Aquella Paula Chaves era la mujer más peligrosa que había conocido nunca. Ella no lo había estado esperando y su aspecto no podía haber sido deliberado. Ni la falda de gasa que casi transparentaba sus largas y esbeltas piernas, ni la ajustada camiseta que marcaba unos senos firmes... Pedro había tenido que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de su pelo, que olía a rosas. Le hubiera gustado abrazarla y zarandearla al mismo tiempo, tan confusas eran sus reacciones frente a aquella mujer. Pero había una reacción que no había sido en absoluto confusa. Apretó los dientes, irritado consigo mismo. Tenía cuarenta y dos años y no podía recordar cuándo había sido la última vez que su cuerpo había hecho tal alarde de potente masculinidad. Afortunadamente, había podido controlarla antes de que ella se diera cuenta, pensaba mientras entraba en la ducha.
Por un absurdo momento, imaginó a Paula desnuda entre sus brazos. Su cuerpo era tan suave, sus pechos, dos deliciosos montes de femineidad, mostrando prominentemente la oscuridad de sus pezones. Él los tocaba con las puntas de los dedos y escuchaba sus gemidos de placer, veía el ansioso brillo de sus ojos mientras ella le ordenaba: «Bésalos, Pedro. Quiero sentir tu boca sobre ellos». El pequeño triángulo de rizado vello entre sus muslos era tan suave como la seda. «Pedro, te deseo tanto...», la escuchaba susurrar. Abrió los ojos, lanzando una maldición. ¿Qué era aquella mujer, una bruja? Pues no iba a embrujarlo. Le dolía todo el cuerpo de deseo y, deliberadamente, abrió el grifo del agua fría. Eso ahogaría aquellos peligrosos pensamientos, entre otras cosas...
Paula había estado plantando flores toda la tarde y estaba deseando terminar de colocar cada cosa en su sitio para darse una ducha. Estaba agotada y le dolía todo el cuerpo. Aunque también sentía otro dolor, menos familiar, y que no era causado por el trabajo, reconoció poniéndose colorada. Sofocada, dió un paso atrás y tropezó con la manguera sin darse cuenta. Cuando cayó al suelo, se golpeó la cabeza con una piedra. Missie ladraba, angustiada. ¿Por qué estaba su dueña tumbada en medio del jardín, ignorando sus caricias y ladridos...?
Pedro apartó la bandeja de la cena, a medio terminar. No valía de nada. Simplemente, no confiaba en esa mujer. Por la mañana, podría estar a kilómetros de allí. Rápidamente, se levantó, se puso la chaqueta y salió de la habitación.
Los angustiosos ladridos de Missie sorprendieron a Pedro cuando llegaba a la casa. Estaba completamente a oscuras aunque había anochecido y la puerta del invernadero estaba abierta. ¿Dónde demonios estaba Paula? Missie se lo mostró, llevándolo hasta su inconsciente dueña. En el suelo, Paula lanzó un suave gemido y empezó a abrir los ojos.
— ¿Qué ha pasado? Me duele mucho la cabeza —murmuró.
— Se ha dado un golpe en la cabeza, no se mueva —ordenó Pedro, observando la mancha de sangre seca en su pelo—. Voy a llamar a una ambulancia.
— ¿Quién es usted?
Pedro sacó el teléfono móvil del bolsillo, sin dejar de mirarla.
— ¿No lo sabe?
— No —contestó ella, temblando —. No sé nada.
Sin responder, Pedro marcó inmediatamente el teléfono de urgencias.
—Creo que ha perdido la memoria —le dijo al enfermero en voz baja quince minutos después, cuando habían colocado a Paula en una camilla.
—Podría haber sufrido una conmoción cerebral—dijo el hombre—. Pero lo sabremos cuando le hagamos las pruebas. ¿No estaba usted con ella cuando ocurrió?
—No —contestó Pedro.
— ¿Y su nombre es?
—Pedro Alfonso.
—Por favor, síganos hasta el hospital. Supongo que el médico querrá hablar con usted.
—Un momento, yo no... —empezó a decir él, pero el enfermero ya había entrado en la ambulancia.
Después de colocar a Missie en el asiento trasero de su coche, Pedro siguió a la ambulancia como le habían pedido. Después de todo, ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Espere aquí un momento, señor Alfonso, el doctor Banerman llegará enseguida.
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