Pedro salía del hotel con el periódico bajo el brazo cuando un quiosco de flores llamó su atención. Dudó un momento y pasó de largo. Pero después cambió de opinión y volvió sobre sus pasos. Cinco minutos más tarde abría el maletero del coche para guardar la maleta, el periódico y un enorme ramo de flores. No tenía ni idea de qué clase de flores le gustaban a Paula, pero el ramo de capullos de rosa blanca, artísticamente decorado con hiedra y lilas de varios tonos, era una obra de arte. Solo cuando conducía en dirección a casa de ella, empezó a preguntarse qué estaba haciendo. ¿Comprar un ramo de flores para una mujer a la que supuestamente, despreciaba? Las había comprado porque era el tipo de gesto que ella esperaría, se decía a sí mismo defensivamente. Eso era todo. No había ningún sentimiento personal en ello. Después de todo, no le había comprado rosas rojas sino blancas. Y su acción no había sido inspirada por ningún sentimiento de ternura hacia ella. Eso era imposible... ¿O no? La idea de que hubiera empezado a albergar esa clase de sentimientos por Paula Chaves le parecía ridícula. Quince minutos después, mientras sacaba las cosas del maletero, seguía enfadado consigo mismo.
Paula se había puesto unos amplios pantalones de terciopelo y una camisa blanca y había empezado a preparar el desayuno cuando sonó el timbre de la puerta. Cuando abrió, sonriente, lo primero que Pedro notó fue el aroma a café recién hecho; y lo segundo, el perfume de Paula. Aquel perfume de rosas que lo había vuelto loco la noche anterior y que seguía volviéndolo loco...
—¡Flores! Son preciosas, Pepe. Y has comprado mis favoritas —sonrió ella, mirándolo con ternura.
Pedro se dió la vuelta para que ella no pudiera ver su expresión. Debería sentirse feliz de que Paula estuviera en una posición en la que podría humillarla cuando hubiera recuperado la memoria. Pero, por alguna razón desconocida, lo que sentía era una extraña mezcla de rabia y pena; rabia porque ella se estaba poniendo en manos de un extraño y pena.... No tenía ni idea de por qué sentía pena por Paula y no quería saberlo—. Podrías haber usado tu llave —estaba diciendo ella, mientras se dirigía a la cocina con el ramo de flores en la mano. ¡Su llave! Pedro abrió la boca para decir que no tenía llave, pero volvió a cerrarla a tiempo—. Tienes tiempo de ducharte y afeitarte antes de desayunar.
Paula estaba segura de que un hombre del tamaño de Pedro no se sentiría satisfecho con un yogur y un poco de fruta. Pero en la nevera había cereales y huevos y, para su alivio, en el congelador había encontrado un poco de salmón ahumado y unas chuletas de cordero que servirían para el almuerzo. El asunto de la amnesia era raro. Sabía, por ejemplo, dónde estaban las cosas en la cocina, pero no tenía ni idea de qué solía desayunar Pedro.
—Comeré lo que haya —dijo él bruscamente, mientras subía la escalera.
Mientras él subía a ducharse, colocó las flores en un jarrón, canturreando por lo bajo. Arriba, en el dormitorio que habían compartido la noche anterior, Pedro seguía sin entender cómo había podido comportarse de la forma que lo había hecho. Pensar simplemente que la oportunidad que tenía ante él era demasiado tentadora como para dejarla pasar era demasiado sencillo. Él siempre había sido un hombre orgulloso de su autocontrol. De su madre y su padrastro había aprendido el valor de respetarse a sí mismo y respetar a los demás. El sexo de una noche, una vez pasada la adolescencia, nunca había sido algo que lo atrajera. Tuvo que tragar saliva mientras entraba en el cuarto de baño. Recordar la última noche lo hacía sentir... lo hacía desear... apretó los dientes. La noche anterior había sido un error que no iba a repetirse. Pero ella creía que eran amantes y esperaría compartir la cama de nuevo, se recordó a sí mismo. Quizá, pero eso no quería decir que tuviera que tocarla. No quería decir que tuviera que acariciar su piel de seda o besar sus labios; no quería decir... ¡Demonios! ¿Por qué estaba pensando en eso? Había sido un accidente, un error de juicio, algo que no debería haber ocurrido y que, desde luego, no volvería a ocurrir.
—Espero que te guste el salmón ahumado con huevos revueltos —dijo Paula cuando él entraba en la cocina. Estaba tan guapo recién afeitado, oliendo a jabón y a una discreta colonia masculina que la excitaba, como la había excitado por la noche. Se puso colorada al recordar lo que había pasado entre ellos por la noche, pero si Pedro sugiriese que olvidaran el desayuno y se comieran el uno al otro, no lo dudaría un segundo. La noche anterior había sido sorprendente para ella misma y tenía que confesar que, una vez pasada la sorpresa por el incontrolable deseo que Pedro despertaba en ella, había disfrutado de la liberadora experiencia de explorar su propia sensualidad.
Salmón ahumado y huevos revueltos. Los ojos de Pedro se iluminaron y se le hizo la boca agua. Era uno de sus desayunos favoritos.
—Maravilloso —sonrió, incapaz de apartar los ojos de la cara de Paula. Ella era tan feliz que se sentía tentada de romper un hábito de toda la vida y tomar la iniciativa, sugiriendo abiertamente que se llevaran el desayuno a la cama.
— He encontrado también... una botella de champaña —murmuró.
Pedro levantó las cejas.
—¿Champaña?
Quizá estaba siendo demasiado extravagante, pensaba Paula. Era tan frustrante no recordar lo que a él le gustaba, no tener experiencia previa del hombre, no poder entender sus reacciones...
—Bueno, si no quieres... —empezó a decir, insegura—. Quería que hoy fuera un día especial. Memorable. Anoche compartimos algo tan especial... Puede que no recuerde otras noches, que no recuerde los momentos especiales que hemos compartido juntos, Pepe, pero al menos puedo intentar que, a partir de ahora, sea igual de hermoso. Para mí, esta mañana será la primera celebración de nuestro amor. Aunque quizá la champaña sea un poco excesivo. Si no te apetece...
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