—Señorita Chaves...
—¿Quiere una cita para un masaje? —preguntó Paula, poniendo la mano sobre el hombro de su hijo para que la mujer entendiera su preocupación.
Ana asintió con la cabeza.
—¿Podemos hablar?
—Sí, por supuesto. Nico, ve a jugar con la consola, cariño.
Acostumbrado a los clientes, el niño no puso reparos... aunque seguramente le costó no preguntar por qué esa señora viajaba en un coche tan grande. Paula dejó escapar un suspiro de alivio mientras lo veía entrar en casa.
—¿Por qué ha venido, señora Alfonso?
—Quería ver a mi nieto.
—Ya lo ha visto.
—Se parece a Pedro —dijo Ana entonces, con un toque de tristeza.
—Y a mí —dijo Paula, a la defensiva.
La madre de Pedro dejó escapar un suspiro.
—No sabía qué había sido de usted o de su hijo hasta que mi marido me lo contó en Semana Santa.
—Usted tampoco quería que me casara con Pedro—le espetó Paula.
—Pero Pedro va a casarse de todas formas. No va a cambiar de opinión. Para él, es una cuestión de honor.
—Me quiere. Y a Nico —se defendió Paula, furiosa. Para eso había ido, para hacerle creer que Luc sólo se casaba con ella por una cuestión de honor.
—¿Y usted lo quiere?
—Sí, lo quiero. Es el único hombre al que he querido en toda mi vida. Y no voy a dejar que me haga cambiar de opinión, señora Alfonso, así que su visita es una pérdida de tiempo.
—¿Cuándo es la boda?
—Pronto.
—¿Antes de Navidad?
—No es asunto suyo, señora Alfonso.
—¿Mi hijo va a casarse y no es asunto mío? —replicó Ana, indignada.
—A usted siempre le ha dado igual lo que Pedro quisiera —le espetó Paula—. Sólo le interesa lo que quiere usted.
—Soy la madre de Pedro. Como madre usted misma, entenderá... Pedro es lo único que me queda...
Increíblemente, la arrogancia desapareció del rostro de Ana y sus ojos se llenaron de lágrimas. Paula no pudo evitar sentir pena por aquella mujer orgullosa llorando en plena calle, aquella mujer triste que había perdido a un hijo y estaba a punto de perder al otro. A pesar del daño que le había hecho en el pasado, era la madre de Pedro y Paula la imaginó cuidando de él cuando era pequeño, como ella hacía con Nico. Era imposible dejarla en la puerta.
—Entre, por favor, señora Alfonso—dijo, tomándola del brazo.
Dejaba entrar al enemigo en casa. Pero ya no le parecía el enemigo. Hasta que le contó a Pedro lo que había pasado.
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