—Sientate, yo prepararé un poco de café.
—No, Pedro, deja que lo haga yo —insistió Paula.
Estaban en la cocina, Missie tumbada cómodamente en su cestita y, a su lado, su enorme gato de color marrón, Whittaker, dormía plácidamente en la suya. Pedro iba a insistir en que tenía que descansar, pero entonces se dió cuenta de que Paula esperaría que él supiera dónde estaban las cosas.
—Bueno, si estás segura de que estás bien — accedió por fin—. Sacaré tus cosas del coche y las llevaré arriba.
Paula se había negado a volver a ponerse la chaqueta manchada de sangre cuando salió del hospital y el médico le había dado unas medicinas que habían dejado en una bolsa. Con el pretexto de llevar esas cosas a la habitación, Pedro echaría un vistazo al piso de arriba para familiarizarse con la casa. En el piso de abajo, además de la cocina, había un comedor, un cuarto de estar y un salón. Y el piso de arriba parecía igual de grande. Demasiada casa para una mujer sola. ¿Cómo la habría pagado?, se preguntaba. Quizá con el dinero que ella y su socio estafaban a ingenuos como Lautaro.
Pedro había sacado las cosas del coche y estaba subiendo por la escalera cuando oyó que Paula lo llamaba desde la cocina. Su voz sonaba angustiada.
— ¿Qué pasa? —preguntó, asustado—. ¿Te encuentras mal? ¿Te duele algo?
—Lo siento... no es eso —se disculpó ella—. Solo quería saber cómo te gusta el café. Es que no me acuerdo.
—Solo, sin azúcar.
Por un momento, había temido... Pedro cerró los ojos y después se sobresaltó al sentir los labios de Paula en su cara.
—Gracias—susurró ella.
— ¿Por qué? —preguntó él, apartándose de aquellos ojos azules tan peligrosos.
—Por estar aquí... por preocuparte de mí — murmuró Paula.
El brillo de sus ojos eran tan cálido, tan confiado... tan generoso que Pedro tuvo que tragar saliva. ¿Sería posible que un golpe en la cabeza pudiera transformar la personalidad de alguien tan completamente?
—Lo siento —murmuró Paula, disimulando un segundo bostezo. Habían terminado el café y Pedro había insistido en limpiar la cocina.
Mientras colocaba los platos en el fregadero, seguía intentando entender el deseo que sentía por Paula y no podía evitar hacer comparaciones con su ex mujer. Ella nunca había buscado su consuelo como lo había hecho Paula y cuando él había intentando llevar un poco de ternura a su relación, su ex mujer se había apartado, acusándolo de «ponerse blando». Blando. Él. Quizá lo había sido alguna vez, pero había dejado de serlo. Y, desde luego, no era suficientemente blando como para olvidar la clase de mujer que era Paula Chaves.
—Estás cansada —dijo, cuando Paula disimulaba otro bostezo—. ¿Por qué no te vas a la cama?
— ¿Y tú? —preguntó ella, insegura.
—Yo subiré enseguida —contestó, dándose la vuelta para que ella no pudiera ver su expresión.
Era obvio que Paula creía que compartirían cama, e igual de obvio era que Pedro no podía permitir que eso ocurriera. Para empezar, él dormía desnudo y, además... pero no quería seguir adelante con unos pensamientos por completo absurdos.
—Buenas noches —murmuró Paula tras él.
Pedro se dió la vuelta. Ella estaba sonriendo tímidamente, esperando que la besara. ¿A quién estaba intentando engañar?, se preguntaba, furioso consigo mismo. Esa era la razón por la que no quería compartir cama con Paula... Pero, sin pensar, la envolvió en sus brazos y se inclinó hacia la boca femenina—. Oh, Pedro —musitó ella. ¿Cómo podía haber olvidado aquello?
Tentativamente, acarició los labios del hombre con la punta de la lengua, su cuerpo temblando de emoción al sentir el escalofrío que recorría el cuerpo de Pedro. De repente, se sentía como si hubiera descubierto un tesoro. Aunque había amado a Rafael, él nunca la había hecho sentir de aquella forma. Podía no recordar cuándo o cómo se habían conocido, pero se conocía a sí misma y sabía de la naturaleza de sus sentimientos. Tenía que estar tremendamente enamorada para compartir su intimidad con Pedro.
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