Paula sintió un escalofrío. ¿Qué le estaba pasando? Había conocido hombres, muchos hombres, hombres agradables, educados... pero en todos aquellos años, nunca había sentido nada por ninguno de ellos. Era irracional y absurdo que su cuerpo recordara el deseo, cuando su mente permanecía resueltamente decidida a no tomar parte en esa especie de renacimiento de su sensualidad.
—Perdona, Whittaker. Ya voy —sonrió cuando los maullidos de su hambriento gato interrumpieron sus pensamientos.
En la autopista, Pedro vió la señal que le indicó que había llegado a su destino, la ciudad de Rye. Parecía un lugar respetable, tradicional. Pero al menos uno de sus habitantes era cualquier cosa menos respetable. No había podido creer su suerte cuando el detective lo había informado de que no había ni rastro de Julián Cox, pero que habían podido encontrar a su socia, Paula Chaves Martínez, en la pequeña ciudad de Rye. Incluso habían conseguido su dirección y su número de teléfono, además de mucha otra información de utilidad sobre aquella mujer. Viuda, sin hijos, aparentemente vivía una vida tranquila y respetable. Pero él sabía que no era así. Podía imaginarla. Tenía treinta y siete años y, sin duda, estaría luchando por mantener la juventud.
Probablemente tendría una imagen encantadora, una herramienta necesaria para que los jóvenes ingenuos le confiaran su dinero. Llevaría mucho maquillaje y faldas demasiado cortas. Tendría ojos inteligentes, mucho interés en la cuenta corriente de los demás y, por supuesto, un cerebro rápido y calculador, pero no tanto como para desaparecer como había hecho su socio. Quizá incluso tendría planes para seguir adelante con su negocio. Era algo machista, pero sentía mucho más odio por la mujer que había robado a su hermano que por ese Julián Cox. Sentía absoluto desprecio por las mujeres avariciosas y egoístas, como su ex mujer. Cuando entraba en el centro de la ciudad, levantó el pie del acelerador de su Mercedes. Rye era casi una ciudad de cuento, en medio de un precioso valle. Mentalmente, la comparó con el suburbio en el que él había crecido y tuvo que sonreír. Nohabía hombres mal vestidos y mal encarados, ni grupos de adolescentes sin trabajo y con la testosterona a flor de piel, corriendo por las limpias calles de Rye. Paró el coche para estudiar el plano y enseguida encontró lo que buscaba.
Paula Chaves Martínez vivía a las afueras de la ciudad, en una casa solitaria, sin vecinos; pero, claro, una mujer de su calaña no querría complicarse la vida con testigos, pensaba. Cuando volvió a arrancar el coche, la expresión de Pedro se había vuelto vengativa. El ruido del motor de un coche hizo que Paula dejara en el suelo la cesta que estaba llenando de flores y mirase hacia la verja del jardín con expresión de sorpresa. No esperaba visita y el coche, igual que el hombre que salía de él, no le resultaban familiares. Esperaba que su visitante llamara a la puerta principal y se dio la vuelta para entrar en la casa, pero Pedro observó el movimiento y, abriendo la verja de golpe, entró en el jardín.
—Un minuto, señora Martínez. Tengo que hablar con usted.
El seco tono de voz del desconocido y su forma autoritaria de caminar la asustaron y Paula empezó a correr, pero no fue suficientemente rápida y Pedro la tomó del brazo cuando estaba llegando a la casa.
—Suélteme... tengo un perro... —empezó a decir ella. En ese momento, la diminuta Missie llegaba hasta ellos corriendo y moviendo el rabilo para saludar al visitante.
—Ya veo —murmuró él, irónico, inclinándose hacia el animal.
—No se atreva a hacerle daño —advirtió ella fieramente, interponiendo su brazo libre entre el hombre y la perrita.
Missie, una bola de pelo blanco, era una perra abandonada por unos degenerados a los que molestaba que mordisquease sus preciosos muebles y la había adoptado un año antes. Adoraba a Missie y la perrita la adoraba a ella.
Pedro frunció el ceño, sorprendido. Él no intentaba hacerle daño al animal y Missie parecía saberlo porque, ignorando los frenéticos intentos de su dueña de apartarla de allí, investigaba felizmente los zapatos del extraño y después, cuando el hombre se inclinó para acariciarla, no dudó en lamer su mano y mover la cola alegremente.
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