martes, 29 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 29

Paula tuvo que ahogar un sollozo y cerró los ojos, solo para abrirlos de nuevo cuando Pedro empezó a quitarle la ropa.

—Paula, por favor —protestó él, cuando ella se apartó.

— Puedo desvestirme sola. Cuando te hayas ido...

Pedro no pensaba discutir. Paula se portaba de una forma muy extraña, pero cuanto más tiempo permaneciera con aquella ropa mojada, más posibilidades tendría de ponerse enferma. Encogiéndose de hombros, salió del cuarto de baño y cerró la puerta.

Paula se dió cuenta de que no tenía pestillo. No tenía miedo de que él volviera a entrar o que intentara forzarla, desde luego. Después de todo, había tenido la oportunidad de hacer el amor con ella durante tres días y no la había aprovechado... Sonrió con tristeza. ¿No había final para su humillación?, pensaba. Primero, la animaba a traicionarse a sí misma de la forma más íntima posible y después la rechazaba. Amargamente, empezó a quitarse la ropa y después se metió en el agua caliente. La bañera era enorme, suficiente como para dos personas, aunque una de ellas fuera tan grande como Pedro. ¡Pedro! Cerró los ojos y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas. ¿Por qué estaba llorando?, se preguntaba. Lo odiaba... lo odiaba...

— ¿Paula?

Pedro llamó a la puerta del cuarto de baño, pero no hubo respuesta. Asustado, la abrió y se quedó parado al verla  sentada en el suelo, envuelta en una toalla, profundamente dormida. Con el pelo húmedo y los ojos cerrados parecía una niña, tan vulnerable... tan deseable, tan tierna. Con un nudo en la garganta, se inclinó y la tomó en sus brazos.

—Pedro... —murmuró ella, despertándose.

— Duérmete —susurró él, dejándola sobre su cama.

Mientras la arropaba con el edredón, Pedro tuvo que enfrentarse con la verdad. La amaba y no podía dejarla marchar. Era extraño, pero después de haberse negado a sí mismo mil veces lo que sentía por ella había perdido la batalla y se sentía completamente aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Sentía una alegría tremenda al admitir que la amaba. Cuando se aseguró de que estaba dormida de nuevo, bajó a la cocina. Missie y Whittaker tenían que comer y él tenía trabajo que hacer mientras esperaba que despertase.

Durante el resto del día, Paula estuvo dormida. Pedro subió varias veces para comprobar si tenía fiebre, pero no quiso despertarla. Cenó solo en la cocina, mirando por la ventana. La niebla se había levantado y la casa estaba silenciosa, pero no vacía. Ya no. A medianoche, volvió a subir a la habitación y ella se despertó cuando Pedro se tumbó a su lado.

–Pedro.

— Buenas noches —susurró él, apretándola contra su cuerpo... un cuerpo masculino totalmente desnudo, se dió cuenta Paula. Habría querido decirle que no la tocase, que no le mintiera más, pero Pedro había empezado a besarla con una falsa ternura que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas—. No llores —lo oyó susurrar—. Estás a salvo conmigo, Paula. Todo está bien.

Pero nada estaba estaba bien y ella lo sabía. Aunque su cuerpo la traicionó cuando los besos de Pedro se volvieron más y más apasionados. Lo deseaba tanto... lo amaba tanto... Su corazón dió un vuelco dentro de su pecho.

—Estás temblando —murmuró Pedro con voz ronca—. ¿Tienes frío? ¿Te encuentras bien?

Paula sabía que temblaba, pero no de frío, ni de fiebre, sino por algo mucho más íntimo y cercano. De hecho, la causa de su temblor estaba tumbada a su lado, abrazándola, acariciándola como si quisiera calentarla con su cuerpo. ¿Qué tenían los hombres que les permitía comportarse de una forma tan diferente de las mujeres? El no la amaba, ni siquiera se sentía atraído hacia ella y, sin embargo, allí estaba, abrazándola, tocándola, haciéndole el amor como si... como si... Solo su orgullo la impedía decirle que había recuperado la memoria; que lo sabía todo. Su orgullo y la realización de que, si se lo decía en aquel momento, no podría evitar ponerse a llorar, no podría evitar decirle que le había roto el corazón y no quería hacerlo. Creyera Pedro lo que creyera que ella había hecho, su castigo había ido más allá de lo que cualquier ser humano se merecía.

—Pau...

Quizá si cerraba los ojos y se hacía la dormida, él dejaría de tocarla. Sabía que no podía confiar en su propia voz para decirle que no lo deseaba. Tras los párpados cerrados,  sentía que le quemaban las lágrimas. No podía mentirse a sí misma. Amaba a Pedro. Deseaba su ternura, deseaba que la tocase, deseaba su amor. ¿Cómo podía ser cuando sabía que él la había engañado, que se estaba riendo de ella?  No lo sabía; lo único que sabía era que lo que sentía por aquel hombre era tan fuerte que desafiaba toda lógica. Su cuerpo, tan sensible al roce masculino, estaba respondiendo a sus caricias y simplemente no tenía fuerza de voluntad para decirle que parase. Además, ¿Para qué?, se preguntaba a sí misma, resignada, mientras él la besaba en la boca. ¿Por qué no añadir aquel último recuerdo a los que ya tenía? ¿Por qué no castigarse a sí misma por su estupidez, por su vulnerabilidad, dejándose llevar por aquel deseo que era como un veneno? Con un suspiro, se volvió hacia Pedro. Sobre su pecho sentía el suave vello del torso masculino y su corazón empezó a latir con fuerza; era como ahogarse, como abandonarse a los sentimientos que quería combatir pero que crecían con cada aliento.

—Te he echado tanto de menos —escuchó la voz ronca de Pedro—. Estas últimas noches  sin tenerte a mi lado...

Paula sintió un involuntario estremecimiento cuando él acarició uno de sus pezones con el dedo... Pedro se inclinó para besarlo suavemente y después con menos suavidad hasta que ella se apretaba contra el cuerpo masculino, incapaz de detener el fuego que crecía dentro de ella como un incendio. Su cuerpo estaba fuera de control; su deseo, su amor, una fuerza que desafiaba cualquier lógica.

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