sábado, 5 de noviembre de 2016

Un Amor Inocente: Capítulo 32

Paula se tumbó sobre él, sus pechos aplastados contra su torso, su aliento acariciándole el cuello.

—Te quiero —le dijo con fervor—. Y me casaré contigo, pase lo que pase.

Pedro cerró los ojos mientras acariciaba suavemente su espalda.

—Sólo quiero estar segura de que hemos hecho todo lo posible por... por solucionar el problema.

—Hay problemas que no se pueden solucionar.

—¿Por qué? ¿Tanto importa quién dé el primer paso?

Sí, importaba. Era su padre quien debería llamar para pedirle perdón. Si era él quien lo llamaba sería interpretado como una señal de debilidad y eso los haría vulnerables a sus ataques.

—Nos ha hecho mucho daño, Pepe, lo sé. Pero lo hizo porque no nos entendía — insistió ella.

—Soy su hijo.

—Y tu padre piensa que deberías ser como él, pero no lo eres. Muéstrale que no lo eres no siendo tan rígido como él.

—Pensará que me arrastro, que lo necesito...

—Nosotros sabemos que no es así. Hay que ser más fuerte para hacer un gesto de paz que para empezar una guerra. Si tu padre no hace un esfuerzo, me casaré contigo cuando quieras. Pero si lo hace... ¿No podemos esperar hasta después de Navidad?

Era algo que Pedro no deseaba hacer. No quería pedirle a su padre que bendijera una unión que él mismo había intentado destruir, era absurdo. Además, si le daba una oportunidad su padre intentaría destruir la confianza que Paula tenía en él. Pero si eso era lo que quería, si así se convencía del todo, lo haría. Por ella. Y si su padre no hacía un esfuerzo... ¡Nunca más!

—Hablaré con él sobre la comida de Navidad. ¿De acuerdo? Si hay una respuesta positiva...

Paula sonrió. Y para Pedro fue como ver un rayo de sol entre las nubes. No sabía cómo podía haber perdonado a sus padres. Sólo sabía cuánto la amaba.

Era la última reunión del consejo de administración antes de Navidad. El padre de Pedro se movía con su habitual autoridad, aunque trataba a sus ejecutivos con el respeto que merecían. Como siempre, era una interpretación impresionante. Si estaba preocupado por cuestiones familiares, no lo demostraba. Después de la reunión se sirvió una copa y Horacio Alfonso se mostró como el mejor y el más alegre de los anfitriones. Pedro quería salir de allí, darle la espalda a aquella absurda escena. Había hecho su trabajo, enviado su informe anual... y lo sacaba de quicio que su padre se mostrasetan contento, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo, cuando Paula no dejaba de darle vueltas a una ruptura de la que creía ser la causa. La ironía era aterradora. Sólo su promesa lo mantenía allí. Esperó, charlando con unos y con otros, hasta que se terminó la champaña y algunos invitados empezaron a despedirse. Entonces decidió aprovechar la ocasión.

—¿Podemos hablar un momento, papá?

—Claro que sí, Pedro —contestó él, disculpándose ante el grupo que lo rodeaba.

Pedro lo siguió hasta su despacho y cerró la puerta. Pero se quedó de pie mientras su padre se acercaba al escritorio.

—No tardaré mucho —le advirtió.

—Tengo el tiempo que quieras —dijo su padre.

 «En sus términos», pensó Pedro.

—¿Sabes que mamá ha estado visitando a Nico?

—Sí, lo sé —contestó Horacio.

No dijo nada más. No demostró aprobación ni reprobación.

—Mamá nos ha invitado a comer con vosotros el día de Navidad.

—Tu madre puede invitar a quien quiera.

Frustrado por la falta de respuesta, Pedro le preguntó directamente:

—¿Y tú de qué lado estás, papá?

Horacio levantó la barbilla.

—Del lado de tu madre, donde he estado siempre.

De nuevo, ningún comentario personal sobre la invitación. Pedro estudió el rostro de su padre, aquel rostro orgulloso, y supo que no iba a conseguir nada más: un acuerdo tácito, pero ni una bienvenida ni una disculpa. Se dió cuenta de que, para su padre, eso era imposible. Sería demasiado humillante. Pero había algo en sus ojos... una intensidad, un brillo que no era de orgullo. Quizá intentaba llegar a él, quizá deseaba volver al tiempo en el que su hijo mayor lo tomaba como ejemplo. Eso lo entristeció. También él deseaba que las cosas fueran diferentes.

—Iremos —dijo Pedro—. Y me sentaré al lado de Paula.

Era un reto y una oportunidad. Y de la respuesta de su padre dependían muchas cosas.

—Se lo diré a tu madre —contestó Horacio—. Ana está encantada con... nuestro nieto. «Nuestro, no suyo».

Era algo, al menos.

—Estoy seguro de que pondrá regalos para el niño bajo el árbol de Navidad. Era un principio, una conexión.

Pedro sabía que no debía pedir más.

—La Navidad es para los niños —murmuró antes de salir.

Al menos, sabía que su padre no sería desagradable con Nico. Y Paula se arriesgaría porque quería que hiciera las paces con su familia. Pero no pensaba dejar que volviesen a hacerle daño. Por nada del mundo.

1 comentario: