Ana Alfonso señaló las dos hamacas del porche, donde Nico la había llevado para que viera lo bien que jugaba con el balón. Paula se apresuró a comprobar que las hamacas estaban limpias antes de que la madre de Pedro se sentara. Había querido dejarla a solas con su nieto, pero sería una grosería no aceptar la invitación.
El crujido de la hamaca al sentarse le recordó las diferencias que había entre la cómoda vida de Ana y la suya. La casa en la que vivía era pequeña, vieja, nada elegante. No podía pagar nada mejor, aunque había intentado decorarla con colores alegres. Y allí, en el porche, las petunias estaban en flor. Tenía un jardín muy pequeño, pero bonito, relajante. Además, la madre de Pedro no había hecho un solo comentario desagradable sobre la casa.
—Nicolás es un niño maravilloso, Paula.
Era la tercera visita de Ana y, por fin, la tuteaba. Empezaba a dejar a un lado las formalidades. Paula sonrió. Le gustaba que hablase bien de su hijo. Claramente, a Ana le costaba trabajo olvidar los prejuicios que tenía contra la novia no italiana de su hijo, pero estaba haciendo un esfuerzo.
—Mi marido... dice que la invitación para comer con nosotros el día de Navidad es suficiente. Que si Pedro no quiere ir...
—Lo siento mucho, señora Alfonso.
—No, no, tú no tienes que disculparte. Somos nosotros quienes debemos compensar el daño que hemos hecho. Pero Horacio... tiene su orgullo. El padre no puede rebajarse ante el hijo, ya me entiendes.
—No sé si lo entiendo —dijo Paula.
—Porque no entiendes nuestras tradiciones —suspiró Ana—. Mi matrimonio con Horacio fue un matrimonio acordado por nuestras familias. Así se hizo. Horacio volvió a Italia a buscarme y me casé con él. Ha sido un buen marido todos estos años. Y un buen padre. Él creía que estaba haciendo lo mejor para Pedro.
Paula sacudió la cabeza y Ana hizo un gesto de disculpa.
—Mi marido no entiende su relación, ¿Cómo va a entenderla si tú no eres uno de los nuestros? Para Horacio, no eras más que una distracción. Le pidió ayuda a Federico y él hizo lo que creía que debía hacer.
—Fue algo terrible, señora Alfonso—suspiró Paula.
—Tú eras... una chica moderna, australiana. Y no eras virgen.
—Eso no me convierte en una mujer que va de cama en cama. Sólo he estado con Pepe.
—Por favor... no tienes que darme explicaciones —la interrumpió Ana—. No quería insultarte. Sólo intentaba explicarte por qué a mi marido le pareció que hacía bien. Cuando supo que estabas embarazada, apartó un dinero para el niño. En su opinión, Pedro debería entender esas cosas.
Las diferentes culturas, las diferentes formas de ver la vida, pensó Paula, preguntándose si habría alguna posibilidad de encontrar terreno común.
—Un hijo debería perdonar a su padre... Horacio cometió un error, pero lo hizo pensando en el bien de Pedro. ¿Podrías hablar con mi hijo de esto?
—¿Por qué no habla usted con él, señora Alfonso?
Ana levantó los ojos al cielo.
—Porque es un hombre. Si alguien puede hacer que se olvide de su orgullo, ésa eres tú, la mujer a la que ama, la mujer por la que está dispuesto a darle la espalda a su familia.
Esa última frase fue como una bofetada para Paula. Pedro sin duda lo llamaría chantaje emocional, pero había una gran verdad en ella. Al final, la familia era la familia y, aunque quisiera darle la espalda, era imposible. Los recuerdos estarían siempre allí.
Cuando Pedro llegaba a casa de Paula en el Ferrari, una limusina negra estaba doblando Ja esquina. ¡Su madre! Era la tercera vez que iba a visitar a Nico sin decirle nada. Furioso, pisó el acelerador para exigirle que dejara de molestar a Paula. Pero se dió cuenta de que eso no serviría de nada. Irritado, golpeó el volante con la mano. Faltaba una semana para la boda y no tenía sentido retrasarla. Su padre jamás aceptaría su matrimonio con Paula. No le había dicho nada sobre la comida el día de Navidad, de modo que la reconciliación era imposible. Pero allí estaba su madre, liándolo todo. Seguramente quería ver a Nico, pero era a Paula a quien más afectaban sus visitas. Cada vez que iba a verla la encontraba nerviosa, alterada, haciendo preguntas cuando ya no debería haber preguntas.
Aquél había sido el último día de Nico en el colegio, de modo que ya no había ninguna razón para seguir en la casa de Brighton-Le-Sands, ninguna excusa para no ir a vivir con él a Bondi, un sitio más adecuado que aquella casita, donde Paula había insistido en quedarse durante todo el año. Quizá eso le había dado esperanzas a su madre. Quizá pensaba que Paula no estaba decidida a contraer matrimonio. Pero él no pensaba perderla. No, mejor sería mudarse a su departamento aquel mismo fin de semana. Eso acabaría con las visitas de su madre con toda seguridad.
Nada más abrir la puerta, Nico se echó en sus brazos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario