martes, 22 de noviembre de 2016

Engañada: Capítulo 22

Mientras paseaban uno al lado del otro por el camino rodeado de árboles, Paula se dió cuenta de que estaba empezando a molestarla el hecho de no saber nada sobre Pedro. Y su aparente enfado la había confundido profundamente. ¿Sería un hombre impaciente?, se preguntaba. Se paró un momento, observando a una joven con tres niños y dos perros que estaba cruzando el puente en ese momento y que parecía tener problemas para controlarlos a todos. Pedro se ofreció amablemente a ayudar a la agobiada mujer, que sonrió agradecida. Aquella no era la acción de un hombre impaciente, tuvo que admitir mientras se acercaba a él, tocando su mano en un gesto posesivo que a ella misma la sorprendió. La joven no quería nada de Pedro, pero a pesar de ello... Estaba atónita por la intensidad de sus sentimientos. Sus ojos lanzaron un destello de rabia cuando vió que él sonreía a la joven mamá. ¿Cómo se atrevía a sonreírle... a coquetear de esa forma delante de ella?

—Me gustaría volver a casa —dijo y, sin esperar respuesta, se dió la vuelta y empezó a caminar rápidamente, avergonzada y abrumada por sus emociones.

Una vez en el coche, Pedro pensaba que ella tenía todo el derecho a estar enfadada con él. Se había comportado de una forma estúpida en el invernadero, pero admitir sus celos significaría admitir unas emociones que no podía sentir. Estaba olvidando la razón por la que estaba en Rye. Su cuerpo lo traicionaba y lo confundía cada vez que estaba cerca de Paula.

Cuando llegaron a casa, a ella le dolía mucho la cabeza, pero un dolor de cabeza no era excusa para su comportamiento, pensaba. ¿Cómo podía haberse sentido celosa de una pobre chica que solo estaba dando un paseo con sus hijos, sin coquetear con nadie? Ordinariamente, esa emoción, los celos, le era completamente extraña y, sin embargo, la había experimentado y la había dejado confundida. Incluso asustada, tenía que admitir. El teléfono empezó a sonar cuando entraban en la casa y fue corriendo a contestar, masajeando una de sus sienes con la mano. Al otro lado del hilo, reconoció la voz de su ahijada.

— ¡Valen! ¿Cómo estás?

—Bien, ¿Y tú?

Paula pensó que no era el momento de contarle a Valen la historia del accidente y de la amnesia.

—Muy bien —contestó por fin.

—He vuelto de Cornwall esta mañana —dijo Valen—. Tus padres te mandan besos, por cierto. Y me han pedido que te recuerde que pronto celebrarán sus bodas de plata —añadió.  Paula respiró profundamente. Valen  había ido a visitar a sus padres. Ella debía haber sabido lo de ese viaje, pero no podía recordarlo—. Bueno, madrina, tengo que irme, pero te llamaré mañana, ¿De acuerdo? Antes de que Paula pudiera contestar,  había colgado.

En el salón de su departamento, Valen cerró los ojos, suspirando. Sabía que había sido un poco seca con Paua, pero su madrina era tan intuitiva que tenía miedo de que se diera cuenta... Rápidamente, buscó entre las cartas que habían llegado para ella mientras estaba en Cornwall y, cuando comprobó que había una de Praga, su corazón dió un vuelco. Intentando contener los latidos de su corazón, abrió el sobre. Dentro estaba la factura de las copas de cristal que había comprado un mes antes, durante su viaje a la República Checa. Seguía esperando que llegara el pedido y la semana anterior su socia, Sofía, había dicho que estaba impaciente por verlo.

— ¿Cuándo van a enviarlas? —había preguntado.

— Pronto —había contestado, cruzando los dedos a la espalda—. Muy pronto.

Se había dado cuenta de que Sofía miraba con cierta suspicacia, pero no había dicho nada. Se conocían desde la universidad y Valen se alegraba de que su compromiso con Bruno la mantuviera demasiado ocupada como para preocuparse demasiado sobre el retraso de  la mercancía. Todo el mundo la trataba con guantes de seda desde que Julián la había dejado... Furiosa al recordarlo,  cerró los ojos. Sus emociones estaban todavía a flor de piel. Quizá había sido un poco antipática con su madrina y tendría que arreglarlo... cuando estuviera de mejor humor. Por el momento, lo que quería era evitarla todo lo posible. Lo último que deseaba era que Paula se diera cuenta de... ¿De qué? ¿De que había vuelto a hacer el ridículo por un hombre una segunda vez?


— ¿Qué pasa? —preguntó Pedro cuando la vio masajeándose las sienes.

Paula estaba muy pálida.

—Me duele la cabeza —contestó ella.

— ¿Te encuentras mal? ¿Puedo...?

— ¡Pedro, solo me duele la cabeza! —lo interrumpió , lamentando su brusquedad al ver la expresión del hombre.

Pedro recordaba lo que había dicho el médico y la observaba preocupado. Sabía que lo último que debía hacer era asustarse, pero...

— Vamos —dijo suavemente, tomándola del brazo.

— ¿Dónde? —Protestó Paula—. Iba a preparar la comida...

—Al hospital —dijo Pedro.

— ¿Al hospital? ¿Por qué?

—El médico me alertó sobre algunos síntomas, como dolor de cabeza o visión borrosa.

—Solo es una jaqueca. Y no veo borroso —explicó ella, pero dejó que Pedro la llevara hasta el coche.

Afortunadamente, el hospital estaba relativamente tranquilo y, aún más afortunadamente, el doctor Banerman seguía de guardia.

— ¿Suele tener jaquecas? —preguntó el hombre, mientras le tomaba la tensión.

—A veces —admitió ella.

—Yo creo que esto es una simple jaqueca — diagnosticó el doctor Banerman por fin—. No parece haber signos de otra cosa. ¿Ha recordado algo desde anoche, algún detalle de su vida durante los últimos meses?

—Nada —suspiró Paula.


—Ya te dije que solo era una jaqueca —dijo ella, cuando entraban de nuevo en el coche.

—Lo sé, pero había que comprobarlo —suspiró Pedro.

Ella parecía tan triste, tan... desolada, cuando el médico le había preguntado si recordaba algo, que él había deseado abrazarla y decirle que todo iba a salir bien, que no importaba que no pudiera recordar... Que él podría...

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