Pedro sospechaba de la razón por la que ella no seguía hablando del asunto. ¿Habría recordado? Instintivamente, sabía que no podía ser, pero ¿Quién podía saber hasta dónde llegaban en el pasado sus turbios asuntos? ¿Quién podía saber desde cuándo engañaba y estafaba a la gente?
—Ya hemos llegado; gira a la izquierda —dijo Paula entonces, señalando la entrada del invernadero.
A sugerencia de Paula , Pedro se quedó en el coche con Missie mientras ella iba a comprar las semillas. Aunque no se lo había dicho, el comentario de Pedro sobre las inversiones la había molestado y su actitud hacia él se había vuelto un poco fría. Pedro se había dado cuenta. Pero también sabía que ella no era mujer que descendiera a discutir agriamente, sino que prefería apartarse un poco hasta que las cosas se calmaran, meditaba admirando el aire de dignidad con el que cerraba la puerta del coche y se alejaba sin mirar atrás. Todo en ella hablaba de dignidad y elegancia, de una mujer que ponía las necesidades de los otros por encima de las suyas, una mujer cuyo comportamiento era gobernado por un código moral que no estaba de moda, un código muy similar al suyo, tenía que reconocer. Y, sin embargo, era socia de Julián Cox en sus fraudulentas actividades. Mientras la observaba acercarse al invernadero, no se sorprendió al ver que se paraba a ayudar a una pareja de ancianos que tenía dificultades para meter un enorme tiesto en el maletero del coche. Miró su reloj. Paula llevaba casi media hora en el invernadero, aunque le había dicho que solo tardaría diez minutos. Missie estaba dormida sobre una manta en el asiento trasero y, después de comprobar que dejaba una ventana ligeramente abierta para que la perrita pudiera respirar, salió del coche. Encontró a Paula cinco minutos después, en un puesto de plantas. Estaba de espaldas a él, hablando con un hombre que, por su expresión, parecía encantado de estar con ella. Se estaba riendo en aquel momento y el sonido de su risa hizo que Pedro sintiera tal desagrado por su acompañante masculino que, por un momento, se quedó sin respiración. Irritado, se decía a sí mismo que lo que sentía era debido a su aprensión de que el desconocido le hubiera contado algo que la hiciera sospechar de su relación con él, estropeando sus planes para castigarla. Se decía que no tenía nada que ver con sentimientos personales por ella. Rápidamente se dirigió hacia ellos, pero entonces el hombre la tomó del brazo para dejar pasar a una pareja cargada con tiestos y sintió deseos de estrangularlo. De dos zancadas, se colocó a su lado, mirando al hombre como si quisiera retarlo a muerte.
— ¡Pepe! —exclamó ella. Su aparición la había sobresaltado y, sin saber por qué, la había hecho sentir tontamente culpable—. Siento haber tardado tanto. Había mucha gente comprando semillas y... después me encontré con Sebastián —explicó, sorprendida al ver la expresión furiosa de Pedro.
Paula presentó a los dos hombres y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para portarse de forma civilizada. Sabía por la actitud de ella que aquel Sebastián no le había dicho nada que la hiciera sospechar, pero era incapaz de contener su furia. ¿Qué le estaba pasando?, se preguntaba a sí mismo. Cualquiera diría que estaba celoso. Celoso. La idea era ridícula... imposible. Él no había sentido celos en toda su vida.
—Perdona que haya tardado tanto —volvió a disculparse Paula cuando estuvieron solos. Después de eso se quedó callada hasta que llegaron al coche, pero Pedro se daba cuenta de que lo observaba por el rabillo del ojo.
—Solo he ido a buscarte porque Missie se estaba poniendo nerviosa —mintió él.
Diez minutos después, mientras paseaban por la orilla del río, Missie tirando impaciente de su correa, Pedro se dió cuenta de que había hecho el ridículo. Si la situación fuera diferente, si fueran una pareja de verdad, podría haber dejado a un lado su orgullo y admitir que se había puesto celoso, pero ¿Cómo podía admitir que sentía celos por una mujer de la que, por supuesto, no estaba enamorado? Era su instinto masculino, se decía a sí mismo.
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