula respondió sin pararse a pensar.
—Tenía solo cinco años cuando mi madre murió, pero veía a mis padres profundamente enamorados. Creo que, en el fondo, no me conformo con menos.
Pedro se detuvo en mitad de la calle.
—¿Me estás diciendo que estás enamorada de mí?
—¡No, claro que no!
—Entonces, ¿Por qué esta mañana parecía que me ibas a comer allí mismo, en el jardín?
—No se te escapa nada, ¿Verdad? —dijo ella—. Pero no temas, es puramente hormonal, deseo, se llama.
—En este contrato, no hay cabida para el amor.
—No hace ninguna falta, Pedro —dijo ella, pero su corazón se sentía lastimado—. Espero que hayas reservado mesa en la terraza.
Así lo había hecho.
Después de firmar el contrato que Paula llevaba, tomando como testigo a uno de los camareros, Pedro saco una pequeña caja.
—¡No quiero un anillo! —dijo ella.
—Tu padre esperará que lo haya —respondió él.
Siempre aparecía su padre por medio. Claro que ese era el propósito de toda aquella farsa, no debía olvidarlo. Al abrir el estuche, se encontró un hermoso diamante de un extraño color ámbar.
—¡Es precioso! —dijo—. Es como si hubieras adivinado exactamente qué es lo que me gusta.
—Lo escogí porque me recuerda el modo en que brilla tu pelo bajo los rayos de sol.
Paula lo miró emocionada.
—Eso que acabas de decir es muy bonito —respondió ella y los ojos se le llenaron de lágrimas.
¿Cómo podía ser que un regalo que solo pretendía encubrir una farsa llegara a emocionarla de aquel modo?
Novio Por Conveniencia: Capítulo 23
Se fue hacia la casa a toda prisa. No era que tuviera nada que temer. No iba a ser tan necia de lanzarse sobre aquel hombre y hacerle el amor allí mismo en el jardín. Se trataba de cambiarse de ropa, de despedirse de su padre y de poner en orden sus notas. Nada de sexo: le diría a su abogado que escribiera eso en letras mayúsculas. Llegó a su destino quince minutos antes de la hora, así que cruzó la calle y entró en el elegante centro comercial en el que solía comprar su ropa. Se sentó en un café a esperar. Mientras echaba azúcar en la humeante taza, alguien la llamó por su nombre.
—¡Paula, qué agradable sorpresa!
Paula guardó los papeles que acababa de sacar.
—¡Pablol!
La besó directamente en la boca, como si tuviera todo el derecho del mundo.
—¡No sabía que estuvieras en Washington!
Paula contuvo las ganas de limpiarse los labios.
—Llegué ayer. He venido a casarme.
La sonrisa de Pablo se desvaneció.
—¿A casarte? ¿Quién es el afortunado?
—Pedro Alfonso, de la flota Alfonso.
—¡No me lo puedo creer! Si es un soltero empedernido.
—Nos conocimos en Newfoundland y nos enamoramos —dijo ella—. Como en las películas.
Pablo notó el cardenal que todavía tenía en la mejilla.
—Parece que te ha sabido meter en cintura.
—Tú eres la única persona capaz de hacer algo así, Pablo. Nunca podría olvidar aquel nefasto encuentro en Newfoundland.
Paula acababa de terminar sus estudios como guardacostas, y estaba realmente feliz. Sus compañeros y ella habían decidido celebrarlo en la playa. Pablo apareció por allí. Tenía su dirección en la felicitación que le había enviado en navidades. Ella se alegró mucho de verlo, pues había salido unas cuantas veces con él y le gustaba de verdad. Además, a su padre parecía agradarle, lo que era excepcional. Lo invitó a la fiesta. La cerveza y el vino corrieron a raudales. Después, la acompañó a su departamento. El beso de buenas noches no fue más que una extensión de la fiesta, pero, de pronto, Pablo empezó a reclamar más de lo que ella estaba dispuesta a darle. Cuanto más decía que no, más se excitaba él y comenzó a arrancarle la ropa con violencia. Poseída por el pánico, empezó a gritar y Pablo la abofeteó. Por suerte, en ese momento, pasó uno de sus amigos que regresaba a su departamento y la rescató.
Paula volvió al presente. Pero algo debió de hacerse patente en su rostro, pues él se justificó.
—Venga, Paula —dijo Pablo—. Eso ocurrió hace tiempo. Ya es hora de que lo olvides. ¿Sabes? Lo que sí me preocupa es que te vayas a casar con ese Alfonso. Todo el mundo sabe que es un mujeriego empedernido y no creo que eso vaya a dejar de ser así.
Paula apartó la taza y trató de controlar los celos que sentía. No podía soportar la idea de ser la última adquisición de Pedro Alfonso. Se quedó en silencio, pensativa, y Pablo aprovechó sus dudas.
—No te cases, Pau. Cometerías un error.
—¿Qué ocurre? ¿Es que necesitas una nueva rica a la que desposar y explotar?
—Lo que ocurre es que nunca dejé de estar enamorado de tí. Sé que lo estropeé todo aquel día después de la fiesta, pero merezco otra oportunidad para demostrar que no soy así.
Era un hombre atractivo, pero había perdido todo su encanto para ella.
—Me casaré con Pedro el sábado.
—¿Por qué tanta prisa? ¿Estás embarazada?
—Mi padre se está muriendo.
—¡Así es que Alfonso quiere añadir tu capital a su inmensa fortuna! ¿Vas a ver a tu abogado para que proteja tus intereses? No te molestes. Los tiburones con que trabaja Alfonso se lo comerán de un bocado en cuanto él lo diga.
Paula no tenía por qué seguir escuchando. Se levantó y él la agarró de la muñeca, clavándole los dedos con fuerza.
—Adiós, Pablo—dijo ella y apartó la mano con violencia.
Dejó el dinero del café sobre la mesa y salió a toda prisa. Todavía sentía el dolor de aquellos dedos grandes apretando su carne. No, no podía creer que Pedro quisiera su dinero. Sabía que carecía de escrúpulos y que podía llegar a ser realmente rudo en sus formas. Pero nada de eso le importaba. Sin embargo, no podía soportar la idea de encontrárselo en brazos de otra mujer. Y era ilógico, puesto que no estaba dispuesta a permitir que Pedro la tocara. Nunca.
—¡Paula, qué agradable sorpresa!
Paula guardó los papeles que acababa de sacar.
—¡Pablol!
La besó directamente en la boca, como si tuviera todo el derecho del mundo.
—¡No sabía que estuvieras en Washington!
Paula contuvo las ganas de limpiarse los labios.
—Llegué ayer. He venido a casarme.
La sonrisa de Pablo se desvaneció.
—¿A casarte? ¿Quién es el afortunado?
—Pedro Alfonso, de la flota Alfonso.
—¡No me lo puedo creer! Si es un soltero empedernido.
—Nos conocimos en Newfoundland y nos enamoramos —dijo ella—. Como en las películas.
Pablo notó el cardenal que todavía tenía en la mejilla.
—Parece que te ha sabido meter en cintura.
—Tú eres la única persona capaz de hacer algo así, Pablo. Nunca podría olvidar aquel nefasto encuentro en Newfoundland.
Paula acababa de terminar sus estudios como guardacostas, y estaba realmente feliz. Sus compañeros y ella habían decidido celebrarlo en la playa. Pablo apareció por allí. Tenía su dirección en la felicitación que le había enviado en navidades. Ella se alegró mucho de verlo, pues había salido unas cuantas veces con él y le gustaba de verdad. Además, a su padre parecía agradarle, lo que era excepcional. Lo invitó a la fiesta. La cerveza y el vino corrieron a raudales. Después, la acompañó a su departamento. El beso de buenas noches no fue más que una extensión de la fiesta, pero, de pronto, Pablo empezó a reclamar más de lo que ella estaba dispuesta a darle. Cuanto más decía que no, más se excitaba él y comenzó a arrancarle la ropa con violencia. Poseída por el pánico, empezó a gritar y Pablo la abofeteó. Por suerte, en ese momento, pasó uno de sus amigos que regresaba a su departamento y la rescató.
Paula volvió al presente. Pero algo debió de hacerse patente en su rostro, pues él se justificó.
—Venga, Paula —dijo Pablo—. Eso ocurrió hace tiempo. Ya es hora de que lo olvides. ¿Sabes? Lo que sí me preocupa es que te vayas a casar con ese Alfonso. Todo el mundo sabe que es un mujeriego empedernido y no creo que eso vaya a dejar de ser así.
Paula apartó la taza y trató de controlar los celos que sentía. No podía soportar la idea de ser la última adquisición de Pedro Alfonso. Se quedó en silencio, pensativa, y Pablo aprovechó sus dudas.
—No te cases, Pau. Cometerías un error.
—¿Qué ocurre? ¿Es que necesitas una nueva rica a la que desposar y explotar?
—Lo que ocurre es que nunca dejé de estar enamorado de tí. Sé que lo estropeé todo aquel día después de la fiesta, pero merezco otra oportunidad para demostrar que no soy así.
Era un hombre atractivo, pero había perdido todo su encanto para ella.
—Me casaré con Pedro el sábado.
—¿Por qué tanta prisa? ¿Estás embarazada?
—Mi padre se está muriendo.
—¡Así es que Alfonso quiere añadir tu capital a su inmensa fortuna! ¿Vas a ver a tu abogado para que proteja tus intereses? No te molestes. Los tiburones con que trabaja Alfonso se lo comerán de un bocado en cuanto él lo diga.
Paula no tenía por qué seguir escuchando. Se levantó y él la agarró de la muñeca, clavándole los dedos con fuerza.
—Adiós, Pablo—dijo ella y apartó la mano con violencia.
Dejó el dinero del café sobre la mesa y salió a toda prisa. Todavía sentía el dolor de aquellos dedos grandes apretando su carne. No, no podía creer que Pedro quisiera su dinero. Sabía que carecía de escrúpulos y que podía llegar a ser realmente rudo en sus formas. Pero nada de eso le importaba. Sin embargo, no podía soportar la idea de encontrárselo en brazos de otra mujer. Y era ilógico, puesto que no estaba dispuesta a permitir que Pedro la tocara. Nunca.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 22
—La boda es el próximo sábado, aquí, en Washington. Si pudieras venir mañana, sería estupendo. Le diría a Paula que se fuera a comer contigo.
Tenía motivos para querer que Paula no estuviera en casa el martes a mediodía.
—¿Le dirías? No cambiarás jamás, Pepe, siempre organizando las vidas ajenas. Me alegro de que tenga carácter. De acuerdo, allí estaré. Iremos todos a la boda. Estoy muy contenta. Todos necesitamos amar a alguien.
Él no. Se limitó a no decir nada al respecto, preguntó por sus sobrinos y colgó. Acto seguido, fue a buscar a Paula. La encontró con la ayuda de una de las criadas. Estaba desayunando bajo un cerezo en el jardín. Llevaba un vestido de verano que dejaba al descubierto sus piernas. sus hombros y sus brazos. El sol se reflejaba sobre su pelo brillante. Estaba leyendo el periódico y ni siquiera reparó en su presencia. La observó en la distancia. Iba a casarse con aquella mujer en menos de una semana. Verdaderamente, debía de haber perdido la razón. De pronto, ella se volvió.
—¡Vaya, eres tú! —dijo ella.
—Buenos días, amor mío.
—No me llames «amor mío» y, deja esa farsa. No nos está viendo nadie.
Pedro se sentó a su lado.
—Pau, el día después de que se hundiera el Starspray salió un artículo en el periódico en el que decía que era rico. ¿No lo viste?
—No. Me vine a Washington el día después de aquello. Cuando regresé, dos pesqueros acababan de hundirse y una compañera estaba embarazada. Había cosas más interesantes de las que hablar que de tí. Si lo que quieres es saber si lo que me interesa es tu dinero, te diré que no.
Por algún motivo, aquella afirmación lo conmovía sinceramente.
—Hay algo más que me gustaría pedirte. No quiero que tengas ninguna relación más mientras dure el matrimonio.
Paula se rió.
—No tienes de qué preocuparte.
Siguió leyendo el periódico. Él esperó unos segundos y habló de nuevo.
—¿No me vas a pedir lo mismo?
—No —respondió ella.
Pedro controló la ira que le había provocado su respuesta.
—¿Quién es el hombre que te llamaba «amor mío»?
—Nadie —dijo ella.
—¿Qué quieres decir?
Alzó la mirada y se encontró con sus ojos.
—Es solo una expresión que reservo para el hombre al que ame de verdad algún día. Ese hombre, obviamente, no eres tú.
Pedro se alegró de que no hubiera nadie más en su vida, pero, al mismo tiempo, sintió un pesar inmenso ante el desprecio que acababa de hacerle. Iba a tener que darle a Paula Chaves una lección.
—Hoy vas al abogado, ¿No es así?
—Sí.
—Cuando regreses, dame el contrato para que lo firme. ¿Dónde está la sección de negocios?
Pedro se sentó a su lado en espera de que le diera el periódico. Paula se preguntó qué demonios le ocurría. ¿Cómo podía ser que deseara de aquel modo a un hombre como Pedro y, más aún, a las nueve de la mañana? Le dió la parte del periódico que le había solicitado y se quedó mirándolo.
—¿Pasa algo?
—No —dijo ella—. He estado tratando de hacer la lista de invitados, pero ni siquiera sé el nombre de tus padres.
—Mi padre está muerto.
El rostro de Paula se transformó.
—¿Cuándo murió?
—No hace falta que hablemos de esto.
—Pedro, nos vamos a casar y no sé absolutamente nada de tí —excepto que cuando la besaba el mundo entero empezaba a girar a la velocidad de la luz.
—Mi madre abandonó a mi padre cuando yo tenía siete años. Después de muchos idilios, se casó con un conde francés y vive en un castillo en Francia. No la he visto desde entonces. Mi padre murió cuando yo tenía diecinueve años y me hice cargo del negocio familiar entonces. Tengo una hermana cinco años más joven que yo, que vive en Bedford Hills y está felizmente casada con un abogado sin demasiadas ambiciones. Tienen dos niños y un tercero que viene de camino.
Pero aún había demasiadas incógnitas, demasiada información escondida.
—Ni siquiera sé cuántos años tienes.
—Treinta y siete. ¿Y tú?
—Veintisiete —dijo ella y sonrió, una sonrisa embriagadora—. Realmente, todo esto es absurdo y descabellado. Estamos haciendo las cosas al revés.
—Sí, podría decirse que sí... Me gusta tu vestido.
Lo había elegido pensando en él, de modo que se alegraba de que le gustara.
—Me tengo que cambiar antes de ir a ver al abogado. Así que me voy —dijo y,acto seguido, le dió la dirección y la hora de la cita—. Nos veremos luego.
Tenía motivos para querer que Paula no estuviera en casa el martes a mediodía.
—¿Le dirías? No cambiarás jamás, Pepe, siempre organizando las vidas ajenas. Me alegro de que tenga carácter. De acuerdo, allí estaré. Iremos todos a la boda. Estoy muy contenta. Todos necesitamos amar a alguien.
Él no. Se limitó a no decir nada al respecto, preguntó por sus sobrinos y colgó. Acto seguido, fue a buscar a Paula. La encontró con la ayuda de una de las criadas. Estaba desayunando bajo un cerezo en el jardín. Llevaba un vestido de verano que dejaba al descubierto sus piernas. sus hombros y sus brazos. El sol se reflejaba sobre su pelo brillante. Estaba leyendo el periódico y ni siquiera reparó en su presencia. La observó en la distancia. Iba a casarse con aquella mujer en menos de una semana. Verdaderamente, debía de haber perdido la razón. De pronto, ella se volvió.
—¡Vaya, eres tú! —dijo ella.
—Buenos días, amor mío.
—No me llames «amor mío» y, deja esa farsa. No nos está viendo nadie.
Pedro se sentó a su lado.
—Pau, el día después de que se hundiera el Starspray salió un artículo en el periódico en el que decía que era rico. ¿No lo viste?
—No. Me vine a Washington el día después de aquello. Cuando regresé, dos pesqueros acababan de hundirse y una compañera estaba embarazada. Había cosas más interesantes de las que hablar que de tí. Si lo que quieres es saber si lo que me interesa es tu dinero, te diré que no.
Por algún motivo, aquella afirmación lo conmovía sinceramente.
—Hay algo más que me gustaría pedirte. No quiero que tengas ninguna relación más mientras dure el matrimonio.
Paula se rió.
—No tienes de qué preocuparte.
Siguió leyendo el periódico. Él esperó unos segundos y habló de nuevo.
—¿No me vas a pedir lo mismo?
—No —respondió ella.
Pedro controló la ira que le había provocado su respuesta.
—¿Quién es el hombre que te llamaba «amor mío»?
—Nadie —dijo ella.
—¿Qué quieres decir?
Alzó la mirada y se encontró con sus ojos.
—Es solo una expresión que reservo para el hombre al que ame de verdad algún día. Ese hombre, obviamente, no eres tú.
Pedro se alegró de que no hubiera nadie más en su vida, pero, al mismo tiempo, sintió un pesar inmenso ante el desprecio que acababa de hacerle. Iba a tener que darle a Paula Chaves una lección.
—Hoy vas al abogado, ¿No es así?
—Sí.
—Cuando regreses, dame el contrato para que lo firme. ¿Dónde está la sección de negocios?
Pedro se sentó a su lado en espera de que le diera el periódico. Paula se preguntó qué demonios le ocurría. ¿Cómo podía ser que deseara de aquel modo a un hombre como Pedro y, más aún, a las nueve de la mañana? Le dió la parte del periódico que le había solicitado y se quedó mirándolo.
—¿Pasa algo?
—No —dijo ella—. He estado tratando de hacer la lista de invitados, pero ni siquiera sé el nombre de tus padres.
—Mi padre está muerto.
El rostro de Paula se transformó.
—¿Cuándo murió?
—No hace falta que hablemos de esto.
—Pedro, nos vamos a casar y no sé absolutamente nada de tí —excepto que cuando la besaba el mundo entero empezaba a girar a la velocidad de la luz.
—Mi madre abandonó a mi padre cuando yo tenía siete años. Después de muchos idilios, se casó con un conde francés y vive en un castillo en Francia. No la he visto desde entonces. Mi padre murió cuando yo tenía diecinueve años y me hice cargo del negocio familiar entonces. Tengo una hermana cinco años más joven que yo, que vive en Bedford Hills y está felizmente casada con un abogado sin demasiadas ambiciones. Tienen dos niños y un tercero que viene de camino.
Pero aún había demasiadas incógnitas, demasiada información escondida.
—Ni siquiera sé cuántos años tienes.
—Treinta y siete. ¿Y tú?
—Veintisiete —dijo ella y sonrió, una sonrisa embriagadora—. Realmente, todo esto es absurdo y descabellado. Estamos haciendo las cosas al revés.
—Sí, podría decirse que sí... Me gusta tu vestido.
Lo había elegido pensando en él, de modo que se alegraba de que le gustara.
—Me tengo que cambiar antes de ir a ver al abogado. Así que me voy —dijo y,acto seguido, le dió la dirección y la hora de la cita—. Nos veremos luego.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 21
Pedro se duchó, se afeitó y se vistió con un traje sobrio y elegante. Mientras se preparaba, no podía dejar de preguntarse cuáles eran los verdaderos motivos que tenía para casarse cori ella. Tal vez fuera un matrimonio fingido, pero un matrimonio al fin y al cabo, y la prensa lo consideraría como tal. Miró al reloj y se dió cuenta de que era tarde. Una mala carta de presentación para su suegro. Bajó las escaleras a toda prisa y llegó al comedor, donde lo esperaban ya a la mesa. Se aproximó a Paula y le dió un beso en la mejilla.
—Lo siento —dijo—. He bajado tarde.
Olía muy bien y él sintió que su masculinidad se endurecía inevitablemente. Se sentó frente a ella e inició una conversación. Después de una interminable cena con cubiertos de plata y cristalería de lujo, por fin se encontró con Miguel en la biblioteca, saboreando una extraordinaria copa de brandy. Aquel hombre estaba agotado, pero era tan cabezota cómo su hija.
—Esta relación suya ha sido demasiado rápida, ¿No? —dijo Miguel.
—Sí, señor. Pero creo que los dos somos adultos maduros, capaces de saber qué es lo que queremos.
Miguel se rió cansadamente.
—Al menos tengo la certeza de que no te casas con ella por dinero —dijo, y lo miró fijamente—. ¿Quieres a mi hija?
—Sí, quiero a Paula —dijo Pedro, sintiéndose realmente extraño. Nunca antes había dicho que amara a ninguna mujer, no estaba en sus planes de vida.
Trató de centrarse en la conversación y le contó a Miguel cuáles eran las casas o departamentos que tenía en distintos sitios del mundo. Pero no nombró en ningún momento la casa de las montañas de Vermont. Aquel era su lugar de retiro, el único sitio en el que podía estar solo. Nunca había llevado a ninguna mujer allí y Paula no tenía por qué saber que existía. Después de un rato, se atrevió a sugerir que se retiraran.
—Creo que ya es hora de decir hasta mañana. ¿Podría preguntarle qué es exactamente lo que le pasa? No me gusta entristecer a Pau con este tema.
—¡Cómo me alegro de que esté de vuelta en casa y de que haya encontrado a alguien que la cuide! —se levantó y se dirigió hacia la mesa. Había una pila de papeles y los agarró—. Aquí está todo lo referente a mi enfermedad. No quiero que Pau lo vea.
Pedro tomó los informes y se despidió. Una vez en su habitación, estudió con detenimiento los documentos. El médico de la familia había consultado a un par de especialistas, pero, ni mucho menos, médicos de primera. Recapacitó durante unos segundos. Podría hacer un par de llamadas. Su amigo Gastón Stansey le debía un favor. Como él se lo debía a Diego, a pesar de lo del Starspray.
El Starspray... si no hubiera pasado nada, no habría conocido a Paula. No podía ni imaginarse lo que sería no conocerla, tampoco lo que podía ser no desearla. Prefirió no pensar más en ella. Tenía que hacer una serie de llamadas, sin importarle lo que pasara. No podría vivir tranquilo si no lo hacía. Hizo una llamada a su abogado a primera hora del día. Le dió una serie de instrucciones y le advirtió de la confidencialidad del tema. Ya podía decirle a Miguel que a Paula nunca le faltaría nada, sin importar lo que sucediera. Después, llamó a su hermana, que vivía en Bedford Hill, a las afueras de Nueva York, con su marido y dos niños. Estaba embarazada del tercero.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Muy bien —respondió ella—. Ya no tengo náuseas por la mañana. ¿Desde dónde me llamas?
—Desde Washington. —No puedes reemplazar el Starspray desde Washington. ¿Qué haces allí?
—Luciana, me voy a casar.
Hubo unos minutos de silencio.
—¿Con quién?
—Con la guardacostas que me ayudó con el Starspray —dijo él—. Ha sido amor a primera vista.
—¿Me estás diciendo que estás enamorado?
—¿Tan extraño te parece?
—Sinceramente, nunca pensé que sucedería. ¿Cómo es?
—Es pelirroja y tiene mucho carácter. Además, no me quiere por mi dinero y pilota su propio avión.
—¿Es guapa?
—Sí, mucho.
—¿Diferente de Candela?
—Completamente diferente.
—La verdad es que a mí Candela no me gustaba nada. Me alegro mucho por tí, hermano. ¿Cuándo podré conocerla?
—Lo siento —dijo—. He bajado tarde.
Olía muy bien y él sintió que su masculinidad se endurecía inevitablemente. Se sentó frente a ella e inició una conversación. Después de una interminable cena con cubiertos de plata y cristalería de lujo, por fin se encontró con Miguel en la biblioteca, saboreando una extraordinaria copa de brandy. Aquel hombre estaba agotado, pero era tan cabezota cómo su hija.
—Esta relación suya ha sido demasiado rápida, ¿No? —dijo Miguel.
—Sí, señor. Pero creo que los dos somos adultos maduros, capaces de saber qué es lo que queremos.
Miguel se rió cansadamente.
—Al menos tengo la certeza de que no te casas con ella por dinero —dijo, y lo miró fijamente—. ¿Quieres a mi hija?
—Sí, quiero a Paula —dijo Pedro, sintiéndose realmente extraño. Nunca antes había dicho que amara a ninguna mujer, no estaba en sus planes de vida.
Trató de centrarse en la conversación y le contó a Miguel cuáles eran las casas o departamentos que tenía en distintos sitios del mundo. Pero no nombró en ningún momento la casa de las montañas de Vermont. Aquel era su lugar de retiro, el único sitio en el que podía estar solo. Nunca había llevado a ninguna mujer allí y Paula no tenía por qué saber que existía. Después de un rato, se atrevió a sugerir que se retiraran.
—Creo que ya es hora de decir hasta mañana. ¿Podría preguntarle qué es exactamente lo que le pasa? No me gusta entristecer a Pau con este tema.
—¡Cómo me alegro de que esté de vuelta en casa y de que haya encontrado a alguien que la cuide! —se levantó y se dirigió hacia la mesa. Había una pila de papeles y los agarró—. Aquí está todo lo referente a mi enfermedad. No quiero que Pau lo vea.
Pedro tomó los informes y se despidió. Una vez en su habitación, estudió con detenimiento los documentos. El médico de la familia había consultado a un par de especialistas, pero, ni mucho menos, médicos de primera. Recapacitó durante unos segundos. Podría hacer un par de llamadas. Su amigo Gastón Stansey le debía un favor. Como él se lo debía a Diego, a pesar de lo del Starspray.
El Starspray... si no hubiera pasado nada, no habría conocido a Paula. No podía ni imaginarse lo que sería no conocerla, tampoco lo que podía ser no desearla. Prefirió no pensar más en ella. Tenía que hacer una serie de llamadas, sin importarle lo que pasara. No podría vivir tranquilo si no lo hacía. Hizo una llamada a su abogado a primera hora del día. Le dió una serie de instrucciones y le advirtió de la confidencialidad del tema. Ya podía decirle a Miguel que a Paula nunca le faltaría nada, sin importar lo que sucediera. Después, llamó a su hermana, que vivía en Bedford Hill, a las afueras de Nueva York, con su marido y dos niños. Estaba embarazada del tercero.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Muy bien —respondió ella—. Ya no tengo náuseas por la mañana. ¿Desde dónde me llamas?
—Desde Washington. —No puedes reemplazar el Starspray desde Washington. ¿Qué haces allí?
—Luciana, me voy a casar.
Hubo unos minutos de silencio.
—¿Con quién?
—Con la guardacostas que me ayudó con el Starspray —dijo él—. Ha sido amor a primera vista.
—¿Me estás diciendo que estás enamorado?
—¿Tan extraño te parece?
—Sinceramente, nunca pensé que sucedería. ¿Cómo es?
—Es pelirroja y tiene mucho carácter. Además, no me quiere por mi dinero y pilota su propio avión.
—¿Es guapa?
—Sí, mucho.
—¿Diferente de Candela?
—Completamente diferente.
—La verdad es que a mí Candela no me gustaba nada. Me alegro mucho por tí, hermano. ¿Cuándo podré conocerla?
jueves, 26 de enero de 2017
Novio Por Conveniencia: Capítulo 20
—Padre, te veo cansado. ¿Por qué no descansas un poco hasta las siete y media en que se sirve la cena?
—Sí, tienes razón, Pau. El señor Alfonso dormirá en el ala oeste. Le diré a Martín que lo disponga todo.
Su padre se levantó y Paula le dió un beso en la mejilla. Pedro y ella salieron de la habitación y, sin mediar palabra, se dirigieron al ala oeste. Al abrir la puerta del dormitorio de Pedro vieron que ya estaban allí las maletas. Entraron y ella no pudo más, se volvió como una fiera.
—¿Cómo te has atrevido a hacerme lo que me has hecho?
—¿Te refieres a lo de mi dinero?
—Sí, a eso me refiero —respondió ella furiosa—. ¿Por qué no me dijiste que eras rico?
—No me lo preguntaste.
—Exactamente, ¿A cuánto asciende tu fortuna?
—Unas cincuenta veces la fortuna de tu padre —dijo él.
Paula se desesperó y comenzó a andar de arriba abajo.
—¡Te has estado riendo de mí! ¡Y yo creyendo que te hacía un favor, que podrías comprarte otro pequeño Starspray y resulta que eres dueño de una flota de cargueros!
Pedro sonrió.
—Estás guapísima cuando te enfadas.
Paula se detuvo de golpe.
—Ten mucho cuidado, no te excedas. Estoy tan furiosa que podría....
—Empiezas a quedarte sin palabras. Debes de estar realmente enfadada.
—Te divierte todo esto, ¿Verdad?
—Sí, mucho —dijo él.
—Vaya, me alegro por tí—dijo ella—. Lo que me extraña es que no hubiera en ese contrato una cláusula que me impidiera poner las manos en tu dinero.
—La habrá —dijo con una sonrisa cínica.
Paula lo miró pensativa, como si estuviera tratando de resolver una ecuación imposible.
—Lo que no entiendo es por qué estás haciendo todo esto, si no te interesa el dinero.
—¿No lo sabes?
Se acercó a ella y, sin darle tregua, la agarró entre sus brazos y la besó apasionadamente. Su tacto y sus besos encendían siempre en ella una pasión incontrolable, tal y como le sucedía a las protagonistas de las novelas que leía. No podía resistirse a él. Sentía su cuerpo y su erección, y sus manos que acariciaban sus senos turgentes. Lo deseaba como nunca antes había deseado a nadie.
—Lo siento —dijo una voz ajena—. Volveré más tarde.
Paula se apartó de Pedro y vió a Martín. Sin duda, se había escandalizado. La puerta se cerró de golpe.
—Había oído que alguien llamaba a la puerta, pero no le he prestado atención — dijo Pedro—. ¿Entiendes ya el porqué, Pau?
Paula se apartó de él como si acabara de ver al demonio en persona.
—¡No me voy a acostar contigo, Pedro!
—¿A quién tratas de convencer, a tí o a mí?
Paula no entendía su juego.
—Eres rico, guapo y atractivo. No puedo creer que tengas que hacer todo esto para llevarte a una mujer a la cama.
—A cualquier mujer no, pero aquí se trata de tí, Pau.
Paula lo miró perpleja y se cruzó de brazos.
—¿Quieres decir que el motivo de esta farsa es que soy un reto para tí?
—No soy como Pablo, si eso es lo que insinúas.
—Pues, entonces, deja de comportarte como él!
Pedro le acarició el pelo.
—Pau, deja fluir las cosas. Tú me salvaste la vida y yo te estoy haciendo un favor, eso es todo. Olvídate de todo lo demás.
Cada vez estaba más confusa. No comprendía sus motivos.
—¿Así, sin más?
—Escucha, mi vida se estaba convirtiendo en una insoportable rutina. Estaba aburrido. Necesitaba alguien como tú para acabar con el aburrimiento.
Definitivamente, estaba loco.
—¿Por qué no te buscas emociones que no puedan dañar a nadie, Pedro? Escala otra montaña y luego lánzate de cabeza al vacío.
—Nada como tú, Pau.
—¿Se supone que debo considerar eso como un cumplido?
—Sí, cariño. Eres impredecible, y eso me fascina.
Odiaba aquella mirada peligrosa, tanto como la embriagaba.
—Me vestiré de negro para la boda y me pondré una calabaza en la cabeza.
—Vas a estar preciosa te pongas lo que te pongas.
Lo que más odiaba de aquella extraña conversación era que lo comprendía todo perfectamente. Entendía susmotivos, porque, en gran parte, los compartía. Jethro era para ella un gran reto también, y eso, precisamente, era lo que lo hacía irresistible.
—Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que te aburras. ¿Crees que soportarás tres meses o solo tres días?
—Ya lo veremos.
Paula se dejó caer en la silla. De modo que Pedro Alfonso había aceptado su mano por una mezcla de aburrimiento y lujuria. No sabía cuál de los dos motivos le parecía peor. Pensó en Rodrigo y se dió cuenta de que debería haberlo escuchado. Daba igual. Todo daba igual. Lo único que realmente importaba era que, por primera vez en su vida, había hecho felíz a su padre y ese era el propósito de aquella farsa. ¿O no?
—Sí, tienes razón, Pau. El señor Alfonso dormirá en el ala oeste. Le diré a Martín que lo disponga todo.
Su padre se levantó y Paula le dió un beso en la mejilla. Pedro y ella salieron de la habitación y, sin mediar palabra, se dirigieron al ala oeste. Al abrir la puerta del dormitorio de Pedro vieron que ya estaban allí las maletas. Entraron y ella no pudo más, se volvió como una fiera.
—¿Cómo te has atrevido a hacerme lo que me has hecho?
—¿Te refieres a lo de mi dinero?
—Sí, a eso me refiero —respondió ella furiosa—. ¿Por qué no me dijiste que eras rico?
—No me lo preguntaste.
—Exactamente, ¿A cuánto asciende tu fortuna?
—Unas cincuenta veces la fortuna de tu padre —dijo él.
Paula se desesperó y comenzó a andar de arriba abajo.
—¡Te has estado riendo de mí! ¡Y yo creyendo que te hacía un favor, que podrías comprarte otro pequeño Starspray y resulta que eres dueño de una flota de cargueros!
Pedro sonrió.
—Estás guapísima cuando te enfadas.
Paula se detuvo de golpe.
—Ten mucho cuidado, no te excedas. Estoy tan furiosa que podría....
—Empiezas a quedarte sin palabras. Debes de estar realmente enfadada.
—Te divierte todo esto, ¿Verdad?
—Sí, mucho —dijo él.
—Vaya, me alegro por tí—dijo ella—. Lo que me extraña es que no hubiera en ese contrato una cláusula que me impidiera poner las manos en tu dinero.
—La habrá —dijo con una sonrisa cínica.
Paula lo miró pensativa, como si estuviera tratando de resolver una ecuación imposible.
—Lo que no entiendo es por qué estás haciendo todo esto, si no te interesa el dinero.
—¿No lo sabes?
Se acercó a ella y, sin darle tregua, la agarró entre sus brazos y la besó apasionadamente. Su tacto y sus besos encendían siempre en ella una pasión incontrolable, tal y como le sucedía a las protagonistas de las novelas que leía. No podía resistirse a él. Sentía su cuerpo y su erección, y sus manos que acariciaban sus senos turgentes. Lo deseaba como nunca antes había deseado a nadie.
—Lo siento —dijo una voz ajena—. Volveré más tarde.
Paula se apartó de Pedro y vió a Martín. Sin duda, se había escandalizado. La puerta se cerró de golpe.
—Había oído que alguien llamaba a la puerta, pero no le he prestado atención — dijo Pedro—. ¿Entiendes ya el porqué, Pau?
Paula se apartó de él como si acabara de ver al demonio en persona.
—¡No me voy a acostar contigo, Pedro!
—¿A quién tratas de convencer, a tí o a mí?
Paula no entendía su juego.
—Eres rico, guapo y atractivo. No puedo creer que tengas que hacer todo esto para llevarte a una mujer a la cama.
—A cualquier mujer no, pero aquí se trata de tí, Pau.
Paula lo miró perpleja y se cruzó de brazos.
—¿Quieres decir que el motivo de esta farsa es que soy un reto para tí?
—No soy como Pablo, si eso es lo que insinúas.
—Pues, entonces, deja de comportarte como él!
Pedro le acarició el pelo.
—Pau, deja fluir las cosas. Tú me salvaste la vida y yo te estoy haciendo un favor, eso es todo. Olvídate de todo lo demás.
Cada vez estaba más confusa. No comprendía sus motivos.
—¿Así, sin más?
—Escucha, mi vida se estaba convirtiendo en una insoportable rutina. Estaba aburrido. Necesitaba alguien como tú para acabar con el aburrimiento.
Definitivamente, estaba loco.
—¿Por qué no te buscas emociones que no puedan dañar a nadie, Pedro? Escala otra montaña y luego lánzate de cabeza al vacío.
—Nada como tú, Pau.
—¿Se supone que debo considerar eso como un cumplido?
—Sí, cariño. Eres impredecible, y eso me fascina.
Odiaba aquella mirada peligrosa, tanto como la embriagaba.
—Me vestiré de negro para la boda y me pondré una calabaza en la cabeza.
—Vas a estar preciosa te pongas lo que te pongas.
Lo que más odiaba de aquella extraña conversación era que lo comprendía todo perfectamente. Entendía susmotivos, porque, en gran parte, los compartía. Jethro era para ella un gran reto también, y eso, precisamente, era lo que lo hacía irresistible.
—Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que te aburras. ¿Crees que soportarás tres meses o solo tres días?
—Ya lo veremos.
Paula se dejó caer en la silla. De modo que Pedro Alfonso había aceptado su mano por una mezcla de aburrimiento y lujuria. No sabía cuál de los dos motivos le parecía peor. Pensó en Rodrigo y se dió cuenta de que debería haberlo escuchado. Daba igual. Todo daba igual. Lo único que realmente importaba era que, por primera vez en su vida, había hecho felíz a su padre y ese era el propósito de aquella farsa. ¿O no?
Novio Por Conveniencia: Capítulo 19
—Hola, padre —dijo ella y se acercó a besarlo en la mejilla.
—Bien, por fin estás en casa —dijo él—. Así podré mantenerte bien vigilada. ¿Qué te ha pasado en la cara?
El maquillaje no había logrado ocultar las marcas de la caída.
—Me tropecé bajando de una montaña.
—No has cambiado.
—Fue un accidente, padre, eso es todo.
—Ya veo —dijo él—. ¿No vas a presentarme a tu amigo?
Paula respiró profundamente.
—Es bastante más que un amigo —le dijo—. Es mi prometido, Pedro Alfonso.
Pedro le tendió la mano.
—¿Cómo está, señor? —dijo.
—¿Alfonso, de la flota Alfonso?
—Sí, exactamente.
—Según parece se ha construido un verdadero imperio en los últimos diez años. Ahora también está metido en tecnología aeroespacial y en farmacia, ¿No es así?
—Sí, pero lo que realmente me interesa son los barcos.
Paula miraba a uno y a otro perpleja. Cuando Pedro le había contado lo que hacía, ella se había imaginado algo a muy pequeña escala.
—Nunca cambiarás, Pau—le dijo su padre—. ¿Por qué no me habías contado que conocías al señor Alfonso?
—Yo... bueno, quería darte una sorpresa.
—Pues lo has conseguido una vez más —dijo secamente—. ¿Cómo se conocieron?
—Mi yate se hundió la semana pasada. Pau estaba en su puesto de guardacostas aquella noche y fue la que me ayudó. Luego, fui a darle las gracias en persona.
—Así que, después de todo, ese trabajo te ha servido para algo —dijo el padre—. Ya estaba empezando a pensar que nunca ibas a encontrar una pareja apropiada.
Pedro sonrió con aire posesivo y Paula se ruborizó.
—Me alegro de que no la haya encontrado hasta ahora. La verdad es que lo nuestro fue amor a primera vista, ¿Verdad Pau? A mí me tomó completamente por sorpresa. No sé lo que le pasó a ella.
Paula se repetía a sí misma que debía decir algo, responder, asentir o negar, pero algo.
—A mí tampoco me había sucedido nada así antes —dijo ella con una gran sonrisa.
Definitivamente, iba a matarlo en cuanto tuviera ocasión.
—Nos gustaría casarnos cuanto antes —continuó ella—. Espero que eso te haga felíz.
—Mucho más de lo que tú te imaginas —dijo Miguel—. Te doy mi enhorabuena, Pau.
Pedro debía de ser un importante hombre de negocios para que su padre le mostrara tanto respeto. ¿Cómo se había atrevido a engañarla de aquel modo?
—Gracias, padre —dijo ella—. ¿Quieres una copa?
Su padre se sentó de nuevo.
—Llama a Martín. Este acontecimiento se merece un poco de champán —dijo el anciano.
Así que Pedro era asquerosamente rico. Pero, ¿A qué venía aquella farsa, entonces? Martín llevó el champán y ella se las arregló para fingir una felicidad que no sentía.
—¿Cuándo podrán casarse? —preguntó el padre impaciente.
—¿Por qué no organizamos todo para el sábado? —sugirió Pedro—. ¿Le parecería bien?
—Cuanto antes, mejor —dijo Miguel—Pau, esta noche tendrás que llamar a tu hermano para decirle que tienen que venir. Supongo que irás de blanco, ¿No?
—Sí, si así lo quieres.
—Será una ceremonia privada aquí en la casa. Pídele a Martín que organice la comida. No quiero muchos invitados —dijo Miguel y sonrió—. Yo creo que todavía cabré en el esmoquin.
Acababa de hacer una broma. Por primera vez en su vida, Paula había oído a su padre hacer alarde de su escasísimo sentido del humor. Eso quería decir que, por primera vez en su vida, lo había hecho feliz. No pudo evitarlo, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Calma, calma —dijo Miguel, algo molesto—. No hace falta que llores.
Paula se levantó y abrazó cariñosamente a su padre.
—Lo único que me importa es tu felicidad —dijo ella.
—Has hecho lo correcto. Estoy orgulloso de tí —respondió su padre—. Alfonso, después de cenar quiero charlar con usted. Pau, no es necesario que vengas, hay unos asuntos de negocios que debemos tratar.
Su padre siempre había tenido un punto de vista feudal sobre ella, y su inminente boda no iba a cambiar nada de eso. Decidió que en aquella ocasión iba a dejar las cosas como estaban, se sirvió otra copa de champán y disfrutó de aquel momento tan especial.
—Bien, por fin estás en casa —dijo él—. Así podré mantenerte bien vigilada. ¿Qué te ha pasado en la cara?
El maquillaje no había logrado ocultar las marcas de la caída.
—Me tropecé bajando de una montaña.
—No has cambiado.
—Fue un accidente, padre, eso es todo.
—Ya veo —dijo él—. ¿No vas a presentarme a tu amigo?
Paula respiró profundamente.
—Es bastante más que un amigo —le dijo—. Es mi prometido, Pedro Alfonso.
Pedro le tendió la mano.
—¿Cómo está, señor? —dijo.
—¿Alfonso, de la flota Alfonso?
—Sí, exactamente.
—Según parece se ha construido un verdadero imperio en los últimos diez años. Ahora también está metido en tecnología aeroespacial y en farmacia, ¿No es así?
—Sí, pero lo que realmente me interesa son los barcos.
Paula miraba a uno y a otro perpleja. Cuando Pedro le había contado lo que hacía, ella se había imaginado algo a muy pequeña escala.
—Nunca cambiarás, Pau—le dijo su padre—. ¿Por qué no me habías contado que conocías al señor Alfonso?
—Yo... bueno, quería darte una sorpresa.
—Pues lo has conseguido una vez más —dijo secamente—. ¿Cómo se conocieron?
—Mi yate se hundió la semana pasada. Pau estaba en su puesto de guardacostas aquella noche y fue la que me ayudó. Luego, fui a darle las gracias en persona.
—Así que, después de todo, ese trabajo te ha servido para algo —dijo el padre—. Ya estaba empezando a pensar que nunca ibas a encontrar una pareja apropiada.
Pedro sonrió con aire posesivo y Paula se ruborizó.
—Me alegro de que no la haya encontrado hasta ahora. La verdad es que lo nuestro fue amor a primera vista, ¿Verdad Pau? A mí me tomó completamente por sorpresa. No sé lo que le pasó a ella.
Paula se repetía a sí misma que debía decir algo, responder, asentir o negar, pero algo.
—A mí tampoco me había sucedido nada así antes —dijo ella con una gran sonrisa.
Definitivamente, iba a matarlo en cuanto tuviera ocasión.
—Nos gustaría casarnos cuanto antes —continuó ella—. Espero que eso te haga felíz.
—Mucho más de lo que tú te imaginas —dijo Miguel—. Te doy mi enhorabuena, Pau.
Pedro debía de ser un importante hombre de negocios para que su padre le mostrara tanto respeto. ¿Cómo se había atrevido a engañarla de aquel modo?
—Gracias, padre —dijo ella—. ¿Quieres una copa?
Su padre se sentó de nuevo.
—Llama a Martín. Este acontecimiento se merece un poco de champán —dijo el anciano.
Así que Pedro era asquerosamente rico. Pero, ¿A qué venía aquella farsa, entonces? Martín llevó el champán y ella se las arregló para fingir una felicidad que no sentía.
—¿Cuándo podrán casarse? —preguntó el padre impaciente.
—¿Por qué no organizamos todo para el sábado? —sugirió Pedro—. ¿Le parecería bien?
—Cuanto antes, mejor —dijo Miguel—Pau, esta noche tendrás que llamar a tu hermano para decirle que tienen que venir. Supongo que irás de blanco, ¿No?
—Sí, si así lo quieres.
—Será una ceremonia privada aquí en la casa. Pídele a Martín que organice la comida. No quiero muchos invitados —dijo Miguel y sonrió—. Yo creo que todavía cabré en el esmoquin.
Acababa de hacer una broma. Por primera vez en su vida, Paula había oído a su padre hacer alarde de su escasísimo sentido del humor. Eso quería decir que, por primera vez en su vida, lo había hecho feliz. No pudo evitarlo, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Calma, calma —dijo Miguel, algo molesto—. No hace falta que llores.
Paula se levantó y abrazó cariñosamente a su padre.
—Lo único que me importa es tu felicidad —dijo ella.
—Has hecho lo correcto. Estoy orgulloso de tí —respondió su padre—. Alfonso, después de cenar quiero charlar con usted. Pau, no es necesario que vengas, hay unos asuntos de negocios que debemos tratar.
Su padre siempre había tenido un punto de vista feudal sobre ella, y su inminente boda no iba a cambiar nada de eso. Decidió que en aquella ocasión iba a dejar las cosas como estaban, se sirvió otra copa de champán y disfrutó de aquel momento tan especial.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 18
Paula se dirigía hacia la aduana sin haber podido asimilar las amenazas de Pedro. Diez minutos después, ya estaban fuera del aeropuerto. Manuel los esperaba junto al Mercedes. La función iba a comenzar. Se agarró del brazo de Pedro y puso su mejor sonrisa.
—Manuel —Paula lo abrazó jovialmente—. Me alegro de verte. Tengo una sorpresa para tí. Este es mi prometido, Pedro Alfonso.
—¡Señorita Paula, cuánto me alegro de oír eso! Pensé que no iba a llegar jamás el día. Es una mujer extraordinaria, señor Alfonso. Mi enhorabuena a los dos.
Pedro apretó a Paula con fuerza.
—Gracias, Manuel. Sé que soy un hombre realmente afortunado.
Ya estaba hecho, acababa de anunciar su compromiso y ya no había vuelta atrás. Iba a casarse con un extraño.
—¿Estás bien, querida?
—Sí, lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Han pasado tantas cosas en los últimos días —miró a Pedro con una mirada de arrobo.
Pedro la besó rápidamente en los labios.
—Vámonos a casa, Pau. Estoy ansioso por conocer a tu padre. Seguro que tenemos un montón de cosas en común.
Solo ella sabía hasta qué punto ansiaba que eso fuera verdad.
—Este es todo el equipaje que tenemos —dijo ella—. El resto viene con la mudanza. ¿Cómo está mi padre?
—Deseando verla —respondió Manuel.
Pedro se sentó a su lado y la rodeó con sus brazos. Ella cerró los ojos y no los abrió hasta que llegaron a la casa. Aquel era el único lugar que realmente había podido llamar «hogar», pero siempre le causaba sentimientos encontrados. Por un lado, era donde había crecido, donde había pasado su infancia y parte de su adolescencia. Por otro, su rigidez y formalidad le transmitían una insoportable frialdad que nunca había podido llegar a asimilar.
—Estamos muy lejos de Seaview Grill —le dijo Pedro al oído.
Su aliento cálido le provocó un escalofrío.
—Estoy deseando que conozcas a mi padre, Pepe. Vamos directamente arriba — dijo ella.
La ancha escalera de mármol estaba flanqueada por retratos de antepasados que no parecían más felices de estar allí de lo que estaba ella.
—Cuando tenía seis años me subí a una escalera que los limpiadores de ventanas estaban usando y le pinté un bigote a mi tatarabuelo. ¡Menudo castigo. me cayó por eso!
—No he pasado de la puerta y ya puedo ver que esta no era una casa apropiada para una niña —dijo él—. ¿Cuándo sucedió eso que me cuentas? ¿Fue después de que muriera tu madre?
—Siete meses después.
—Estoy empezando a entender todas esas expulsiones del colegio. ¿En qué estaba pensando tu padre, si puede saberse?
—¿Por qué estás tan enfadado? —le preguntó, desconcertada por su reacción—. Mi padre quería mucho a mi madre y nunca superó su muerte.
—Así que tú no estás dispuesta a enamorarte por miedo a que te suceda lo mismo, ¿No es así?
Paula apartó la vista de él.
—El retrato de mi padre es el que está arriba del todo.
Pedro la agarró por los hombros.
—Voy a averiguar todas las respuestas en el tiempo que esté aquí —dijo él.
—Mi vida privada no es asunto tuyo. Y no creo que sea el momento de tener una pelea dos minutos antes de presentarte a mi padre.
—Al menos, veamos lo que podemos hacer para escandalizar a tu abuelo —sin esperar más, la besó con pasión al pie de la escalera. Paula se ruborizó, mientras sentía el corazón latiendo tan aceleradamente como el de un caballo desbocado—. Eso está mejor. ¿Hacia dónde vamos?
Ella lo imprecó.
—Eres igual que yo —rebelde, desconsiderado y poco amigo de convenciones.
—¿Eso crees? —dijo él con una sonrisa complacida—. Será por eso por lo que estás locamente enamorada de mí.
Paula no respondió. Subió las escaleras que llevaban a las habitaciones de su padre. Se detuvo bruscamente ante una de las puertas.
—No le dicho nada aún. Será mejor que entre yo primero y le cuente la noticia.
—¡No, cariño! —dijo él con sorna—. Estamos juntos en esto.
Su sonrisa de depredador la atemorizó. Llamó a la puerta.
—Pasa, pasa —dijo el padre.
Paula entró en el estudio con la sensación de estar pilotando un avión sin brújula. Su padre estaba junto a la ventana. Al verla, se puso de pie y se aproximó a recibirla. Iba impecablemente vestido, como siempre. Los pantalones llevaban la raya cuidadosamente planchada y la corbata tenía una insignia de una liga universitaria.
—Manuel —Paula lo abrazó jovialmente—. Me alegro de verte. Tengo una sorpresa para tí. Este es mi prometido, Pedro Alfonso.
—¡Señorita Paula, cuánto me alegro de oír eso! Pensé que no iba a llegar jamás el día. Es una mujer extraordinaria, señor Alfonso. Mi enhorabuena a los dos.
Pedro apretó a Paula con fuerza.
—Gracias, Manuel. Sé que soy un hombre realmente afortunado.
Ya estaba hecho, acababa de anunciar su compromiso y ya no había vuelta atrás. Iba a casarse con un extraño.
—¿Estás bien, querida?
—Sí, lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Han pasado tantas cosas en los últimos días —miró a Pedro con una mirada de arrobo.
Pedro la besó rápidamente en los labios.
—Vámonos a casa, Pau. Estoy ansioso por conocer a tu padre. Seguro que tenemos un montón de cosas en común.
Solo ella sabía hasta qué punto ansiaba que eso fuera verdad.
—Este es todo el equipaje que tenemos —dijo ella—. El resto viene con la mudanza. ¿Cómo está mi padre?
—Deseando verla —respondió Manuel.
Pedro se sentó a su lado y la rodeó con sus brazos. Ella cerró los ojos y no los abrió hasta que llegaron a la casa. Aquel era el único lugar que realmente había podido llamar «hogar», pero siempre le causaba sentimientos encontrados. Por un lado, era donde había crecido, donde había pasado su infancia y parte de su adolescencia. Por otro, su rigidez y formalidad le transmitían una insoportable frialdad que nunca había podido llegar a asimilar.
—Estamos muy lejos de Seaview Grill —le dijo Pedro al oído.
Su aliento cálido le provocó un escalofrío.
—Estoy deseando que conozcas a mi padre, Pepe. Vamos directamente arriba — dijo ella.
La ancha escalera de mármol estaba flanqueada por retratos de antepasados que no parecían más felices de estar allí de lo que estaba ella.
—Cuando tenía seis años me subí a una escalera que los limpiadores de ventanas estaban usando y le pinté un bigote a mi tatarabuelo. ¡Menudo castigo. me cayó por eso!
—No he pasado de la puerta y ya puedo ver que esta no era una casa apropiada para una niña —dijo él—. ¿Cuándo sucedió eso que me cuentas? ¿Fue después de que muriera tu madre?
—Siete meses después.
—Estoy empezando a entender todas esas expulsiones del colegio. ¿En qué estaba pensando tu padre, si puede saberse?
—¿Por qué estás tan enfadado? —le preguntó, desconcertada por su reacción—. Mi padre quería mucho a mi madre y nunca superó su muerte.
—Así que tú no estás dispuesta a enamorarte por miedo a que te suceda lo mismo, ¿No es así?
Paula apartó la vista de él.
—El retrato de mi padre es el que está arriba del todo.
Pedro la agarró por los hombros.
—Voy a averiguar todas las respuestas en el tiempo que esté aquí —dijo él.
—Mi vida privada no es asunto tuyo. Y no creo que sea el momento de tener una pelea dos minutos antes de presentarte a mi padre.
—Al menos, veamos lo que podemos hacer para escandalizar a tu abuelo —sin esperar más, la besó con pasión al pie de la escalera. Paula se ruborizó, mientras sentía el corazón latiendo tan aceleradamente como el de un caballo desbocado—. Eso está mejor. ¿Hacia dónde vamos?
Ella lo imprecó.
—Eres igual que yo —rebelde, desconsiderado y poco amigo de convenciones.
—¿Eso crees? —dijo él con una sonrisa complacida—. Será por eso por lo que estás locamente enamorada de mí.
Paula no respondió. Subió las escaleras que llevaban a las habitaciones de su padre. Se detuvo bruscamente ante una de las puertas.
—No le dicho nada aún. Será mejor que entre yo primero y le cuente la noticia.
—¡No, cariño! —dijo él con sorna—. Estamos juntos en esto.
Su sonrisa de depredador la atemorizó. Llamó a la puerta.
—Pasa, pasa —dijo el padre.
Paula entró en el estudio con la sensación de estar pilotando un avión sin brújula. Su padre estaba junto a la ventana. Al verla, se puso de pie y se aproximó a recibirla. Iba impecablemente vestido, como siempre. Los pantalones llevaban la raya cuidadosamente planchada y la corbata tenía una insignia de una liga universitaria.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 17
No le importaba esperar. Nunca había tenido que hacerlo, pues todas las mujeres se habían rendido a sus pies. ¿Qué tenía de especial Paula para que no le importara la espera?
Paula se sumergió en el agua y buceó hacia él. Bajo el agua, su cuerpo se intuía deliciosamente proporcionado. El pelo se extendía como una estela roja sobre su espalda. ¡Cómo ansiaba ver aquel pelo extendido sobre la almohada! Quería besarla, besar sus senos y sus labios, empaparse de su aroma, poseer toda su belleza. Salió del agua llena de energía.
—¿Con solo diez largos ya tienes que descansar? ¿Eres un hombre o un ratón?
Se aproximó a ella en dos zancadas y la tomó en sus brazos.
—Tal vez ,después de esto te respondas a tí misma —la besó.
Sabía a cloro y sintió el frío de su bañador contra el cuerpo. Su beso fue intenso, profundo, introdujo la lengua en su húmeda cavidad y buscó la suya. Paula se dejó llevar con una confianza que, según ella le había dicho, no había sentido hasta entonces con ningún hombre. ¿Sería verdad? ¿Podría creerla? Deseaba desesperadamente confiar y quería poseerla, que fuera suya y solo suya. Gimió su nombre y deslizó la boca por su garganta, hasta deleitarse con sus senos. Apretó su cuerpo, y su masculinidad se encontró con su blanda feminidad a través del fino tejido de sus bañadores. Pedro casi perdió el control, lo que no estaba previsto en sus planes de seducción. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y se apartó lentamente de ella.
—Bien, Paula, ¿Qué opinas ahora?
Paula estaba jadeando, y él supo que su respiración agitada no tenía nada que ver con los largos que había hecho sino con su beso.
—Retiro lo del ratón. Yo diría, más bien, que eres un maremoto.
—No hay nada sobre esto especificado en el contrato.
—Quizás debería hablar con mi abogado.
Le puso las manos sobre los hombros.
—¿A qué hora salimos mañana?
—A las nueve y media —repitió ella.
—Podemos ir en el Nissan. Es de alquiler y lo dejaré en el aeropuerto —ella asintió—. Lo mejor será que nos vayamos a la cama. Mañana tendremos un día ajetreado.
Paula se estremeció.
—Pedro yo no...
—Me refiero a cada uno a su cama —dijo él en un tono de voz cortante—. Recuerda algo de aquí en adelante, ¿De acuerdo? Yo no soy Pablo. Nunca haré nada que no quieras que haga.
—Tengo frío —le dijo ella—. Me voy a dar una ducha. Buenas noches, Pedro.
—Buenas noches, Paula—respondió él.
Se quedó mirándola mientras se alejaba con aquel seductor balanceo de caderas. Lo que más deseaba en el mundo era acabar con aquel miedo latente en ella, demostrarle lo que realmente podía llegar a sentir si liberaba su pasión. Quería desnudarla completamente, en cuerpo y alma. Y pronto se dejaría. Sí, cuando llegara el momento, se lo permitiría.
Ya por la tarde, en el pequeño aeropuerto privado a las afueras de Washington, Paula descargaba su equipaje del Cessna. Le dió unas palmaditas en el fuselaje y sonrió a Pedro. Había sido un vuelo perfecto, con un tiempo idóneo para un viaje largo.
—Adoro este avión —dijo ella—. Supongo que es algo parecido a lo que te sucedía a tí con el Starspray.
—Eres muy buen piloto —le dijo él sinceramente—. He disfrutado del viaje.
Ella se ruborizó. Sabía que Pedro no era un hombre dado a adular gratuitamente.
—Gracias. Tenemos que pasar la aduana cuanto antes. El chófer de mi padre nos estará esperando fuera.
—El juego comienza —dijo Pedro.
Ella frunció el ceño.
—Sabes cómo hacer que vuelva a la realidad.
Pedro se rió.
—Sonríe, Paula. Desde este momento, somos amantes. Estamos locos el uno por el otro, ¿Recuerdas?
—¡Tranquilo! Aquí no nos ve nadie.
Pedro enarcó una ceja.
—Se supone que estamos enamorados y eso es algo que no se puede encender y apagar como una batidora. Nos van a descubrir si hacemos eso. Estás enamorada de mí, y me traes a casa para presentarme a tu padre. Estás radiante y felíz.
—Radiante y felíz —repitió ella, como si tratara de asimilar las imposibles palabras.
—Lo has entendido.
Tenía que fingir y esa era, posiblemente, la misión más difícil en su vida. Nunca había podido fingir, por eso la habían expulsado de varias escuelas. Pero esa vez era diferente. Tenía que demostrarle a su padre que amaba al hombre con el que se iba a casar.
—Tres meses —dijo ella pensativa—. Suena como una sentencia.
—Lo estás haciendo por tu padre, no lo olvides —dijo Pedro.
Quien sí estaba bajo una sentencia de muerte. ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Qué tenía aquel hombre que hacía que se olvidara de todo lo demás?
—No lo olvido —dijo ella con impaciencia—. Vamos. Cuanto antes lleguemos, mejor. El chófer de mi padre se llama Manuel y lleva con él desde antes de que naciéramos. Tiene tres nietos a los que adora.
—Bien, la función va a comenzar, amor mío.
—No me llames así —protestó ella.
Pedro la agarró del brazo.
—¿Por qué no?
—Pablo me llamaba «nena», Rodrigo me llamaba «cariño». Llámame cualquier cosa, menos «amor mío».
—¿Quién te llamaba así? —preguntó con rabia.
Nadie, pero era una expresión que para ella solo se correspondía con amor verdadero.
—No es asunto tuyo.
—Así que hay otro hombre, alguien de quien no me has hablado. ¿Quién es?
Paula lo miró furiosa.
—Pedro, ¿Cuántas mujeres habrá habido en tu vida? Supongo que cientos, pero no me vas a contar todo sobre cada una de ellas, ¿Verdad?
—Tú me lo contarás todo, tarde o temprano —dijo él en un tono amenazante.
—No hay nada que contar —dijo ella—. Vámonos. Manuel se estará preguntando qué estamos haciendo.
—La respuesta es sencilla: hacemos el amor loca y apasionadamente detrás del hangar. ¿No te parece, Paula?
Paula no estaba dispuesta a mostrar el desconcierto que sus palabras le causaban. Rodrigo tenía razón, Pedro era un depredador peligroso de controlar.
—Ten cuidado. Todavía no has recibido tu primera paga.
—Te llevaría a juicio, por incumplimiento de contrato.
—No serías capaz.— Se rió con ira.
—Sí, claro que sería capaz.
Paula se quedó paralizada, mirándolo en mitad de la pista.
—Lo dices en serio, ¿Verdad?
—Sí —respondió él con una sonrisa sarcástica en los labios.
—¿Qué he hecho, Dios santo? —susurró ella—. ¿Qué he hecho?
—Has firmado un contrato matrimonial conmigo, así que vamos a ello.
Hacía un calor insoportable y ella sintió por un momento que se iba a desmayar. Pedro Alfonso era el último hombre en la tierra al que debía haber elegido. Pero ya era muy tarde para cambiar de opinión. Sí, era demasiado tarde.
Paula se sumergió en el agua y buceó hacia él. Bajo el agua, su cuerpo se intuía deliciosamente proporcionado. El pelo se extendía como una estela roja sobre su espalda. ¡Cómo ansiaba ver aquel pelo extendido sobre la almohada! Quería besarla, besar sus senos y sus labios, empaparse de su aroma, poseer toda su belleza. Salió del agua llena de energía.
—¿Con solo diez largos ya tienes que descansar? ¿Eres un hombre o un ratón?
Se aproximó a ella en dos zancadas y la tomó en sus brazos.
—Tal vez ,después de esto te respondas a tí misma —la besó.
Sabía a cloro y sintió el frío de su bañador contra el cuerpo. Su beso fue intenso, profundo, introdujo la lengua en su húmeda cavidad y buscó la suya. Paula se dejó llevar con una confianza que, según ella le había dicho, no había sentido hasta entonces con ningún hombre. ¿Sería verdad? ¿Podría creerla? Deseaba desesperadamente confiar y quería poseerla, que fuera suya y solo suya. Gimió su nombre y deslizó la boca por su garganta, hasta deleitarse con sus senos. Apretó su cuerpo, y su masculinidad se encontró con su blanda feminidad a través del fino tejido de sus bañadores. Pedro casi perdió el control, lo que no estaba previsto en sus planes de seducción. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y se apartó lentamente de ella.
—Bien, Paula, ¿Qué opinas ahora?
Paula estaba jadeando, y él supo que su respiración agitada no tenía nada que ver con los largos que había hecho sino con su beso.
—Retiro lo del ratón. Yo diría, más bien, que eres un maremoto.
—No hay nada sobre esto especificado en el contrato.
—Quizás debería hablar con mi abogado.
Le puso las manos sobre los hombros.
—¿A qué hora salimos mañana?
—A las nueve y media —repitió ella.
—Podemos ir en el Nissan. Es de alquiler y lo dejaré en el aeropuerto —ella asintió—. Lo mejor será que nos vayamos a la cama. Mañana tendremos un día ajetreado.
Paula se estremeció.
—Pedro yo no...
—Me refiero a cada uno a su cama —dijo él en un tono de voz cortante—. Recuerda algo de aquí en adelante, ¿De acuerdo? Yo no soy Pablo. Nunca haré nada que no quieras que haga.
—Tengo frío —le dijo ella—. Me voy a dar una ducha. Buenas noches, Pedro.
—Buenas noches, Paula—respondió él.
Se quedó mirándola mientras se alejaba con aquel seductor balanceo de caderas. Lo que más deseaba en el mundo era acabar con aquel miedo latente en ella, demostrarle lo que realmente podía llegar a sentir si liberaba su pasión. Quería desnudarla completamente, en cuerpo y alma. Y pronto se dejaría. Sí, cuando llegara el momento, se lo permitiría.
Ya por la tarde, en el pequeño aeropuerto privado a las afueras de Washington, Paula descargaba su equipaje del Cessna. Le dió unas palmaditas en el fuselaje y sonrió a Pedro. Había sido un vuelo perfecto, con un tiempo idóneo para un viaje largo.
—Adoro este avión —dijo ella—. Supongo que es algo parecido a lo que te sucedía a tí con el Starspray.
—Eres muy buen piloto —le dijo él sinceramente—. He disfrutado del viaje.
Ella se ruborizó. Sabía que Pedro no era un hombre dado a adular gratuitamente.
—Gracias. Tenemos que pasar la aduana cuanto antes. El chófer de mi padre nos estará esperando fuera.
—El juego comienza —dijo Pedro.
Ella frunció el ceño.
—Sabes cómo hacer que vuelva a la realidad.
Pedro se rió.
—Sonríe, Paula. Desde este momento, somos amantes. Estamos locos el uno por el otro, ¿Recuerdas?
—¡Tranquilo! Aquí no nos ve nadie.
Pedro enarcó una ceja.
—Se supone que estamos enamorados y eso es algo que no se puede encender y apagar como una batidora. Nos van a descubrir si hacemos eso. Estás enamorada de mí, y me traes a casa para presentarme a tu padre. Estás radiante y felíz.
—Radiante y felíz —repitió ella, como si tratara de asimilar las imposibles palabras.
—Lo has entendido.
Tenía que fingir y esa era, posiblemente, la misión más difícil en su vida. Nunca había podido fingir, por eso la habían expulsado de varias escuelas. Pero esa vez era diferente. Tenía que demostrarle a su padre que amaba al hombre con el que se iba a casar.
—Tres meses —dijo ella pensativa—. Suena como una sentencia.
—Lo estás haciendo por tu padre, no lo olvides —dijo Pedro.
Quien sí estaba bajo una sentencia de muerte. ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Qué tenía aquel hombre que hacía que se olvidara de todo lo demás?
—No lo olvido —dijo ella con impaciencia—. Vamos. Cuanto antes lleguemos, mejor. El chófer de mi padre se llama Manuel y lleva con él desde antes de que naciéramos. Tiene tres nietos a los que adora.
—Bien, la función va a comenzar, amor mío.
—No me llames así —protestó ella.
Pedro la agarró del brazo.
—¿Por qué no?
—Pablo me llamaba «nena», Rodrigo me llamaba «cariño». Llámame cualquier cosa, menos «amor mío».
—¿Quién te llamaba así? —preguntó con rabia.
Nadie, pero era una expresión que para ella solo se correspondía con amor verdadero.
—No es asunto tuyo.
—Así que hay otro hombre, alguien de quien no me has hablado. ¿Quién es?
Paula lo miró furiosa.
—Pedro, ¿Cuántas mujeres habrá habido en tu vida? Supongo que cientos, pero no me vas a contar todo sobre cada una de ellas, ¿Verdad?
—Tú me lo contarás todo, tarde o temprano —dijo él en un tono amenazante.
—No hay nada que contar —dijo ella—. Vámonos. Manuel se estará preguntando qué estamos haciendo.
—La respuesta es sencilla: hacemos el amor loca y apasionadamente detrás del hangar. ¿No te parece, Paula?
Paula no estaba dispuesta a mostrar el desconcierto que sus palabras le causaban. Rodrigo tenía razón, Pedro era un depredador peligroso de controlar.
—Ten cuidado. Todavía no has recibido tu primera paga.
—Te llevaría a juicio, por incumplimiento de contrato.
—No serías capaz.— Se rió con ira.
—Sí, claro que sería capaz.
Paula se quedó paralizada, mirándolo en mitad de la pista.
—Lo dices en serio, ¿Verdad?
—Sí —respondió él con una sonrisa sarcástica en los labios.
—¿Qué he hecho, Dios santo? —susurró ella—. ¿Qué he hecho?
—Has firmado un contrato matrimonial conmigo, así que vamos a ello.
Hacía un calor insoportable y ella sintió por un momento que se iba a desmayar. Pedro Alfonso era el último hombre en la tierra al que debía haber elegido. Pero ya era muy tarde para cambiar de opinión. Sí, era demasiado tarde.
martes, 24 de enero de 2017
Novio Por Conveniencia: Capítulo 16
Su sarcasmo era comprensible. No tenía sentido seguir con aquella conversación. No debería haberle contado nada. Habría sido mejor haberle puesto alguna excusa, llegado el momento, para que no fuera a verla a Washington.
—Rodrigo, será mejor que te vayas. Siento mucho no haber podido enamorarme de tí, de verdad. Si alguna vez quieres escribirme, hazlo. Me alegrará mucho saber cómo te va. Que seas felíz.
Rodrigo no hizo ningún intento de besarla.
—Adiós. Minutos después, ya estaba en el coche que le había prestado Walter. Aquella misma tarde el comprador de su Toyota había ido a recogerlo.
Ya no quedaba nada en aquella ciudad que la atara. Solo le quedaba borrar de su memoria la dolida mirada de Rodrigo. Era cierto que todo habría sido mucho más fácil si se hubiera enamorado de él. Pero no había sido así, y lo único que le quedaba era un extraño sentimiento de tristeza por la pérdida de un buen amigo, nada más. Se arrepentía de ser como era y le dolía su propia incapacidad de enamorarse. Algo le faltaba, algo importante y crucial en su vida. Quizás tuviera que ver con haber perdido a su madre cuando solo tenía cinco años y con el modo en que su padre la había tratado desde entonces. ¿Por qué no se sentía capaz de establecer un compromiso, de querer a alguien con quien compartir su vida? Algún día querría tener niños. Pero sentía el matrimonio como una cadena, algo que la ataría. La muerte de su madre había destruido la vida de su padre para siempre. ¿Es que el amor era un riesgo?
En su mente cansada apareció una imagen del pasado. Tenía cuatro años y era primavera. Estaba en el jardín de Fernleigh, y acababa de recoger los pétalos caídos de una rosa. Iba hacia el invernadero a enseñárselos a su madre. Pero antes de llegar vio a su padre y a su madre. El la tenía en sus brazos y ella parecía una princesa de sueño, con su pelo rojo brillando intensamente bajo el sol de la mañana, con una suave pañuelo de seda sobre los hombros. La intensidad del amor que allí había intuido era más de lo que nunca nadie le había podido dar, ni de lo que ella había podido sentir. Aquellas imágenes del pasado y el calor de la noche la agobiaron.
Cuando llegó al motel estaba sudorosa y cansada. Era la una y media de la madrugada. El Nissan de Jethro estaba aparcado al otro extremo del aparcamiento. Eso significaba que su habitación estaba a bastante distancia de la de ella. Entró y abrió la ventana que daba a la piscina. Lo que necesitaba era darse un baño. Eso le quitaría las tensiones y la ayudaría a dormir. Cinco minutos después, ya estaba saliendo por la puerta trasera. Se tiró de cabeza y comenzó a nadar. Cuando ya había hecho varios largos, sus sentimientos de culpabilidad, miedo y desorientación comenzaron a disiparse. Se dió la vuelta, dispuesta a nadar de espaldas, pero en cuanto se volvió vió que al borde de la piscina había un hombre de pie. Se sobresaltó y pronto se dió cuenta de que era Pedro. Llevaba un bañador oscuro y su magnífico cuerpo brillaba bajo la intensa luna de septiembre. La visión la llenó de confusión, pánico y deseo. La paz que había alcanzado se desvaneció por completo.
Pedro llevaba varios minutos observándola. Desde un primer momento, había sospechado que pasaría la noche allí una vez que los de la mudanza se hubieran llevado todos los muebles. Por eso, había mantenido los ojos bien abiertos, en espera de que apareciera de un momento a otro.
—Hola, Paula—le dijo—. ¿Qué tal la fiesta? Después de unos segundos de duda, recuperó el aliento y respondió.
—Muy bien. Te echo una carrera. Diez largos, ¿Te parece?
Él se lanzó de cabeza y buceó un largo entero. Apareció junto a ella. Paula se rió, soltó una sonora carcajada y le lanzó un reto. Le gustaba mucho aquella mujer, en todos los sentidos. Pero no tenía intención alguna de decírselo.
—¿Preparada?
Estaba claro que era un buen nadador, más alto y más fuerte que ella. Llegó antes a la meta.
—Se nos ha olvidado establecer el premio.
—Te tendrás que conformar con la gloria de la victoria.
—Dentro de pocos días ganaré la mano de una rica y hermosa heredera.
—Solo su mano, no lo olvides.
—Ya veo que te gustan los retos, ¿Verdad?
—Es más emocionante que una vida con un marido y ocho hijos, de eso estoy segura.
Pedro salió del agua, dejando su impresionante cuerpo expuesto a los rayos de luna. Paula lo miró perturbada. Con contrato o sin contrato, él iba a terminar por llevarla a su cama. La besaría hasta lograr que le suplicara. Por supuesto que se tomaría su tiempo. No quería apresurar las cosas. Sabía que tendría que esperar a después de la boda, para que ella no saliera huyendo.
—Rodrigo, será mejor que te vayas. Siento mucho no haber podido enamorarme de tí, de verdad. Si alguna vez quieres escribirme, hazlo. Me alegrará mucho saber cómo te va. Que seas felíz.
Rodrigo no hizo ningún intento de besarla.
—Adiós. Minutos después, ya estaba en el coche que le había prestado Walter. Aquella misma tarde el comprador de su Toyota había ido a recogerlo.
Ya no quedaba nada en aquella ciudad que la atara. Solo le quedaba borrar de su memoria la dolida mirada de Rodrigo. Era cierto que todo habría sido mucho más fácil si se hubiera enamorado de él. Pero no había sido así, y lo único que le quedaba era un extraño sentimiento de tristeza por la pérdida de un buen amigo, nada más. Se arrepentía de ser como era y le dolía su propia incapacidad de enamorarse. Algo le faltaba, algo importante y crucial en su vida. Quizás tuviera que ver con haber perdido a su madre cuando solo tenía cinco años y con el modo en que su padre la había tratado desde entonces. ¿Por qué no se sentía capaz de establecer un compromiso, de querer a alguien con quien compartir su vida? Algún día querría tener niños. Pero sentía el matrimonio como una cadena, algo que la ataría. La muerte de su madre había destruido la vida de su padre para siempre. ¿Es que el amor era un riesgo?
En su mente cansada apareció una imagen del pasado. Tenía cuatro años y era primavera. Estaba en el jardín de Fernleigh, y acababa de recoger los pétalos caídos de una rosa. Iba hacia el invernadero a enseñárselos a su madre. Pero antes de llegar vio a su padre y a su madre. El la tenía en sus brazos y ella parecía una princesa de sueño, con su pelo rojo brillando intensamente bajo el sol de la mañana, con una suave pañuelo de seda sobre los hombros. La intensidad del amor que allí había intuido era más de lo que nunca nadie le había podido dar, ni de lo que ella había podido sentir. Aquellas imágenes del pasado y el calor de la noche la agobiaron.
Cuando llegó al motel estaba sudorosa y cansada. Era la una y media de la madrugada. El Nissan de Jethro estaba aparcado al otro extremo del aparcamiento. Eso significaba que su habitación estaba a bastante distancia de la de ella. Entró y abrió la ventana que daba a la piscina. Lo que necesitaba era darse un baño. Eso le quitaría las tensiones y la ayudaría a dormir. Cinco minutos después, ya estaba saliendo por la puerta trasera. Se tiró de cabeza y comenzó a nadar. Cuando ya había hecho varios largos, sus sentimientos de culpabilidad, miedo y desorientación comenzaron a disiparse. Se dió la vuelta, dispuesta a nadar de espaldas, pero en cuanto se volvió vió que al borde de la piscina había un hombre de pie. Se sobresaltó y pronto se dió cuenta de que era Pedro. Llevaba un bañador oscuro y su magnífico cuerpo brillaba bajo la intensa luna de septiembre. La visión la llenó de confusión, pánico y deseo. La paz que había alcanzado se desvaneció por completo.
Pedro llevaba varios minutos observándola. Desde un primer momento, había sospechado que pasaría la noche allí una vez que los de la mudanza se hubieran llevado todos los muebles. Por eso, había mantenido los ojos bien abiertos, en espera de que apareciera de un momento a otro.
—Hola, Paula—le dijo—. ¿Qué tal la fiesta? Después de unos segundos de duda, recuperó el aliento y respondió.
—Muy bien. Te echo una carrera. Diez largos, ¿Te parece?
Él se lanzó de cabeza y buceó un largo entero. Apareció junto a ella. Paula se rió, soltó una sonora carcajada y le lanzó un reto. Le gustaba mucho aquella mujer, en todos los sentidos. Pero no tenía intención alguna de decírselo.
—¿Preparada?
Estaba claro que era un buen nadador, más alto y más fuerte que ella. Llegó antes a la meta.
—Se nos ha olvidado establecer el premio.
—Te tendrás que conformar con la gloria de la victoria.
—Dentro de pocos días ganaré la mano de una rica y hermosa heredera.
—Solo su mano, no lo olvides.
—Ya veo que te gustan los retos, ¿Verdad?
—Es más emocionante que una vida con un marido y ocho hijos, de eso estoy segura.
Pedro salió del agua, dejando su impresionante cuerpo expuesto a los rayos de luna. Paula lo miró perturbada. Con contrato o sin contrato, él iba a terminar por llevarla a su cama. La besaría hasta lograr que le suplicara. Por supuesto que se tomaría su tiempo. No quería apresurar las cosas. Sabía que tendría que esperar a después de la boda, para que ella no saliera huyendo.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 15
Si no hubiera sido porque aquella misma tarde había firmado un contrato en el que se comprometía a casarse con un hombre que la fascinaba, la atraía y la aterraba, se lo habría pasado muy bien en su cena de despedida. Se había puesto un bonito vestido y había conseguido que todos se tomaran a broma el cardenal que le cubría parte de la cara. Su jefe hizo un hermoso discurso de despedida y todo el mundo parecía animado a divertirse.
Rodrigo también había ido a la cena y hacía diez minutos que había anunciado su intención de ir a visitarla a Washington. Eso significaba que, tarde o temprano, tendría que contarle lo de Pedro. No sabía cómo iba a hacerlo. Rodrigo y ella habían estado saliendo, hasta que un día, la había besado. Aquellos besos habían sido agradables, pero no habían despertado en ella nada de lo que esperaba. A pesar de la buena relación que había entre ellos, no había química, ni saltaban chispas cuando estaban juntos. Paula habría deseado que su amistad se hubiera convertido en algo más sólido, pero no lo había logrado. No habría podido acostarse con él, pues no había lo que tenía que haber.
Era la una de la mañana y Paula estaba muy cansada. Pero estaba claro que Rodrigo estaba dispuesto a esperar a que todo el mundo se marchara para decirle adiós en privado. Así fue. Después de despedirse de todo el mundo, se dirigió a Rodrigo.
—¿Te marchas ya?
Rodrigose puso de pie. No era tan alto como Pedro, su rostro era abierto y sincero, muy diferente al del que sería pronto su marido.
—Has comido con ese tipo otra vez —dijo Rodrigo en un tono de voz hostil—. El del barco que se hundió.
No había modo de guardar ningún secreto en Collings Cove. No obstante, su comentario, le daba la ocasión para sincerarse y contarle la historia.
—Sí. Tenía unos asuntos de negocios que discutir con él.
—¿Negocios, qué tipo de negocios?
El tono de voz no iba acorde con la forma habitual que Rodrigo tenía de hacer las cosas.
—Te conté que mi padre estaba enfermo, pero no te dije nada de su última voluntad. Quiere que me case antes de que él se muera.
—Yo me casaré contigo —dijo Rodrigo.
—No, Rodri. Ya hemos pasado por todo esto antes. Yo no quiero casarme, ni asentar la cabeza —dijo ella—. Solo quiero complacer a mi padre. Voy a casarme provisionalmente, un matrimonio falso que durará solo hasta que mi padre muera. Y la persona que he elegido es Pedro.
Rodrigo se quedó absolutamente perplejo.
—¿Te vas a casar con un hombre al que hace solo tres días que conoces?
Dicho así parecía realmente descabellado.
—Pedro no está enamorado de mí, tiene un ego descomunal y no es fácil hacerle daño. Es un aventurero como yo. Además, hemos firmado un contrato. Es un negocio, ni más ni menos, Rodri.
—Está claro por qué lo prefieres a mí —dijo Rodrigo con amargura.
Pedro tenía un carisma especial, era cierto.
—No es nada de eso.
—Creo que te has vuelto loca.
—Solo quiero hacer que los últimos meses de vida de mi padre sean como él quiere que sean.
—Pues estás cometiendo un gravísimo error. He visto a ese tipo y no es ningún corderito. Te va a causar problemas.— Paula intuía que tenía razón.
—Te has acostado con él? —le preguntó Rodrigo.
—No. En el contrato se ha estipulado que no habrá nada de sexo.
—¿Que no habrá sexo? Perdona, pero no me puedo creer que ese hombre te vaya a dejar en paz. Vamos, Pau, despierta a la realidad.
—¡Déjame en paz!
—No puedes mover a la gente como si fueran piezas de ajedrez —le dijo Rodrigo—. Eso no funciona. Agarra el contrato, rómpelo y vete con tu padre. Dile que no vas a casarte, pero que has dejado tu trabajo para estar con él el tiempo que le quede. Estoy seguro de que eso será mucho mejor.
—No conoces a mi padre —dijo ella con amargura.
—Estoy empezando a pensar que es a tí a quien no conozco — No lo hagas, Pau, no sigas adelante. Pedro Alfonso no es ningún corderito, es un lobo con dientes afilados.
No era el momento de recordar lo que su boca le hacía sentir.
—Puedo cuidar de mí misma —le dijo—. Rodri, tenía que contártelo antes o después, y prefería hacerlo cara a cara.
—No vas a cambiar de opinión, ¿Verdad?
Pedro no se lo permitiría. Con un extraño sentimiento de fatalidad, dijo:
—Es demasiado tarde para eso.
—Entonces te deseo suerte.
Rodrigo también había ido a la cena y hacía diez minutos que había anunciado su intención de ir a visitarla a Washington. Eso significaba que, tarde o temprano, tendría que contarle lo de Pedro. No sabía cómo iba a hacerlo. Rodrigo y ella habían estado saliendo, hasta que un día, la había besado. Aquellos besos habían sido agradables, pero no habían despertado en ella nada de lo que esperaba. A pesar de la buena relación que había entre ellos, no había química, ni saltaban chispas cuando estaban juntos. Paula habría deseado que su amistad se hubiera convertido en algo más sólido, pero no lo había logrado. No habría podido acostarse con él, pues no había lo que tenía que haber.
Era la una de la mañana y Paula estaba muy cansada. Pero estaba claro que Rodrigo estaba dispuesto a esperar a que todo el mundo se marchara para decirle adiós en privado. Así fue. Después de despedirse de todo el mundo, se dirigió a Rodrigo.
—¿Te marchas ya?
Rodrigose puso de pie. No era tan alto como Pedro, su rostro era abierto y sincero, muy diferente al del que sería pronto su marido.
—Has comido con ese tipo otra vez —dijo Rodrigo en un tono de voz hostil—. El del barco que se hundió.
No había modo de guardar ningún secreto en Collings Cove. No obstante, su comentario, le daba la ocasión para sincerarse y contarle la historia.
—Sí. Tenía unos asuntos de negocios que discutir con él.
—¿Negocios, qué tipo de negocios?
El tono de voz no iba acorde con la forma habitual que Rodrigo tenía de hacer las cosas.
—Te conté que mi padre estaba enfermo, pero no te dije nada de su última voluntad. Quiere que me case antes de que él se muera.
—Yo me casaré contigo —dijo Rodrigo.
—No, Rodri. Ya hemos pasado por todo esto antes. Yo no quiero casarme, ni asentar la cabeza —dijo ella—. Solo quiero complacer a mi padre. Voy a casarme provisionalmente, un matrimonio falso que durará solo hasta que mi padre muera. Y la persona que he elegido es Pedro.
Rodrigo se quedó absolutamente perplejo.
—¿Te vas a casar con un hombre al que hace solo tres días que conoces?
Dicho así parecía realmente descabellado.
—Pedro no está enamorado de mí, tiene un ego descomunal y no es fácil hacerle daño. Es un aventurero como yo. Además, hemos firmado un contrato. Es un negocio, ni más ni menos, Rodri.
—Está claro por qué lo prefieres a mí —dijo Rodrigo con amargura.
Pedro tenía un carisma especial, era cierto.
—No es nada de eso.
—Creo que te has vuelto loca.
—Solo quiero hacer que los últimos meses de vida de mi padre sean como él quiere que sean.
—Pues estás cometiendo un gravísimo error. He visto a ese tipo y no es ningún corderito. Te va a causar problemas.— Paula intuía que tenía razón.
—Te has acostado con él? —le preguntó Rodrigo.
—No. En el contrato se ha estipulado que no habrá nada de sexo.
—¿Que no habrá sexo? Perdona, pero no me puedo creer que ese hombre te vaya a dejar en paz. Vamos, Pau, despierta a la realidad.
—¡Déjame en paz!
—No puedes mover a la gente como si fueran piezas de ajedrez —le dijo Rodrigo—. Eso no funciona. Agarra el contrato, rómpelo y vete con tu padre. Dile que no vas a casarte, pero que has dejado tu trabajo para estar con él el tiempo que le quede. Estoy seguro de que eso será mucho mejor.
—No conoces a mi padre —dijo ella con amargura.
—Estoy empezando a pensar que es a tí a quien no conozco — No lo hagas, Pau, no sigas adelante. Pedro Alfonso no es ningún corderito, es un lobo con dientes afilados.
No era el momento de recordar lo que su boca le hacía sentir.
—Puedo cuidar de mí misma —le dijo—. Rodri, tenía que contártelo antes o después, y prefería hacerlo cara a cara.
—No vas a cambiar de opinión, ¿Verdad?
Pedro no se lo permitiría. Con un extraño sentimiento de fatalidad, dijo:
—Es demasiado tarde para eso.
—Entonces te deseo suerte.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 14
Pedro sacó unas hojas del bolsillo.
—Mi abogado me ha enviado por fax este contrato.
—Pedro, se supone que debería ser yo la que redactara ese contrato.
—A mí me parece que estás estupenda. Solo quería demostrarte que iba en serio —dijo él.
—Pero soy yo la que te va a contratar, no a la inversa —agarró el contrato y lo leyó detenidamente. Todas sus condiciones habían sido redactadas con un lenguaje legal.
—Podemos firmarlo, así yo también sabré que tú vas en serio. Una vez en Washington, tu abogado puede comprobar que todo está en orden.
—Hablando de eso, debo suponer que me has investigado, ¿No es así?
—Sí.
Micaela le llevó un enorme vaso de Coca Cola y Paula lo miró como si no tuviera ni la más remota idea de qué era aquello.
—Gracias —dijo.
—De nada —respondió Micaela—. El jefe los invita a las bebidas y al postre.
—Dale las gracias, Mica —en cuanto la camarera se alejó, continuó interrogándolo—. ¿Y qué has averiguado?
—Miguel Chaves III. Heredó una fortuna que ha sido capaz de multiplicar varias veces. Tiene fama de ser un hombre honrado, con poco sentido del humor. Su hijo se parece mucho a él, pero su hija... Esa es la parte más interesante.
Pedro dió un gran trago de cerveza.
—Salvaje, expulsada de varios colegios, los mejores colegios, por supuesto. Es una experta esquiadora, licenciada en lenguas extranjeras por Harvard, ha viajado por todo el mundo haciendo trabajos varios, entre ellos de camarera. Acabó en Canadá, se sacó el título de guardacostas. Al heredar la fortuna de su madre, se hizo piloto y se compró un avión que pilota ella misma. Sí, se puede decir que he estado haciendo averiguaciones sobre tí.
Para cuando la camarera le llevó el sándwich ya no tenía hambre. Pedro continuó.
—Con tanto que hacer ha tenido muy poco tiempo para hombres. El único que aparece en su historia es un tal Pablo. ¿Fue ese el que te agredió?
Paula dudó unos segundos y se negó a responder.
—Sí, fue él —afirmó Pedro.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—No hace falta, es patente y obvio que era un mal tipo. Acaba de divorciarse de su primera mujer, una rica heredera a la que habrá sacado un montón de millones. Ahora está a la caza de su segunda víctima.
—¿Sí?
—¡No lo sabías! Ya ves.
Paula se sentía como un ratón perseguido por un inteligente gato.
—El otro hombre que ha habido en tu vida ha sido el doctor, quien, sin duda, daría cualquier cosa por casarse contigo.
—Lo sé.
—¿Por qué no te has casado con él?
—Porque me quiere. Si me casara con él y dentro de tres meses le dijera que se acabó, le haría mucho daño.
—Es lo que me vas a hacer a mí.
—Pero tú eres diferente —dijo ella—. Puede que no te conozca demasiado, pero estoy segura de que sabes cuidar de tí mismo.
Pedro no pudo responder y Paula sintió que acababa de ganar una pequeña batalla.
—Tu abogado no ha especificado cómo serán los pagos. Te daré la primera mitad en Washington, después de la boda, y la segunda mitad cuando todo haya terminado, en cheques conformados.
—¿Y si no le gusto a tu padre desde el primer momento?
—Tendrás que esforzarte en gustarle —dijo ella con una gran sonrisa.
Pedro respondió con ironía.
—Por supuesto, se me había olvidado que me has elegido porque tengo clase, ¿No es cierto? Esa fue una de las virtudes que me atribuiste en tu lista de ayer —miró los cubiertos baratos que había sobre la mesa—. Sé usar el cuchillo y el tenedor.
—¡No es a eso a lo que me refería! No soy una snob.
—Entonces, ¿A qué te referías, Paula?
—Al modo en que actúas, te comportas como alguien seguro de sí mismo, acostumbrado a tener control sobre las situaciones.
Sonrió complacido y la miró directamente a los ojos, una mirada penetrante que la desconcertó. Paula bajó los ojos y dió un bocado a su sándwich.
—Esto está delicioso —dijo—. ¿Qué tal la hamburguesa?
—¿Cómo se supone que nos hemos conocido?—preguntó Pedro.
Paula recapacitó unos instantes.
—Diremos la verdad. Se me da muy mal mentir, a pesar de lo que puedas pensar. Diremos que viniste a darme las gracias por lo del Starspray.
—Y nos enamoramos —continuó Pedro.
—Eso es —continuó ella—. Fue amor a primera vista. Desde el primer momento, supimos que estábamos hechos el uno para el otro. Ya sabes, almas gemelas y esas cosas. Tremendamente romántico.
—Supongo que también cuerpos gemelos, ya sabes, nos hemos entendido en la cama desde el principio.
—Ahí es donde empieza la farsa —dijo ella con una mueca—. Cuando estaba en Harvard, solía leer novelas rosa cuando no tenía que estudiar. Tú podrías ser el protagonista perfecto de una de esas novelas. Después de ir a la peluquería yo también podría ser la protagonista de turno.
—Solo que en las novelas viven felices para siempre, mientras que nosotros no superaremos los tres meses. Para tí todo esto no es más que un juego, ¿Verdad?
A ella no le gustó su comentario.
—Puede que sea un juego, pero con un propósito muy claro y muy serio. Espero que no se te olvide. Después de todo, tú has querido entrar en esto.
—No tengo nada que perder —dijo él con sorna.
Paula agarró un bolígrafo del bolso y firmó el contrato. Luego se lo pasó.
—Es tu turno —le dijo.
Pedro dejó su firma sobre el papel, una firma casi ilegible.
—Bueno, ya hemos dado el primer paso —dijo ella.
—Me pregunto cuál será el paso número trece.
A Paula ya le había costado bastante llegar hasta donde estaban y su pensamiento solo abarcaba a lo que debía de venir inmediatamente después. Decidió cambiar de tema y contarle algo de su vida, así que optó por algunos capítulos emocionantes de su vida como guardacostas. Después del postre, se despidió de Micaela, quien derramó unas cuantas lágrimas. De camino a casa, le anunció a Pedro que aquella noche tenía una cena con sus ex compañeros de trabajo.
—Estaré preparada para salir mañana a las diez, si el tiempo nos lo permite. Espero que te fíes de mí, porque te voy a llevar en mi avioneta hasta Washington. Pasaré a buscarte por el motel a las nueve y media.
—De acuerdo —dijo Pedro. Pero antes de que bajara del coche, la agarró entre sus brazos.
—¿Qué estás haciendo?
—Necesitamos practicar —dijo él y la besó con una incendiaria mezcla de rabia y pasión.
Paula no sabía mentir en modo alguno, así que se dejó llevar y lo besó con la misma o mayor pasión. Todo su cuerpo era una súplica callada y explícita a un tiempo. En aquel momento, pasaron Juan y José, que tocaron el claxon. Ella recobró el sentido y se apartó de él con rabia.
—No creo que necesitemos practicar nada de esto.
Pero a Pedro se le había acelerado el pulso y su turbación era patente. Paula no era insensible a él tampoco. Aun después de haberse apartado de él, todavía le quedaba en los labios el sabor a Pedro, su olor a jabón y a algo único y personal. ¿Qué le estaba sucediendo? Se bajó del coche y cerró la puerta con ira. Había algo que no le había dicho. Aquella noche, después de la cena, se iría a dormir al motel. Pero no había pedido la habitación más alejada, tal y como debía haber hecho. Su trato decía que no habría nada de sexo, nada de relaciones conyugales. Había firmado un contrato. No debía olvidarlo.
—Mi abogado me ha enviado por fax este contrato.
—Pedro, se supone que debería ser yo la que redactara ese contrato.
—A mí me parece que estás estupenda. Solo quería demostrarte que iba en serio —dijo él.
—Pero soy yo la que te va a contratar, no a la inversa —agarró el contrato y lo leyó detenidamente. Todas sus condiciones habían sido redactadas con un lenguaje legal.
—Podemos firmarlo, así yo también sabré que tú vas en serio. Una vez en Washington, tu abogado puede comprobar que todo está en orden.
—Hablando de eso, debo suponer que me has investigado, ¿No es así?
—Sí.
Micaela le llevó un enorme vaso de Coca Cola y Paula lo miró como si no tuviera ni la más remota idea de qué era aquello.
—Gracias —dijo.
—De nada —respondió Micaela—. El jefe los invita a las bebidas y al postre.
—Dale las gracias, Mica —en cuanto la camarera se alejó, continuó interrogándolo—. ¿Y qué has averiguado?
—Miguel Chaves III. Heredó una fortuna que ha sido capaz de multiplicar varias veces. Tiene fama de ser un hombre honrado, con poco sentido del humor. Su hijo se parece mucho a él, pero su hija... Esa es la parte más interesante.
Pedro dió un gran trago de cerveza.
—Salvaje, expulsada de varios colegios, los mejores colegios, por supuesto. Es una experta esquiadora, licenciada en lenguas extranjeras por Harvard, ha viajado por todo el mundo haciendo trabajos varios, entre ellos de camarera. Acabó en Canadá, se sacó el título de guardacostas. Al heredar la fortuna de su madre, se hizo piloto y se compró un avión que pilota ella misma. Sí, se puede decir que he estado haciendo averiguaciones sobre tí.
Para cuando la camarera le llevó el sándwich ya no tenía hambre. Pedro continuó.
—Con tanto que hacer ha tenido muy poco tiempo para hombres. El único que aparece en su historia es un tal Pablo. ¿Fue ese el que te agredió?
Paula dudó unos segundos y se negó a responder.
—Sí, fue él —afirmó Pedro.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—No hace falta, es patente y obvio que era un mal tipo. Acaba de divorciarse de su primera mujer, una rica heredera a la que habrá sacado un montón de millones. Ahora está a la caza de su segunda víctima.
—¿Sí?
—¡No lo sabías! Ya ves.
Paula se sentía como un ratón perseguido por un inteligente gato.
—El otro hombre que ha habido en tu vida ha sido el doctor, quien, sin duda, daría cualquier cosa por casarse contigo.
—Lo sé.
—¿Por qué no te has casado con él?
—Porque me quiere. Si me casara con él y dentro de tres meses le dijera que se acabó, le haría mucho daño.
—Es lo que me vas a hacer a mí.
—Pero tú eres diferente —dijo ella—. Puede que no te conozca demasiado, pero estoy segura de que sabes cuidar de tí mismo.
Pedro no pudo responder y Paula sintió que acababa de ganar una pequeña batalla.
—Tu abogado no ha especificado cómo serán los pagos. Te daré la primera mitad en Washington, después de la boda, y la segunda mitad cuando todo haya terminado, en cheques conformados.
—¿Y si no le gusto a tu padre desde el primer momento?
—Tendrás que esforzarte en gustarle —dijo ella con una gran sonrisa.
Pedro respondió con ironía.
—Por supuesto, se me había olvidado que me has elegido porque tengo clase, ¿No es cierto? Esa fue una de las virtudes que me atribuiste en tu lista de ayer —miró los cubiertos baratos que había sobre la mesa—. Sé usar el cuchillo y el tenedor.
—¡No es a eso a lo que me refería! No soy una snob.
—Entonces, ¿A qué te referías, Paula?
—Al modo en que actúas, te comportas como alguien seguro de sí mismo, acostumbrado a tener control sobre las situaciones.
Sonrió complacido y la miró directamente a los ojos, una mirada penetrante que la desconcertó. Paula bajó los ojos y dió un bocado a su sándwich.
—Esto está delicioso —dijo—. ¿Qué tal la hamburguesa?
—¿Cómo se supone que nos hemos conocido?—preguntó Pedro.
Paula recapacitó unos instantes.
—Diremos la verdad. Se me da muy mal mentir, a pesar de lo que puedas pensar. Diremos que viniste a darme las gracias por lo del Starspray.
—Y nos enamoramos —continuó Pedro.
—Eso es —continuó ella—. Fue amor a primera vista. Desde el primer momento, supimos que estábamos hechos el uno para el otro. Ya sabes, almas gemelas y esas cosas. Tremendamente romántico.
—Supongo que también cuerpos gemelos, ya sabes, nos hemos entendido en la cama desde el principio.
—Ahí es donde empieza la farsa —dijo ella con una mueca—. Cuando estaba en Harvard, solía leer novelas rosa cuando no tenía que estudiar. Tú podrías ser el protagonista perfecto de una de esas novelas. Después de ir a la peluquería yo también podría ser la protagonista de turno.
—Solo que en las novelas viven felices para siempre, mientras que nosotros no superaremos los tres meses. Para tí todo esto no es más que un juego, ¿Verdad?
A ella no le gustó su comentario.
—Puede que sea un juego, pero con un propósito muy claro y muy serio. Espero que no se te olvide. Después de todo, tú has querido entrar en esto.
—No tengo nada que perder —dijo él con sorna.
Paula agarró un bolígrafo del bolso y firmó el contrato. Luego se lo pasó.
—Es tu turno —le dijo.
Pedro dejó su firma sobre el papel, una firma casi ilegible.
—Bueno, ya hemos dado el primer paso —dijo ella.
—Me pregunto cuál será el paso número trece.
A Paula ya le había costado bastante llegar hasta donde estaban y su pensamiento solo abarcaba a lo que debía de venir inmediatamente después. Decidió cambiar de tema y contarle algo de su vida, así que optó por algunos capítulos emocionantes de su vida como guardacostas. Después del postre, se despidió de Micaela, quien derramó unas cuantas lágrimas. De camino a casa, le anunció a Pedro que aquella noche tenía una cena con sus ex compañeros de trabajo.
—Estaré preparada para salir mañana a las diez, si el tiempo nos lo permite. Espero que te fíes de mí, porque te voy a llevar en mi avioneta hasta Washington. Pasaré a buscarte por el motel a las nueve y media.
—De acuerdo —dijo Pedro. Pero antes de que bajara del coche, la agarró entre sus brazos.
—¿Qué estás haciendo?
—Necesitamos practicar —dijo él y la besó con una incendiaria mezcla de rabia y pasión.
Paula no sabía mentir en modo alguno, así que se dejó llevar y lo besó con la misma o mayor pasión. Todo su cuerpo era una súplica callada y explícita a un tiempo. En aquel momento, pasaron Juan y José, que tocaron el claxon. Ella recobró el sentido y se apartó de él con rabia.
—No creo que necesitemos practicar nada de esto.
Pero a Pedro se le había acelerado el pulso y su turbación era patente. Paula no era insensible a él tampoco. Aun después de haberse apartado de él, todavía le quedaba en los labios el sabor a Pedro, su olor a jabón y a algo único y personal. ¿Qué le estaba sucediendo? Se bajó del coche y cerró la puerta con ira. Había algo que no le había dicho. Aquella noche, después de la cena, se iría a dormir al motel. Pero no había pedido la habitación más alejada, tal y como debía haber hecho. Su trato decía que no habría nada de sexo, nada de relaciones conyugales. Había firmado un contrato. No debía olvidarlo.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 13
—Tengo que pensármelo hasta mañana. Volveré a primera hora. ¿Vas a estar aquí?
—Pero en Gun Hill me has dicho que no.
—He cambiado de opinión.
Paula pareció asustada.
—Si tú puedes cambiar de opinión, yo también.
—Ya es tarde para eso. Si no querías casarte conmigo, no debías habérmelo pedido.
De pronto, ella parecía aterrada por tan impetuosa respuesta.
—Mañana por la mañana vendré a darte mi respuesta —sin más, se dirigió a la puerta. Ella lo siguió.
—Tu coche está al pie de la montaña —le recordó.
—Bien. Necesito ejercicio —dijo él—. Ponte manos a la obra. Recuerda que los de la mudanza llegarán mañana a primera hora.
Sin decir más, se marchó. Pero no fue a recoger su coche, sino que se marchó directamente al motel. Una vez allí, escribió unas cuantas notas y se dispuso a llamar por teléfono.
Los de la mudanza llegaron a las nueve en punto de la mañana. Paula tenía un aspecto lamentable y se sentía bastante mal. El ojo se le había puesto de varios colores, todos ellos en la gama de los morados y rosas, con alguna que otra incursión en el verde. Pero aquella misma noche, a eso de las cinco de la mañana, había tomado la decisión de que si Pedro decía que sí, seguiría con su plan de un matrimonio fingido. Había llamado a su padre después de que él se marchara y había notado que Miguel se había alegrado de oírla. Le quedaba poco tiempo para reparar su relación y, si el matrimonio era el elixir mágico, matrimonio habría. Juan y José, los mozos de la mudanza, la miraron con curiosidad cuando les abrió la puerta. Pronto se pusieron manos a la obra y se despreocuparon de ella. Se pasó toda la mañana ocupada pero, a pesar de todo, el tiempo pasaba demasiado despacio. No le gustaba el suspense y lo único que deseaba era que Pedro se presentara en su casa. A eso de las doce menos cuarto, llegó a la conclusión de que su tácita respuesta era negativa y de que se habría marchado en el primer vuelo de la mañana. En principio, no supo si sentirse aliviada o dolida. Después de todo, aquel hombre era peligroso, lo había sabido desde el instante mismo en que lo había visto en el monitor del televisor. Y era sexy, tremendamente sexy y masculino. Sabía muy poco de él y se había dejado llevar por un ciego impulso cuando le había pedido que se casara con ella. En realidad, debería haberle pedido a su abogado que averiguara de quién se trataba antes de nada. No había problema, lo haría de inmediato. En ese instante, sonó el timbre de la entrada. Se sobresaltó y se apresuró abrir.
—Hola, Pedro—le dijo—. Pensé que ya no vendrías.
Llevaba una camiseta azul de algodón con las mangas subidas y unos vaqueros gastados. Le brillaba el pelo, aquel pelo espeso, rizado y abundante, oscuro como el ébano.
—Me llevó más tiempo de lo que pensaba hacer unas cuantas averiguaciones sobre quién eres. Vámonos a comer. Micaela quería despedirse de tí.
—¿A comer? No puedo... estoy hecha un desastre.
Pedro la miró de arriba abajo. Efectivamente, estaba hecha un desastre y, a pesar de todo, estaba preciosa. El modo en que se lo dijo hizo que se ruborizara. Juan, uno de los mozos, intervino en la conversación.
—Váyase a comer, señorita. Nosotros nos íbamos ahora.
—Bien —dijo Pedro.
Pronto llegaron al restaurante. Por suerte, el aire acondicionado estaba puesto pues, a pesar de ser septiembre, hacía un calor insoportable. Micaela los atendió de inmediato.
—Yo quiero un sándwich club y una Coca Cola con hielo.
—Yo una hamburguesa y una jarra de cerveza. Gracias, Micaela —dijo Pedro y esperó a que la camarera se fuera—. Me gustaría que te pusieras mi apellido después de la boda: Paula Alfonso. Estoy un poco chapado a la antigua.
Paula lo miró y dejó el vaso de agua que tenía en la mano sobre la mesa.
—¿Quieres decir que aceptas el trato?
—Sí, para lo bueno y para lo malo.
Ella lo miró como si fuera la primera vez que lo veía. Era un hombre, nada más que un hombre. Sí, tenía un bonito y espeso pelo negro, y un rostro hermoso y bien esculpido, eso sin contar el efecto que le causaban sus labios. Después de todo, quizás no fuera el hombre adecuado.
—¿Estás de acuerdo con todas mis condiciones?
—Pero en Gun Hill me has dicho que no.
—He cambiado de opinión.
Paula pareció asustada.
—Si tú puedes cambiar de opinión, yo también.
—Ya es tarde para eso. Si no querías casarte conmigo, no debías habérmelo pedido.
De pronto, ella parecía aterrada por tan impetuosa respuesta.
—Mañana por la mañana vendré a darte mi respuesta —sin más, se dirigió a la puerta. Ella lo siguió.
—Tu coche está al pie de la montaña —le recordó.
—Bien. Necesito ejercicio —dijo él—. Ponte manos a la obra. Recuerda que los de la mudanza llegarán mañana a primera hora.
Sin decir más, se marchó. Pero no fue a recoger su coche, sino que se marchó directamente al motel. Una vez allí, escribió unas cuantas notas y se dispuso a llamar por teléfono.
Los de la mudanza llegaron a las nueve en punto de la mañana. Paula tenía un aspecto lamentable y se sentía bastante mal. El ojo se le había puesto de varios colores, todos ellos en la gama de los morados y rosas, con alguna que otra incursión en el verde. Pero aquella misma noche, a eso de las cinco de la mañana, había tomado la decisión de que si Pedro decía que sí, seguiría con su plan de un matrimonio fingido. Había llamado a su padre después de que él se marchara y había notado que Miguel se había alegrado de oírla. Le quedaba poco tiempo para reparar su relación y, si el matrimonio era el elixir mágico, matrimonio habría. Juan y José, los mozos de la mudanza, la miraron con curiosidad cuando les abrió la puerta. Pronto se pusieron manos a la obra y se despreocuparon de ella. Se pasó toda la mañana ocupada pero, a pesar de todo, el tiempo pasaba demasiado despacio. No le gustaba el suspense y lo único que deseaba era que Pedro se presentara en su casa. A eso de las doce menos cuarto, llegó a la conclusión de que su tácita respuesta era negativa y de que se habría marchado en el primer vuelo de la mañana. En principio, no supo si sentirse aliviada o dolida. Después de todo, aquel hombre era peligroso, lo había sabido desde el instante mismo en que lo había visto en el monitor del televisor. Y era sexy, tremendamente sexy y masculino. Sabía muy poco de él y se había dejado llevar por un ciego impulso cuando le había pedido que se casara con ella. En realidad, debería haberle pedido a su abogado que averiguara de quién se trataba antes de nada. No había problema, lo haría de inmediato. En ese instante, sonó el timbre de la entrada. Se sobresaltó y se apresuró abrir.
—Hola, Pedro—le dijo—. Pensé que ya no vendrías.
Llevaba una camiseta azul de algodón con las mangas subidas y unos vaqueros gastados. Le brillaba el pelo, aquel pelo espeso, rizado y abundante, oscuro como el ébano.
—Me llevó más tiempo de lo que pensaba hacer unas cuantas averiguaciones sobre quién eres. Vámonos a comer. Micaela quería despedirse de tí.
—¿A comer? No puedo... estoy hecha un desastre.
Pedro la miró de arriba abajo. Efectivamente, estaba hecha un desastre y, a pesar de todo, estaba preciosa. El modo en que se lo dijo hizo que se ruborizara. Juan, uno de los mozos, intervino en la conversación.
—Váyase a comer, señorita. Nosotros nos íbamos ahora.
—Bien —dijo Pedro.
Pronto llegaron al restaurante. Por suerte, el aire acondicionado estaba puesto pues, a pesar de ser septiembre, hacía un calor insoportable. Micaela los atendió de inmediato.
—Yo quiero un sándwich club y una Coca Cola con hielo.
—Yo una hamburguesa y una jarra de cerveza. Gracias, Micaela —dijo Pedro y esperó a que la camarera se fuera—. Me gustaría que te pusieras mi apellido después de la boda: Paula Alfonso. Estoy un poco chapado a la antigua.
Paula lo miró y dejó el vaso de agua que tenía en la mano sobre la mesa.
—¿Quieres decir que aceptas el trato?
—Sí, para lo bueno y para lo malo.
Ella lo miró como si fuera la primera vez que lo veía. Era un hombre, nada más que un hombre. Sí, tenía un bonito y espeso pelo negro, y un rostro hermoso y bien esculpido, eso sin contar el efecto que le causaban sus labios. Después de todo, quizás no fuera el hombre adecuado.
—¿Estás de acuerdo con todas mis condiciones?
sábado, 21 de enero de 2017
Novio Por Conveniencia: Capítulo 12
-Seguro que el botiquín está en el baño —dijo Pedro.
Definitivamente, no podía marcharse y dejarla sin más. Aquella era la primera mujer a la que había conocido que no le aburría. Muy al contrario. Paula lo siguió por el pasillo, como un tomado capaz de arrasar cualquier cosa a su paso.
—Pedro, lárgate de mi casa. No debería haber mencionado la palabra matrimonio, ha sido un estúpido error. Tienes todo el derecho del mundo a estar furioso, pero ahora quiero que te vayas y no vuelvas jamás.
—No estoy furioso —dijo él con toda la calma del mundo. Agarró el botiquín—. Eres tú la que está echando fuego por la boca. No pienso marcharme hasta que no me expliques todo este asunto. Vamos a la cocina, la luz allí es mejor.
De pronto, Paula parecía agotada. Pedro recordó, entonces, que había pasado toda la noche trabajando.
—Escucha, he cometido un error, ya no puedo volver atrás. ¿Qué vas a hacer? ¿Me lo vas a hacer pagar con sangre? Déjame tranquila.
Algo le decía que no era una mujer acostumbrada a implorar por nada, lo que realmente lo conmovía. Tuvo que controlar su impulso de tomarla en sus brazos. ¿Qué le pasaba con ella? Con las otras no le había costado tanto controlarse.
—Quiero que me cuentes, exactamente, en qué consiste esa propuesta que me hiciste.
—Eres cabezota —dijo ella, mientras se dirigían a la cocina.
Al llegar, Pedro se lavó las manos en el fregadero.
—No sabes perder —replicó él.
—No cuando no me han dado la oportunidad de competir. Es como si estuvieras hecho de granito.
—Ahora, estate quieta —le dijo él y comenzó a limpiarle la herida del rostro. Tenía una piel suave y tersa. Sus ojos brillaban tristes e inocentes. Con mucho cuidado, le quitó la tierra que había penetrado en la carne expuesta.
—Creo que ya está —dijo él—. Se te va a hacer un cardenal enorme.
—Diré que me chocado contra una puerta. Es la excusa habitual, ¿No? —dijo ella, mientras Pedro le ponía una crema antibiótica.
Paula lo desconcertaba como ninguna mujer lo había desconcertado. Pero lo que sentía no podía ser más que deseo. ¿Qué otra cosa si no? Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin una mujer, desde que había roto con Candela en Austria, el pasado noviembre. No, no sentía nada especial por ella.
—Vamos, cuéntame —le ordenó—. Dime de qué se trata todo esto. ¿Quién es tu padre?
Paula dudó unos segundos y Pedro insistió.
—Hace un momento, estabas llorando desconsoladamente por algo y me da la impresión de que no es algo que hagas con frecuencia. ¿Por qué quieres un matrimonio falso?
Paula lo miró asustada, como si se diera cuenta de que él podía ver más de lo que ella quería mostrar.
—Mi padre es Miguel Chaves III, de una rica familia de Washington. Tiene leucemia.
—Casarte conmigo no logrará curarle la leucemia —dijo él, mientras le limpiaba la herida de la pierna.
—Lo sé —dijo ella—. Después de que mi madre muriera, mi padre se hizo excesivamente protector, al mismo tiempo que mantenía una incomprensible distancia emocional. Cuando yo tenía diecinueve años, tuvimos una gran pelea. A partir de ahí, perdimos el contacto durante años. Pasado un tiempo, cuando yo ya tenía mi dinero y mi trabajo, volví a llamarlo. No se puede decir que desde entonces hayamos tenido una gran relación, pero sí algo. Para mí ese algo era mejor que nada.
Pedro tampoco había tenido una buena relación con su padre. Respecto a su madre, muy pronto se desvinculó de sus hijos, más preocupada por sus amantes que por ellos.
—Y ahora quiere que te cases —dijo Pedro, mientras le ponía la crema antibiótica en la herida.
—Sí. Quiere que sea como mi hermano: conservador y contento con su vida rutinaria —Paula suspiró—. Mi padre se está muriendo y no creo que me hiciera ningún daño complacerlo y estar casada tres meses. No quiero decir con esto que crea que él tiene razón. Pero sé que su alma descansaría si me viera segura en brazos de un marido. ¿Entiendes?
Pedro sintió vértigo. Algo le decía que podía confiar en ella, que cuanto le contaba era verdad. Pero otra parte de él le decía que no se dejara llevar. La deseaba y eso era suficiente para dejarse engañar. Quizás sus motivos no fueran tan honestos. Tal vez, quisiera ganarse la confianza de su padre para que no la desheredara.
—Supongo que no, que no entiendes nada.
—Sí. Entiendo que sería un matrimonio solo en apariencia.
—Exacto. Nada de sexo, nada de meternos en la vida del otro. En cuanto mi padre muriera, el matrimonio acabaría con un divorcio de mutuo acuerdo: A partir de ahí, no volvería a haber ningún contacto.
Pedro se levantó, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse.
—Nada de sexo —dijo él—. ¿Estás segura de eso? Tal vez, deberías intentar superar tu miedo, intentarlo otra vez.
—El sexo no es algo que se intente. La próxima vez que me meta en la cama con alguien será porque esté enamorada.
No estaba enamorada del doctor, Pedro se había dado cuenta de eso.
Definitivamente, no podía marcharse y dejarla sin más. Aquella era la primera mujer a la que había conocido que no le aburría. Muy al contrario. Paula lo siguió por el pasillo, como un tomado capaz de arrasar cualquier cosa a su paso.
—Pedro, lárgate de mi casa. No debería haber mencionado la palabra matrimonio, ha sido un estúpido error. Tienes todo el derecho del mundo a estar furioso, pero ahora quiero que te vayas y no vuelvas jamás.
—No estoy furioso —dijo él con toda la calma del mundo. Agarró el botiquín—. Eres tú la que está echando fuego por la boca. No pienso marcharme hasta que no me expliques todo este asunto. Vamos a la cocina, la luz allí es mejor.
De pronto, Paula parecía agotada. Pedro recordó, entonces, que había pasado toda la noche trabajando.
—Escucha, he cometido un error, ya no puedo volver atrás. ¿Qué vas a hacer? ¿Me lo vas a hacer pagar con sangre? Déjame tranquila.
Algo le decía que no era una mujer acostumbrada a implorar por nada, lo que realmente lo conmovía. Tuvo que controlar su impulso de tomarla en sus brazos. ¿Qué le pasaba con ella? Con las otras no le había costado tanto controlarse.
—Quiero que me cuentes, exactamente, en qué consiste esa propuesta que me hiciste.
—Eres cabezota —dijo ella, mientras se dirigían a la cocina.
Al llegar, Pedro se lavó las manos en el fregadero.
—No sabes perder —replicó él.
—No cuando no me han dado la oportunidad de competir. Es como si estuvieras hecho de granito.
—Ahora, estate quieta —le dijo él y comenzó a limpiarle la herida del rostro. Tenía una piel suave y tersa. Sus ojos brillaban tristes e inocentes. Con mucho cuidado, le quitó la tierra que había penetrado en la carne expuesta.
—Creo que ya está —dijo él—. Se te va a hacer un cardenal enorme.
—Diré que me chocado contra una puerta. Es la excusa habitual, ¿No? —dijo ella, mientras Pedro le ponía una crema antibiótica.
Paula lo desconcertaba como ninguna mujer lo había desconcertado. Pero lo que sentía no podía ser más que deseo. ¿Qué otra cosa si no? Estaba claro que llevaba demasiado tiempo sin una mujer, desde que había roto con Candela en Austria, el pasado noviembre. No, no sentía nada especial por ella.
—Vamos, cuéntame —le ordenó—. Dime de qué se trata todo esto. ¿Quién es tu padre?
Paula dudó unos segundos y Pedro insistió.
—Hace un momento, estabas llorando desconsoladamente por algo y me da la impresión de que no es algo que hagas con frecuencia. ¿Por qué quieres un matrimonio falso?
Paula lo miró asustada, como si se diera cuenta de que él podía ver más de lo que ella quería mostrar.
—Mi padre es Miguel Chaves III, de una rica familia de Washington. Tiene leucemia.
—Casarte conmigo no logrará curarle la leucemia —dijo él, mientras le limpiaba la herida de la pierna.
—Lo sé —dijo ella—. Después de que mi madre muriera, mi padre se hizo excesivamente protector, al mismo tiempo que mantenía una incomprensible distancia emocional. Cuando yo tenía diecinueve años, tuvimos una gran pelea. A partir de ahí, perdimos el contacto durante años. Pasado un tiempo, cuando yo ya tenía mi dinero y mi trabajo, volví a llamarlo. No se puede decir que desde entonces hayamos tenido una gran relación, pero sí algo. Para mí ese algo era mejor que nada.
Pedro tampoco había tenido una buena relación con su padre. Respecto a su madre, muy pronto se desvinculó de sus hijos, más preocupada por sus amantes que por ellos.
—Y ahora quiere que te cases —dijo Pedro, mientras le ponía la crema antibiótica en la herida.
—Sí. Quiere que sea como mi hermano: conservador y contento con su vida rutinaria —Paula suspiró—. Mi padre se está muriendo y no creo que me hiciera ningún daño complacerlo y estar casada tres meses. No quiero decir con esto que crea que él tiene razón. Pero sé que su alma descansaría si me viera segura en brazos de un marido. ¿Entiendes?
Pedro sintió vértigo. Algo le decía que podía confiar en ella, que cuanto le contaba era verdad. Pero otra parte de él le decía que no se dejara llevar. La deseaba y eso era suficiente para dejarse engañar. Quizás sus motivos no fueran tan honestos. Tal vez, quisiera ganarse la confianza de su padre para que no la desheredara.
—Supongo que no, que no entiendes nada.
—Sí. Entiendo que sería un matrimonio solo en apariencia.
—Exacto. Nada de sexo, nada de meternos en la vida del otro. En cuanto mi padre muriera, el matrimonio acabaría con un divorcio de mutuo acuerdo: A partir de ahí, no volvería a haber ningún contacto.
Pedro se levantó, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse.
—Nada de sexo —dijo él—. ¿Estás segura de eso? Tal vez, deberías intentar superar tu miedo, intentarlo otra vez.
—El sexo no es algo que se intente. La próxima vez que me meta en la cama con alguien será porque esté enamorada.
No estaba enamorada del doctor, Pedro se había dado cuenta de eso.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 11
Paula, sin embargo, le parecía diferente. No parecía perseguirlo ni por su dinero ni por nada. Y tenía que reconocer que eso último lo desconcertaba y lo irritaba. Estaba acostumbrado a que las mujeres fueran detrás de él. Se preguntó si el motivo por el que no había tomado el avión a primera hora del día había sido la forma en que ella se había despedido de él la noche anterior. Contaba con que nunca más la vería. Y, sin embargo, luego se habían encontrado en lo alto de Gun Hill. ¿Había sido una coincidencia de verdad? Probablemente, sí. Si había un lugar en el que podían encontrarse por casualidad era allí. Porque, de algún modo, Paula y él se parecían. Si realmente tenía dinero, entonces era probable que no lo quisiera por interés. Claro que la familia de Candela también lo tenía y eso no fue un inconveniente para que ella buscara su interés.
—Te voy a bajar —le dijo Pedro en un tono mucho más frío del que él mismo habría querido—. ¿Dónde tienes las llaves del coche?
—En el bolsillo —respondió ella. Las sacó y se las dió.
Al agarrarlas, notó que estaban calientes por el contacto con su cuerpo. Abrió la puerta del pasajero y se volvió hacia Celia dispuesto a meterla en el vehículo. Ella alzó la mano.
—Puedo sola —le dijo, lo que, en realidad, quería decir: «No me toques».
Pedro se sentó ante el volante.
—Tendrás que decirme dónde es.
—Ve hacia el centro de la ciudad. Es la primera calle a la derecha después de la estación de bomberos, el número cuarenta y dos.
Dicho eso, apoyó la cabeza sobre la ventanilla y cerró los ojos. Pedro no entendía lo que le pasaba. ¿Por qué le ponía furioso que no quisiera hablar, cuando había sido él mismo el que le había ordenado que mantuviera la boca cerrada? Condujo hasta donde ella le indicó y detuvo el coche ante el número cuarenta y dos.
—Ya hemos llegado —dijo.
Paula abrió los ojos. Parecía que acabara de despertarse de una pesadilla y se hubiera encontrado con que la pesadilla seguía a su lado.
Salieron del coche. Pedro la siguió hasta la casa. Paula trataba de no cojear, pero era patente que no podía andar bien. La miró de arriba abajo. Era muy atractiva, demasiado atractiva. Una de las condiciones que había puesto había sido nada de sexo. Como si eso fuera posible teniéndola al lado. ¿Besaría de aquel modo a todo el mundo, con tanta entrega y generosidad? Habría deseado haber podido matar al hombre que había intentado violarla. ¿Por qué despertaba en él tal instinto de protección? Se masajeó la parte de atrás de su cuello. Estaba tenso. La siguió hasta el apartamento. Al entrar, le llamó la atención el desorden que había por todas partes.
—¿Eres siempre tan desordenada?
—Ya te he dicho que estoy haciendo el equipaje, que mañana vienen los de la mudanza —dijo ella con impaciencia—. Y ahora, gracias por haberme traído a casa. Estoy perfectamente, ya no tienes nada que hacer aquí.
—Hace menos de una hora me has pedido que me casara contigo y ahora quieres librarte de mí.
—Me has dicho que no, ¿Recuerdas?
—No. Te he dicho que hablaríamos sobre ello una vez en tu casa, después de limpiarte las heridas.
—Si la respuesta es no, no hay nada de lo que hablar.
Ella estaba a punto de explotar otra vez. Pedro miró de un lado a otro. Sobre la chimenea vió un cuadro de colores brillantes, muy reconocible.
—Eso es un Chagall, ¿Verdad?
—Era de mi madre —dijo ella con frialdad.
La cerámica que había sobre la librería era precolombina. Sí, estaba claro que tenía dinero.
—¿Dónde tienes el botiquín de primeros auxilios?
—No tengo ni idea —dijo ella—. Pero te aseguro que soy perfectamente capaz de limpiarme yo sola la herida. No necesito tu ayuda en absoluto.
Pedro la miró confundido. ¿Qué le pasaba con aquella mujer, por qué no podía marcharse y dejarla sin más? No la necesitaba. En realidad, no necesitaba a nadie. Tenía una vida estupenda, un negocio brillante, amigos por todo el mundo, además de una hermana a la que poder recurrir cuando echaba de menos a la familia. Tampoco solía ocurrirle con frecuencia. A los nueve años había tenido que responsabilizarse de su hermana de cuatro. Su madre hacía tiempo que los había abandonado y su padre solo se preocupaba de beber. Aquella era otra razón por la que no quería casarse ni tener niños.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Paula irritada.
Pedro volvió al presente. Allí estaba ella, mirándolo como si lo único que quisiera fuera meterlo en una caja y mandarlo a Siberia.
—Te voy a bajar —le dijo Pedro en un tono mucho más frío del que él mismo habría querido—. ¿Dónde tienes las llaves del coche?
—En el bolsillo —respondió ella. Las sacó y se las dió.
Al agarrarlas, notó que estaban calientes por el contacto con su cuerpo. Abrió la puerta del pasajero y se volvió hacia Celia dispuesto a meterla en el vehículo. Ella alzó la mano.
—Puedo sola —le dijo, lo que, en realidad, quería decir: «No me toques».
Pedro se sentó ante el volante.
—Tendrás que decirme dónde es.
—Ve hacia el centro de la ciudad. Es la primera calle a la derecha después de la estación de bomberos, el número cuarenta y dos.
Dicho eso, apoyó la cabeza sobre la ventanilla y cerró los ojos. Pedro no entendía lo que le pasaba. ¿Por qué le ponía furioso que no quisiera hablar, cuando había sido él mismo el que le había ordenado que mantuviera la boca cerrada? Condujo hasta donde ella le indicó y detuvo el coche ante el número cuarenta y dos.
—Ya hemos llegado —dijo.
Paula abrió los ojos. Parecía que acabara de despertarse de una pesadilla y se hubiera encontrado con que la pesadilla seguía a su lado.
Salieron del coche. Pedro la siguió hasta la casa. Paula trataba de no cojear, pero era patente que no podía andar bien. La miró de arriba abajo. Era muy atractiva, demasiado atractiva. Una de las condiciones que había puesto había sido nada de sexo. Como si eso fuera posible teniéndola al lado. ¿Besaría de aquel modo a todo el mundo, con tanta entrega y generosidad? Habría deseado haber podido matar al hombre que había intentado violarla. ¿Por qué despertaba en él tal instinto de protección? Se masajeó la parte de atrás de su cuello. Estaba tenso. La siguió hasta el apartamento. Al entrar, le llamó la atención el desorden que había por todas partes.
—¿Eres siempre tan desordenada?
—Ya te he dicho que estoy haciendo el equipaje, que mañana vienen los de la mudanza —dijo ella con impaciencia—. Y ahora, gracias por haberme traído a casa. Estoy perfectamente, ya no tienes nada que hacer aquí.
—Hace menos de una hora me has pedido que me casara contigo y ahora quieres librarte de mí.
—Me has dicho que no, ¿Recuerdas?
—No. Te he dicho que hablaríamos sobre ello una vez en tu casa, después de limpiarte las heridas.
—Si la respuesta es no, no hay nada de lo que hablar.
Ella estaba a punto de explotar otra vez. Pedro miró de un lado a otro. Sobre la chimenea vió un cuadro de colores brillantes, muy reconocible.
—Eso es un Chagall, ¿Verdad?
—Era de mi madre —dijo ella con frialdad.
La cerámica que había sobre la librería era precolombina. Sí, estaba claro que tenía dinero.
—¿Dónde tienes el botiquín de primeros auxilios?
—No tengo ni idea —dijo ella—. Pero te aseguro que soy perfectamente capaz de limpiarme yo sola la herida. No necesito tu ayuda en absoluto.
Pedro la miró confundido. ¿Qué le pasaba con aquella mujer, por qué no podía marcharse y dejarla sin más? No la necesitaba. En realidad, no necesitaba a nadie. Tenía una vida estupenda, un negocio brillante, amigos por todo el mundo, además de una hermana a la que poder recurrir cuando echaba de menos a la familia. Tampoco solía ocurrirle con frecuencia. A los nueve años había tenido que responsabilizarse de su hermana de cuatro. Su madre hacía tiempo que los había abandonado y su padre solo se preocupaba de beber. Aquella era otra razón por la que no quería casarse ni tener niños.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Paula irritada.
Pedro volvió al presente. Allí estaba ella, mirándolo como si lo único que quisiera fuera meterlo en una caja y mandarlo a Siberia.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 10
—Te pagaré, Pedro. Y puedo pagarte muy bien. Con el dinero podrías comprarte otro barco.
Pedro estaba anonadado.
—No sabes absolutamente nada de mí y me estás pidiendo que me case contigo. Retiro lo dicho sobre que eres una mujer inteligente. Estás completamente loca.
Paula lo miró y se dio cuenta de que, por algún motivo, su propuesta lo había decepcionado. A pesar de todo, insistió.
—Sé todo lo que necesito saber sobre tí. Eres un hombre valeroso y aventurero tienes clase y sabes comportarte. Acabas de demostrármelo, cuando te he dicho que no ahí arriba, en la montaña —de pronto se apartó de él, desesperada—. Está claro que lo estoy haciendo todo mal.
—¿Por qué tres meses, Paula? Y, ¿de dónde vas a sacar el dinero para pagarme?
El viento comenzó a agitarle el pelo. Se apartó un mechón de la cara.
—Mi padre es rico y hace dos años recibí la herencia que me correspondía de mi madre. Puedo pagarte sesenta mil dólares si te casas conmigo.
La miró sin parpadear.
—¿Por qué trabajas como guardacostas si eres rica?
Paula no respondió a su pregunta. Continuó con el tema que le interesaba.
—Este matrimonio estaría sujeto a una serie de condiciones.
—¿Cuáles?
El tono impertinente de su pregunta hizo que se sintiera como si tuviera diez años. A pesar de todo, continuó adelante.
—Nada de sexo. Y no volveremos a tener contacto alguno una vez que haya pasado el tiempo estipulado.
—Un acuerdo encantador —dijo Pedro.
—Es un negocio, ni más ni menos.
—Sí, veo que no hay ningún tipo de sentimiento implícito. Pues lo siento. Mi agradecimiento no puede ir tan lejos. La respuesta es no.
—Pero...
—Me importa un rábano lo rica que seas, no estoy en venta.
Lo decía absolutamente en serio y eso dolía. Paula se sintió como una necia y se arrepintió de haberle hecho semejante oferta. Avergonzada, se dió la vuelta y echó a correr colina abajo. Las lágrimas le empañaban los ojos. ¿Cómo podía haber hecho una cosa así?
Pedro la seguía casi al mismo ritmo mientras le advertía del peligro.
—¡Por favor, para, te vas a partir el cuello!
La advertencia le sonó impositiva y paternalista. Podría haber sido su padre el que estaba allí para imponer sus reglas una vez más. Odiaba a Pedro y odiaba a su padre. Se limpió las lágrimas con la mano y, en ese instante, tropezó con una raíz que estaba al aire. Puso las manos delante, pero no puedo evitar golpearse la cara contra la piedra. Gritó de dolor y de rabia.
Pedro se apresuró a alcanzarla y la ayudó a incorporarse.
—¿Te has hecho daño? Déjame que vea lo que te has hecho en la cara.
Había algo diferente en su voz, algo diferente y conmovedor. Paula no pudo más y se echó a llorar.
—Se está muriendo —dijo con un llanto desesperado.
—¿Quién se está muriendo?
—Mi padre —respondió ella—. El médico le ha dado tres meses. Nunca hemos podido... Todo lo que quiero es demostrarle por una vez que soy una buena hija. ¡Oh, Pedro, no sé qué otra cosa puedo hacer!
—No entiendo absolutamente nada, pero te voy a llevar a casa, te voy a curar y, una vez allí, me explicarás qué tiene que ver el matrimonio con que tu padre se esté muriendo. Toma, suénate la nariz.
Le ofreció un pañuelo limpio y ella obedeció.
—No puedes llevarme hasta el coche, está muy lejos.
—Sí, sí puedo —respondió él y la agarró en sus brazos—. Y ahora, mantente calladita. Ya has dicho demasiadas cosas en los últimos diez minutos.
—Y a tí te gusta dar órdenes —dijo ella, y apoyó la cabeza sobre su pecho.
Sin saber por qué, se sentía a salvo así. Pero lo peor era que siempre había odiado sentirse a salvo. Entonces, ¿Por qué se sentía tan bien con él? Le dolía la mejilla, y la cadera y la rodilla y la mano. Pero, sobre todo, era su orgullo lo que estaba herido, porque Pedro le había dicho que no.
Pedro se había quedado sin aliento cuando llegó junto al coche de Paula. Estaba claro que ya no estaba tan en forma como antaño. Miró a la mujer que llevaba en brazos. Tenía los ojos cerrados y había lágrimas sobre sus mejillas. Tenía las rodillas heridas y sucias. Pero había algo tan sincero y confiado en el modo en que se apoyaba sobre su pecho, que lo conmovía como nada lograba conmoverlo ya. Las mujeres que sabían lo de su inmensa fortuna no eran de fiar. Daniela había intentado cazarlo diciendo que estaba embarazada y que el niño era suyo. Candela lo había acusado con una demanda judicial por romper su promesa. Luego estaban Gabriela, Cecilia o Lorena que se habían gastado su dinero como si fuera propio.
Pedro estaba anonadado.
—No sabes absolutamente nada de mí y me estás pidiendo que me case contigo. Retiro lo dicho sobre que eres una mujer inteligente. Estás completamente loca.
Paula lo miró y se dio cuenta de que, por algún motivo, su propuesta lo había decepcionado. A pesar de todo, insistió.
—Sé todo lo que necesito saber sobre tí. Eres un hombre valeroso y aventurero tienes clase y sabes comportarte. Acabas de demostrármelo, cuando te he dicho que no ahí arriba, en la montaña —de pronto se apartó de él, desesperada—. Está claro que lo estoy haciendo todo mal.
—¿Por qué tres meses, Paula? Y, ¿de dónde vas a sacar el dinero para pagarme?
El viento comenzó a agitarle el pelo. Se apartó un mechón de la cara.
—Mi padre es rico y hace dos años recibí la herencia que me correspondía de mi madre. Puedo pagarte sesenta mil dólares si te casas conmigo.
La miró sin parpadear.
—¿Por qué trabajas como guardacostas si eres rica?
Paula no respondió a su pregunta. Continuó con el tema que le interesaba.
—Este matrimonio estaría sujeto a una serie de condiciones.
—¿Cuáles?
El tono impertinente de su pregunta hizo que se sintiera como si tuviera diez años. A pesar de todo, continuó adelante.
—Nada de sexo. Y no volveremos a tener contacto alguno una vez que haya pasado el tiempo estipulado.
—Un acuerdo encantador —dijo Pedro.
—Es un negocio, ni más ni menos.
—Sí, veo que no hay ningún tipo de sentimiento implícito. Pues lo siento. Mi agradecimiento no puede ir tan lejos. La respuesta es no.
—Pero...
—Me importa un rábano lo rica que seas, no estoy en venta.
Lo decía absolutamente en serio y eso dolía. Paula se sintió como una necia y se arrepintió de haberle hecho semejante oferta. Avergonzada, se dió la vuelta y echó a correr colina abajo. Las lágrimas le empañaban los ojos. ¿Cómo podía haber hecho una cosa así?
Pedro la seguía casi al mismo ritmo mientras le advertía del peligro.
—¡Por favor, para, te vas a partir el cuello!
La advertencia le sonó impositiva y paternalista. Podría haber sido su padre el que estaba allí para imponer sus reglas una vez más. Odiaba a Pedro y odiaba a su padre. Se limpió las lágrimas con la mano y, en ese instante, tropezó con una raíz que estaba al aire. Puso las manos delante, pero no puedo evitar golpearse la cara contra la piedra. Gritó de dolor y de rabia.
Pedro se apresuró a alcanzarla y la ayudó a incorporarse.
—¿Te has hecho daño? Déjame que vea lo que te has hecho en la cara.
Había algo diferente en su voz, algo diferente y conmovedor. Paula no pudo más y se echó a llorar.
—Se está muriendo —dijo con un llanto desesperado.
—¿Quién se está muriendo?
—Mi padre —respondió ella—. El médico le ha dado tres meses. Nunca hemos podido... Todo lo que quiero es demostrarle por una vez que soy una buena hija. ¡Oh, Pedro, no sé qué otra cosa puedo hacer!
—No entiendo absolutamente nada, pero te voy a llevar a casa, te voy a curar y, una vez allí, me explicarás qué tiene que ver el matrimonio con que tu padre se esté muriendo. Toma, suénate la nariz.
Le ofreció un pañuelo limpio y ella obedeció.
—No puedes llevarme hasta el coche, está muy lejos.
—Sí, sí puedo —respondió él y la agarró en sus brazos—. Y ahora, mantente calladita. Ya has dicho demasiadas cosas en los últimos diez minutos.
—Y a tí te gusta dar órdenes —dijo ella, y apoyó la cabeza sobre su pecho.
Sin saber por qué, se sentía a salvo así. Pero lo peor era que siempre había odiado sentirse a salvo. Entonces, ¿Por qué se sentía tan bien con él? Le dolía la mejilla, y la cadera y la rodilla y la mano. Pero, sobre todo, era su orgullo lo que estaba herido, porque Pedro le había dicho que no.
Pedro se había quedado sin aliento cuando llegó junto al coche de Paula. Estaba claro que ya no estaba tan en forma como antaño. Miró a la mujer que llevaba en brazos. Tenía los ojos cerrados y había lágrimas sobre sus mejillas. Tenía las rodillas heridas y sucias. Pero había algo tan sincero y confiado en el modo en que se apoyaba sobre su pecho, que lo conmovía como nada lograba conmoverlo ya. Las mujeres que sabían lo de su inmensa fortuna no eran de fiar. Daniela había intentado cazarlo diciendo que estaba embarazada y que el niño era suyo. Candela lo había acusado con una demanda judicial por romper su promesa. Luego estaban Gabriela, Cecilia o Lorena que se habían gastado su dinero como si fuera propio.
Novio Por Conveniencia: Capítulo 9
Cuando ella tenía diecinueve años, había descubierto que su padre le había puesto un guardaespaldas. Había agarrado el primer tren a casa y se había enfrentado a él, le había dicho todo lo que se había guardado desde la muerte de su madre. Su padre le había puesto freno a todo cuanto había querido hacer en su vida, lo que había despertado en ella un imparable espíritu rebelde que se desbocaba con frecuencia. No obstante, a pesar de los derroteros que tiempo atrás había tomado su relación, Celia lo quería sinceramente. En aquellos momentos, quería demostrárselo, necesitaba encontrar el modo de que su padre se fuera sabiendo lo que sentía. Quizás, el matrimonio fuera la única señal que podría ofrecerle, un sacrificio último y precioso por el hombre que le había dado la vida y que iba a perder la suya. Miró a Pedro de reojo. No tenía a nadie más a quien pedirle aquello, nadie lo suficientemente cercano como para confiar y lo suficientemente distante como para no complicarse la vida. Pedro era perfecto: cínico y frío. Se detuvo y se volvió hacia él. Pedro no se paró a tiempo y se chocó con ella. Instintivamente, la rodeó con sus brazos.
—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó ella, con la voz temblorosa y un tono desesperado.
—¿Qué?
Por primera vez, Paula notó que lo había desconcertado realmente. Se puso pálido y sus ojos se clavaron en ella como dos puñales.
—¡Dios mío! No quiero decir lo que parece que quiero decir, al menos no del todo.
—¿Me has pedido que me case contigo?
—Sí, pero no es lo que tú crees que es. Lo que trato de hacerte es una propuesta comercial.
La miró con odio.
—¡Eres como todas!
Ella se enfureció.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Llegué a pensar que eras diferente, pero ya veo que persigues lo mismo, solo que utilizas otras estrategias.
—No sé qué demonios quieres decir con todo eso...
—¡Deja de fingir!
—Si te callaras un momento y me escucharas, podría explicarte lo que te quiero proponer...
—La voz y la belleza de un ángel que esconden lo que verdaderamente hay detrás. ¡Pensé que ya era muy mayor como para dejarme engañar de este modo!
—Pedro, deja de mirarme como si fuera un bicho repugnante y escúchame —dijo ella—. ¿Me oyes?
Se miraron en silencio durante unos segundos.
—Sí, te escucho.
Seguían abrazados y Paula sentía el embriagador aroma de su cuerpo. De pronto, se dió cuenta de que lo que sentía por aquel hombre era algo menos superficial de lo que ella necesitaba para una relación de negocios. Luchó contra el impulso interior que la incitaba a atrapar aquella boca que estaba a solo unos centímetros de distancia.
—Necesito un marido durante tres meses —dijo ella—. Una matrimonio temporal, limitado por un contrato adicional.
—¿Eso es todo? —preguntó él con sarcasmo.
—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó ella, con la voz temblorosa y un tono desesperado.
—¿Qué?
Por primera vez, Paula notó que lo había desconcertado realmente. Se puso pálido y sus ojos se clavaron en ella como dos puñales.
—¡Dios mío! No quiero decir lo que parece que quiero decir, al menos no del todo.
—¿Me has pedido que me case contigo?
—Sí, pero no es lo que tú crees que es. Lo que trato de hacerte es una propuesta comercial.
La miró con odio.
—¡Eres como todas!
Ella se enfureció.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Llegué a pensar que eras diferente, pero ya veo que persigues lo mismo, solo que utilizas otras estrategias.
—No sé qué demonios quieres decir con todo eso...
—¡Deja de fingir!
—Si te callaras un momento y me escucharas, podría explicarte lo que te quiero proponer...
—La voz y la belleza de un ángel que esconden lo que verdaderamente hay detrás. ¡Pensé que ya era muy mayor como para dejarme engañar de este modo!
—Pedro, deja de mirarme como si fuera un bicho repugnante y escúchame —dijo ella—. ¿Me oyes?
Se miraron en silencio durante unos segundos.
—Sí, te escucho.
Seguían abrazados y Paula sentía el embriagador aroma de su cuerpo. De pronto, se dió cuenta de que lo que sentía por aquel hombre era algo menos superficial de lo que ella necesitaba para una relación de negocios. Luchó contra el impulso interior que la incitaba a atrapar aquella boca que estaba a solo unos centímetros de distancia.
—Necesito un marido durante tres meses —dijo ella—. Una matrimonio temporal, limitado por un contrato adicional.
—¿Eso es todo? —preguntó él con sarcasmo.
jueves, 19 de enero de 2017
Novio Por Conveniencia: Capítulo 8
Durante al menos dos segundos, Paula se dejó llevar. Estaba demasiado desconcertada como para hacer nada. Luego, la presión de aquellos labios, el calor de aquella piel masculina y la seguridad con que se había abierto camino dentro de su boca, hicieron que una salvaje y placentera sensación la poseyera. Le devolvió el beso con idéntica pasión y enlazó los brazos alrededor de su cuello. Aquel hombre encendía en ella un deseo incontrolable. Era como un sueño hecho realidad. Sentía su masculinidad pujante sobre el vientre. Pedro exploró con la lengua la cavidad suculenta de su boca y recorrió su espalda con las manos. De pronto, metió las manos por debajo de la camiseta. Y ahí fue donde ella empezó a sentir terror. Pablo había hecho lo mismo. Pero no la había escuchado cuando le había pedido que se detuviera. Se apartó con un grito.
—¡No!
Él se sobresaltó.
—¿Qué pasa?
—No deberíamos estar haciendo esto.
—¿Por qué no?
—Ni siquiera nos conocemos. Yo me marcho el domingo y no vamos a volver a vernos en la vida. Si lo que quieres es una aventura pasajera, yo no soy la persona adecuada.
—¿Qué es lo que te ha pasado, exactamente? ¿Qué había de malo en un beso? Porque eso todo lo que ha sido —dijo él.
—Pues, perdona, pero a mí me parecía una invitación a mucho más.
—Bien, eres muy guapa y muy sexy, y yo hace mucho que no tengo una relación con nadie —dijo él.
—Así que te habría valido cualquier mujer —aseguró ella.
—No, eres tú la que me interesa.
—Sí, ya.
—Pues sí —le acarició suavemente el pelo—. ¿Por qué estás tan asustada?
Aquella era la pregunta del millón, la que tocaba todas las fibras sensibles.
—Tuve una muy mala experiencia con un hombre y no quiero que se repita — esbozó una sonrisa—. No te lo tomes como algo personal.
La miró fijamente.
—¿Te violó?
—No. Por suerte, un amigo apareció en el momento adecuado. Pero estuvo a punto.
—¡Hijo de perra!
Paula bajó los ojos.
—Por una vez, estamos de acuerdo.
—¿Cuánto hace de eso?
—Cuatro o cinco años.
—¿Te has acostado con alguien desde entonces?
Paula se apartó un mechón de pelo de la cara.
—No.
—No me digas que eres virgen, porque no te creería.
—Me lo puedo imaginar —dijo ella con un gesto de desagrado—. Escucha, todo esto ha sido muy entretenido, pero tengo un montón de cosas que hacer, así que me marcho.
La miró como si tratara de descifrar un complicado misterio.
—Podríamos ir juntos.
—Tu coche debe de estar estacionado al otro lado de la montaña. El mío está ahí abajo.
—Si puedo escalar el K2, no creo que me importe un pequeño paseo.
—¿K2? —preguntó ella.
Sabía que el K2 era, probablemente, la montaña más difícil de escalar, incluso más que el Everest. Por eso, había ascendido hasta allí con tanta facilidad.
Pedro dió un suspiro exasperado.
—Tiene gracia. Allí de donde vengo, tengo fama de ser un hombre excesivamente reservado.
Paula lo miró fijamente.
—¿Por qué no te has marchado a primera hora de la mañana?
—No estaba preparado para partir.
—Ya. Es que de pronto has sentido el incontrolable impulso de escalar Gun Hill.
Él enarcó una ceja con escepticismo.
—Eres una mujer inteligente, y eso me gusta —dijo, sin añadir otras cuantas cualidades que prefería no citar en aquel momento.
—Vámonos de aquí —dijo ella—. No debería haber subido. Mis armarios están hechos un desastre y los de la mudanza no perdonan.
Cuando ya habían iniciado el descenso, Pedro la agarró del brazo y señaló al cielo.
—Mira, un águila.
Paula se tapó del sol que la cegaba con la mano y miró hacia donde él le indicaba.
—¡Qué maravilla! —dijo—. Mira cómo planea. Eso sí que es libertad.
Pedro la miró fijamente:
—Libertad. ¿Es por eso por lo que no te quieres casar?
Matrimonio... su padre... Pedro. Las palabras aparecieron juntas, como si tuvieran algo que ver entre ellas. Sin pararse a pensar al respecto, preguntó:
—¿Estás casado?
—No.
—¿Prometido? ¿Vives con alguien? ¿Tienes algo con alguien?
—No, no y no. ¿Porqué?
—Por nada. Mera curiosidad —se dió media vuelta y siguió su camino.
Pero una idea descabellada le rondaba la cabeza. ¿Pedirle a Pedro Alfonso que se casara con ella? ¿Pedírselo a aquel hombre sensual y misterioso que cuando la tocaba la encendía como a una tea? Era absurdo. Pero, ¿A quién si no? No podía pedirle a Rodrigo que se casara con ella, porque la quería de verdad y no le correspondía. El resto de los hombres que conocía la querían por su dinero. Sin embargo, Pedro no sabía nada de su dinero y no podía hacerle daño. Sabía que aquel hombre jamás la dejaría acercarse tanto como para llegar a hacerle daño.
Pero no, no podía pedírselo a él. No era posible. Se preguntó una y otra vez hasta dónde era capaz de llegar para complacer a su padre. La respuesta la aterrorizó: muy lejos, hasta el final de lo donde fuera necesario llegar.
—¡No!
Él se sobresaltó.
—¿Qué pasa?
—No deberíamos estar haciendo esto.
—¿Por qué no?
—Ni siquiera nos conocemos. Yo me marcho el domingo y no vamos a volver a vernos en la vida. Si lo que quieres es una aventura pasajera, yo no soy la persona adecuada.
—¿Qué es lo que te ha pasado, exactamente? ¿Qué había de malo en un beso? Porque eso todo lo que ha sido —dijo él.
—Pues, perdona, pero a mí me parecía una invitación a mucho más.
—Bien, eres muy guapa y muy sexy, y yo hace mucho que no tengo una relación con nadie —dijo él.
—Así que te habría valido cualquier mujer —aseguró ella.
—No, eres tú la que me interesa.
—Sí, ya.
—Pues sí —le acarició suavemente el pelo—. ¿Por qué estás tan asustada?
Aquella era la pregunta del millón, la que tocaba todas las fibras sensibles.
—Tuve una muy mala experiencia con un hombre y no quiero que se repita — esbozó una sonrisa—. No te lo tomes como algo personal.
La miró fijamente.
—¿Te violó?
—No. Por suerte, un amigo apareció en el momento adecuado. Pero estuvo a punto.
—¡Hijo de perra!
Paula bajó los ojos.
—Por una vez, estamos de acuerdo.
—¿Cuánto hace de eso?
—Cuatro o cinco años.
—¿Te has acostado con alguien desde entonces?
Paula se apartó un mechón de pelo de la cara.
—No.
—No me digas que eres virgen, porque no te creería.
—Me lo puedo imaginar —dijo ella con un gesto de desagrado—. Escucha, todo esto ha sido muy entretenido, pero tengo un montón de cosas que hacer, así que me marcho.
La miró como si tratara de descifrar un complicado misterio.
—Podríamos ir juntos.
—Tu coche debe de estar estacionado al otro lado de la montaña. El mío está ahí abajo.
—Si puedo escalar el K2, no creo que me importe un pequeño paseo.
—¿K2? —preguntó ella.
Sabía que el K2 era, probablemente, la montaña más difícil de escalar, incluso más que el Everest. Por eso, había ascendido hasta allí con tanta facilidad.
Pedro dió un suspiro exasperado.
—Tiene gracia. Allí de donde vengo, tengo fama de ser un hombre excesivamente reservado.
Paula lo miró fijamente.
—¿Por qué no te has marchado a primera hora de la mañana?
—No estaba preparado para partir.
—Ya. Es que de pronto has sentido el incontrolable impulso de escalar Gun Hill.
Él enarcó una ceja con escepticismo.
—Eres una mujer inteligente, y eso me gusta —dijo, sin añadir otras cuantas cualidades que prefería no citar en aquel momento.
—Vámonos de aquí —dijo ella—. No debería haber subido. Mis armarios están hechos un desastre y los de la mudanza no perdonan.
Cuando ya habían iniciado el descenso, Pedro la agarró del brazo y señaló al cielo.
—Mira, un águila.
Paula se tapó del sol que la cegaba con la mano y miró hacia donde él le indicaba.
—¡Qué maravilla! —dijo—. Mira cómo planea. Eso sí que es libertad.
Pedro la miró fijamente:
—Libertad. ¿Es por eso por lo que no te quieres casar?
Matrimonio... su padre... Pedro. Las palabras aparecieron juntas, como si tuvieran algo que ver entre ellas. Sin pararse a pensar al respecto, preguntó:
—¿Estás casado?
—No.
—¿Prometido? ¿Vives con alguien? ¿Tienes algo con alguien?
—No, no y no. ¿Porqué?
—Por nada. Mera curiosidad —se dió media vuelta y siguió su camino.
Pero una idea descabellada le rondaba la cabeza. ¿Pedirle a Pedro Alfonso que se casara con ella? ¿Pedírselo a aquel hombre sensual y misterioso que cuando la tocaba la encendía como a una tea? Era absurdo. Pero, ¿A quién si no? No podía pedirle a Rodrigo que se casara con ella, porque la quería de verdad y no le correspondía. El resto de los hombres que conocía la querían por su dinero. Sin embargo, Pedro no sabía nada de su dinero y no podía hacerle daño. Sabía que aquel hombre jamás la dejaría acercarse tanto como para llegar a hacerle daño.
Pero no, no podía pedírselo a él. No era posible. Se preguntó una y otra vez hasta dónde era capaz de llegar para complacer a su padre. La respuesta la aterrorizó: muy lejos, hasta el final de lo donde fuera necesario llegar.
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